Por Salvador Giner, presidente del Institut d’Estudis Catalans (EL PERIÓDICO, 06/01/11):
La rebelión ha venido y todos saben cómo ha sido. Unos dicen que las crecientes desigualdades en el norte de África, de Marruecos a Egipto, habrían desencadenado la ira y lo que está ocurriendo a partir de que la inmolación de un muchacho tunecino en diciembre fuera la chispa que provocaría el incendio. Otros, que tiranos como Ben Alí o Hosni Mubarak tenían sus días contados, sumidos como estaban en la corrupción. (¿Cuántos decenios de días contados?) Aun otros, que merced a twitter y a la telefonía móvil se había generado una red no controlada por las viejas policías políticas. Y así sucesivamente. Estas no son explicaciones plenamente satisfactorias.
Los seres humanos soportan a menudo con infinita paciencia regímenes políticos extrema y manifiestamente injustos. La pregunta que hay que hacerse no es la habitual de ¿por qué estalló la rebelión?, sino más bien al revés: ¿cómo es posible que la gente aguante tanto sin rebelarse? Lenin, en uno de los ensayos más lúcidos que se hayan compuesto sobre la rebelión, afirmaba que si el poder tiránico no se desmoraliza y sus aparatos represivos -ejército, policía- no lo abandonan, la revolución es imposible. Mubarak debe de haber leído a Lenin, porque ya ha mandado a sus matones a reprimir manifestantes a tiros.
Hasta hoy no se está produciendo una revolución en esa zona, sino una rebelión desesperada, sobre todo por parte de una masiva población joven sin trabajo, fruto de la explosión demográfica que, de seguir, conseguirá que demasiadas cosas agradables terminen yéndose al garete.
La explosión se ha producido según la ley de todas las rebeliones populares, desde la que condujo más tarde a la revolución francesa hasta la rusa bolchevique y la china maoista del siglo XX. Estallan cuando una corriente de esperanzas y expectativas crecientes -de prosperidad y mejores oportunidades- se estrella contra una realidad que las niega. Esa frustración es lo más peligroso para el tirano de turno. No hay efecto contagio que valga -aun siendo un factor que anime a los desesperados- si no viene empujado por la frustración de una esperanza realista.
El espléndido ejemplo de ansias de libertad, democracia y emancipación popular que estamos presenciando a lo largo de la región del Magreb y hasta el Sinaí podría acabar en solo rebelión y no en revolución. (La excepción de momento es un Marruecos que espera tenso el instante a pesar de todos los alauitas pesares). En la revuelta aún no hay programa, ni ideología, ni auténtica concepción de aquel pluralismo político que es la esencia de la democracia. (La democracia es la presencia legítima de un Gobierno con una oposición tan legítima como él.) Acechan los cuervos en algunos lugares -la Hermandad Musulmana junto al Nilo- mientras que en otros la llegada de un viejo exiliado solo pone una figura venerable y paterna para aplacar angustias, brevemente.
Y no vale reprochar todo a las fuerzas exteriores. Los yanquis echaron mano de Mubarak en Egipto como la habían echado del Sha en Persia o de su agente en Bagdad, Sadam Husein, al que luego atacaron y hundieron en una guerra con pretextos inventados. En ella también estuvimos nosotros por obra y desgracia de gobiernos como los de José María Aznar y Tony Blair. Las fuerzas exteriores apoyan a quienes les conviene, aunque Barack Obama esté prometiendo ahora -y bien está que lo haga- que apoyará transiciones pacíficas a la democracia y regímenes decentes allá donde surjan. Esas fuerzas andan, no lo dudemos, metidas en el baile. Lo que vemos son las declaraciones del presidente Obama o las ambiguas y tímidas de la señora Catherine
Ashton en nombre de la Unión Europea. Pero lo que pesan son presiones durísimas, ocultas, para que la ira popular no acabe con los tiranos. Al Yemen ya le han obligado a ejercer el arte de la cosmética política de democrática apariencia. Un futuro y patético Wikileaks demostrará lo que sabemos sin que nos lo digan.
Lo que esas fuerzas no controlan es la dinámica terrible de tendencias como las señaladas: incapacidad política y económica de satisfacer anhelos de libertad y trabajo, estupidez represiva, ansia de permanencia ciega en el poder. Castro -cuánto duele decirlo- es un anciano gruñón como lo fuera Franco. Mubarak les emula. Y no sabe irse, ni fallecer.
Y luego vendrá lo que muchos en esta Europa meridional tendrán que entender. Que nuestra frontera sur, el mar, es ya porosa, puente de constantes migraciones hacia el norte -hacia Italia, Grecia, España, Francia- y que lo será más aún, cuando toda la rebelión de las masas norteafricanas se vaya transformando en la migración en tropel a costas ajenas. Porque si la democracia -y esperemos que les llegue, que no es seguro- es buena para la economía, es decir, para dar trabajo, el desarrollo no es cosa de dos días. La desesperación no se absorbe de la noche a la mañana.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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