Por Khaled Hrou, profesor de Historia y Política Contemporáneas de Oriente Medio, Univ. Cambridge. Traducción: Juan Gabriel López Guix (LA VANGUARDIA, 09/02/11):
No sólo los regímenes autoritarios árabes caen o ven sacudidos sus cimientos, también ocurre lo mismo con muchas falacias relacionadas con el mundo árabe. Durante décadas esos regímenes han manipulado el apoyo occidental utilizando la amenaza del fundamentalismo islámico: o nosotros o esos islamistas provocarán otro Irán (u otros Iranes). El tímido y temeroso Occidente aceptó de modo irreflexivo el razonamiento repitiendo el mantra: “Más vale diablo conocido que diablo por conocer”. Las calles árabes acaban de poner de manifiesto la falsedad de semejante afirmación al tiempo que ofrecen su propia alternativa. Quienes fueron marginados durante años han alzado ahora su voz y han sorprendido a casi todo el mundo, incluidos ante todo los islamistas. Son muchos los mensajes pregonados por la revolución popular de los millones de tunecinos y egipcios, pero cinco de ellos parecen ser los más destacados.
El primer mensaje de tipo general es que los ciudadanos árabes están ya hartos de sus dictadores y de quienes los respaldan. Han tolerado a sus gobernantes durante mucho tiempo por diversas razones. En la época poscolonial, la edad media del Estado árabe es de 60 años. Durante todo ese periodo, los ciudadanos cedieron lugar a las élites para completar el proceso de construcción estatal y nacional. Tras la independencia, las élites gobernantes se enfrentaron a la abrumadora tarea de fusionar las nuevas entidades territoriales con las identidades locales dentro de las fronteras coloniales heredadas, y ello en contra de un sentimiento panarabista y un deseo de unidad árabe muy arraigados. Para justificar la seguridad y el control autoritario, la mayoría de los regímenes árabes sostuvo que sus países necesitaban primero desarrollarse y que la democracia podía esperar. Otros recurrieron a la endeble noción de “especificidad cultural” y sostuvieron que la cultura árabe es diferente y que la democracia sólo es adecuada en un marco occidental. También se utilizó otro pretexto: la guerra con Israel. De ese modo, se denigró la apertura política y la democratización frente a las prioridades absolutas del desarrollo y el enfrentamiento con Israel. Sin embargo, el resultado final de todo ello fue la derrota contra Israel y el fracaso del desarrollo. Ocurrió que la mayoría de los estados árabes, ya fueran monarquías o repúblicas, se transformaron en corruptos negocios familiares, rodeados por pequeñas camarillas oportunistas, y protegidos todos ellos por unos draconianos aparatos de seguridad respaldados por un Occidente indiferente. El mal funcionamiento y la corrupción de esos regímenes no perdonó ningún aspecto de la vida sociopolítica y económica; y ahora las humilladas masas se han rebelado y consideran que ya se ha acabado el plazo concedido para alcanzar sistemas económicos y políticos viables.
El segundo mensaje de las actuales revoluciones echa por tierra la afirmación común de esos regímenes de que son la alternativa a una toma del poder por parte de los partidos islamistas. Aunque es pronto todavía para juzgar, existen múltiples señales que indican una tercera vía que sortea esa dualidad ineludible. Tanto en Túnez como en Egipto, las fuerzas impulsoras de la revolución han sido una nueva generación de jóvenes con estudios surgida del interior de la “mayoría silenciosa”. Su esfuerzo y su valor han llegado a todas las capas de la sociedad, saltando por encima de los ineficaces partidos de oposición tradicionales. El éxito logrado en la movilización de las masas ha demostrado que la mayoría de los ciudadanos está harta del statu quo y de cualquier posible futuro guiado por la religión.
No cabe duda de que los islamistas son fuertes en esos dos países y en el resto del mundo árabe; pero no dominan todo el panorama político, sólo una parte. Y en ambos casos han hecho declaraciones según las cuales no desean lanzarse a controlar el poder y prefieren compartirlo.
El tercer mensaje es que el cambio que surja al final de estas revoluciones está inspirado y efectuado directamente por el pueblo. No es un cambio que quepa atribuir a una élite o un grupo determinados, llegados al poder tras un golpe militar o tras una intervención o un apoyo extranjeros. Es un cambio sano cuyo padre legítimo es el pueblo y sólo el pueblo. Con un nacimiento tan vigoroso, la confianza de ser dueños por fin del propio destino alcanza en las sociedades árabes unos niveles nunca vistos. La nueva época estará marcada por el poder del pueblo. No por el de una junta revolucionaria que asalta el poder con sus tanques ni por el de un guardián monárquico que afirma su derecho de controlar tal o cual país y su población basándose en cualquier causa o pretensión.
El cuarto mensaje es que esa generalizada protesta árabe es, en la superficie y en sus profundidades, fundamentalmente política. Las peticiones de mejores trabajos y condiciones económicas o de vida no son más que los catalizadores, y las aspiraciones políticas no han tardado en pasar al primer plano. En Túnez, la principal consigna de la revolución de los jazmines ha sido: “Pan, agua, Ben Ali no”. Se afirmaba con ello de modo explícito que la gente estaba dispuesta a vivir con lo básico, el agua y el pan, pero que ya nunca volvería a aceptar a Ben Ali como presidente. Una consigna similar se oye en Egipto: “El pueblo quiere que caiga el régimen”. Se trata de un cambio de objetivos drástico y inflexible. Los ciudadanos no se esconden tras peticiones modestas y a corto plazo, quieren cambiar por completo los sistemas políticos.
El quinto mensaje, que debería haber sido comprendido hace tiempo por las élites gobernantes y sus apoyos exteriores, es que la estabilidad superficial basada únicamente en la seguridad y la opresión ha dejado de ser ya una opción. Aunque semejante estabilidad puede obtenerse y mantenerse cierto tiempo en algunos casos, al final se produce una implosión que tiene unas consecuencias perjudiciales incontenibles. La miope estrategia de respaldar durante décadas unos regímenes árabes estables y hacer caso omiso de su naturaleza autoritaria ha puesto al descubierto la vacuidad de las políticas y los valores democráticos occidentales. Bajo la superficie de una estabilidad engañosa, no dejan de acumularse todo tipo de problemas, que sólo esperan el momento oportuno para explotar.
Hay un sexto mensaje, que no es el último, y es que la otrora mano ágil y dura de los regímenes autoritarios y, entre ellos, los árabes se ha quedado tullida en un mundo globalizado muy interconectado por las redes sociales y la cobertura de los cadenas internacionales por satélite. Las revoluciones tunecina y egipcia, y las oleadas de los actuales movimientos de protesta que recorren los países árabes, han evolucionado organizativamente en las redes sociales, Facebook y Twitter. En cuanto su presencia es visible en la calle, las televisiones internacionales y por satélite se hacen eco de ellas y transmiten los acontecimientos al momento. Todo ello dificulta en gran medida la vida de los servicios de seguridad y de inteligencia, e incluso del ejército. No son competentes ni tienen práctica en la represión de los “movimientos electrónicos de resistencia civil”. Frente a una revolución desarmada y masiva, y bajo la mirada vigilante de todo el mundo, esos aparatos de seguridad y sus regímenes han quedado desenmascarados como simples tigres de papel.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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