Por David Patrick Houghton, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Florida Central. Traducido del inglés por Carlos Manzano (Project Syndicate, 11/02/11):
Uno de los más comunes malentendidos populares sobre las causas del terrorismo es el de que los terroristas han de ser unos “dementes” para hacer lo que hacen. Esa idea es tan falsa como consoladora.
Los conservadores en los Estados Unidos, por ejemplo, despotrican contra la “locura” de los terroristas islámicos y consideran los intentos de entender el terrorismo formas de contemporización o de progresismo extremoso. A raíz del 11 de septiembre de 2001, en particular, muchos derechistas entendieron equivocadamente el intento de entender o explicar las acciones de los terroristas como encaminado a justificarlas.
Sin embargo, no es la primera vez. Después de la segunda guerra mundial, el mito del “nazi loco” ejerció una profunda influencia en la imaginación popular; desde luego, sólo unos dementes podían perpetrar algo como el Holocausto, pero las investigaciones de ciencias sociales en los decenios de 1940 y 1950, incluidas las entrevistas con dirigentes nazis supervivientes, demostraron que los miembros de la jerarquía gubernamental alemana no sólo eran cuerdos, sino también muy inteligentes.
Además, a comienzos del decenio de 1960, el psicólogo social Stanley Milgram había mostrado que americanos comunes y corrientes estaban dispuestos a hacer casi cualquier cosa al obedecer a una autoridad malévola. Es famoso su experimento por el cual indujo a personas de diversas clases sociales y profesiones a administrar lo que creían ser descargas eléctricas cada vez más fuertes a una víctima indefensa (representada por un actor) sentada en una habitación contigua y sus conclusiones se han reproducido en todo el mundo.
Fue una conclusión difícil de aceptar. A la mayoría de las personas, ante el horror de lo que habían hecho los nazis, le resultaba psicológicamente más fácil considerar que lo ocurrido había sido el comportamiento de personas trastornadas o la consecuencia de alguna clase de huida colectiva, pero, ¿habían perdido de repente la razón de la noche a la mañana gran número de alemanes o formaban parte de una situación en la que la mayoría de nosotros habríamos hecho simplemente lo que se nos ordenara?
Una resistencia similar a conclusiones nocivas –y asimismo comprensible desde el punto de vista psicológico– impregna las opiniones actuales sobre los terroristas. Nuestra reacción automática con frecuencia reforzada por tradiciones filosóficas occidentales y retórica política simplista es la de que los actos perversos han de ser obra de personas fundamentalmente perversas o dementes.
Como en el caso de los nazis, el estudio del terrorismo moderno partió de la posición inicial de que una disposición particular –conocida en la bibliografía como “personalidad terrorista”– caracteriza a la mayoría de los terroristas o a todos. En los decenios de 1970 y 1980, las autoridades de la Alemania Occidental permitieron a psicólogos y psiquiatras entrevistar a sospechosos de terrorismo entonces encarcelados o en espera de juicio, incluidos miembros de la Facción del Ejército Rojo.
Un grupo de expertos acudió a las cárceles en busca de pruebas que justificaran sus teorías favoritas de psicología terrorista. Según las conclusiones formuladas por algunos de ellos después de celebrar las entrevistas, todos los terroristas eran narcisistas egoístas. Otros sostuvieron que todos los terroristas eran víctimas de paranoia clínica o algún otro tipo de psicosis. Algunos indicaron incluso la tesis algo extraña de que los terroristas suelen haber perdido a uno de sus padres en la infancia y están poniendo en acto la agresión debida a su consiguiente frustración con la vida.
Todas esas opiniones compartían la creencia de que había algo fundamentalmente anormal en la “personalidad terrorista”, algo degenerado e inhabitual que “los” separa de “nosotros”, sin importarles que los rasgos destacados de esa supuesta personalidad descubiertos por investigadores diferentes no coincidieran y que éstos llegaran a conclusiones fundamentalmente diferentes al respecto.
Desde entonces, la ciencia social ha reforzado el escepticismo sobre que todos los terroristas compartan semejantes rasgos esenciales de la personalidad. Además, cada vez hay un reconocimiento mayor de que las circunstancias sociales en las que se encuentran los terroristas desempeñan un papel importante.
Lo que sabemos sobre la mentalidad de los terroristas nos dice que la mayoría de ellos no están perturbados ni dementes, sino que han adquirido un conjunto diferente de creencias y se han encontrado en condiciones sociales muy diferentes de las nuestras. Dicho con sencillez, las causas del terror son en gran medida situacionales y las situaciones son, a su vez, tan diversas como los propios actos (los miembros del IRA, por ejemplo, se han encontrado, evidentemente, en circunstancias muy diferentes de las de los miembros de Al Qaeda).
Naturalmente, hemos de reconocer que nuestro conocimiento de los terroristas de la vida real es limitado y todavía nos falta mucho por saber sobre el tipo de ambientes que fomentan el comportamiento terrorista. Probablemente nuestro conocimiento de los factores que propiciaron los atentados con bombas en julio de 2005 en Londres, por ejemplo, sigue siendo muy inferior a nuestra ignorancia.
La gran contribución de la ciencia social a la comprensión del mal humano ha sido la de exponer verdades difíciles de aceptar. Cuando recurrimos a teorías psicológicamente consoladoras, pero engañosas, sobre el terrorismo, entorpecemos nuestra comprensión de la violencia política en general… y, por tanto, debilitamos nuestra capacidad para evitarla o reducirla al mínimo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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