Por Xavier Vives, profesor de economía y finanzas en la IESE Business School. Traducción: Esteban Flamini (Project Syndicate, 12/09/11):
A los encargados de los bancos centrales y a los reguladores les suele preocupar que un exceso de competencia en el sector financiero aumente la inestabilidad y el riesgo de colapso sistémico. Por su parte, las autoridades encargadas de velar por la competencia tienden a creer que cuanto mayor sea la competencia, mejor. Ambas partes no pueden estar en lo cierto.
Entre la competencia y la estabilidad se da una relación de intercambio. En la práctica, una mayor presión competitiva puede aumentar la fragilidad de los balances bancarios y volver a los inversores más propensos al pánico; también puede deteriorar la capacidad de operación de las instituciones (charter value).
Un banco que opera con márgenes estrechos y responsabilidad limitada no tiene mucho que perder, de modo que tenderá a correr riesgos. Esta tendencia se verá agravada por la existencia de garantías públicas sobre los depósitos y por las políticas dirigidas a proteger a las instituciones que son “demasiado grandes para quebrar” (too‑big‑to‑fail). El resultado es un mayor incentivo a asumir riesgos. De hecho, en el caso de bancos que se encuentran al borde de la quiebra en sistemas desregulados, hay pruebas irrefutables de la acción de este tipo de incentivos perversos.
Por eso, después de que los sistemas financieros del mundo desarrollado comenzaron a liberalizarse en la década de 1970 (proceso que se inició en los Estados Unidos), se dio un aumento en la cantidad y la gravedad de las crisis. Esta nueva vulnerabilidad contrasta claramente con la estabilidad del período de exceso de regulación que siguió a la Segunda Guerra Mundial. La crisis ocurrida en los EE. UU. en la década de 1980 (que tuvo su origen en las asociaciones de ahorro y préstamo llamadas thrifts) y las crisis de Japón y Escandinavia durante la década de 1990 pusieron de manifiesto que, sin una adecuada regulación, la liberalización financiera induce a la inestabilidad.
En un mundo ideal, el dilema entre estabilidad y competencia se podría eliminar por medio de mecanismos de aseguramiento bien diseñados dependientes de los riesgos, procedimientos de liquidación y resolución creíbles, el uso de obligaciones convertibles contingentes y la imposición de requisitos de capital con mayores cargas para las instituciones con influencia sistémica. El problema es que la regulación difícilmente eliminará por completo las fallas del mercado, de modo que la tensión entre competencia y estabilidad se puede mitigar, pero no anular.
Por ejemplo, la Comisión Bancaria Independiente del Reino Unido (ICB, por sus siglas en inglés) propuso mantener las actividades minoristas de las instituciones bancarias separadas de sus actividades de banca de inversión, por medio de la división de dichas entidades en secciones con capitalización independiente. Se trata de una solución intermedia que busca minimizar los incentivos a correr riesgos aprovechándose del respaldo de las garantías estatales, sin dejar de permitir ciertas economías de escala en las actividades bancarias.
Pero dicen que el diablo está en los detalles, así que incluso en el mejor de los casos el dilema entre competencia y estabilidad no desaparecerá. Un defecto de la propuesta está en el hecho de que la crisis golpeó tanto a bancos universales como a bancos especializados. Además, el trazado de un límite entre banca de inversión y actividades minoristas dejaría una enorme zona gris y generaría incentivos perversos.
Queda en pie también el problema de las fronteras regulatorias: las actividades de riesgo podrían migrar a áreas con normas menos estrictas, y se repetiría el problema que se vio durante la crisis, con la existencia de un sistema bancario en las sombras. Es decir que si las operaciones de banca de inversión llegaran a plantear una amenaza para todo el sistema, tal vez sería necesario acudir en su rescate.
El enorme fracaso regulatorio que quedó de manifiesto por la crisis financiera iniciada en 2008 subraya la necesidad de concentrarse en introducir reformas que creen los incentivos correctos para los bancos. Pero en la medida en que el pasado sirva de ejemplo para el futuro, debemos ser conscientes de que la regulación también tiene sus límites. Aunque en el Reino Unido la ICB no se equivoca al declarar que hay posibilidades de mejorar tanto la competencia como la estabilidad, vista la debilidad del marco regulatorio actual, sería imprudente pretender una eliminación total del poder del mercado en el sistema bancario.
El diseño de una regulación óptima debe tener en cuenta la intensidad de la competencia en los diferentes segmentos bancarios. Por ejemplo, las exigencias de capital deberían depender del grado de fricción y rivalidad del sector bancario en cuestión, con requisitos tanto más estrictos cuanto más competitivo sea el contexto.
Se deduce entonces que es necesaria una coordinación entre la regulación prudencial y las políticas destinadas a fomentar la competencia. Esto vale sobre todo para las situaciones de crisis, para las que se debería implementar un protocolo de colaboración que permita diferenciar entre, por un lado, ayudas dirigidas a resolver problemas de liquidez y, por el otro, recapitalización; y estipular condiciones para los procesos de reestructuración, a fin de evitar distorsiones del marco competitivo.
¿Qué consecuencias hay respecto de la estructura del mercado? En mercados de ahorro y préstamo bien definidos, la concentración está estrechamente relacionada con la presión competitiva: cuanto más concentrado el mercado, peores suelen ser las condiciones que los bancos ofrecen a sus clientes. La crisis afectó tanto a sistemas bancarios concentrados (por ejemplo, en el RU y los Países Bajos) como a sistemas no concentrados (por ejemplo, en EE. UU. y Alemania). En ambos casos, se produjo una consolidación que dejó menos jugadores con más poder de mercado y un tamaño que los convierte en “demasiado grandes para quebrar”. A modo de ejemplo basta citar, en el Reino Unido, el rescate del HBOS (Halifax/Bank of Scotland) mediante su adquisición por el Lloyds TSB o la consolidación producida en EE. UU. después de la crisis.
Esto no sería tan grave si el poder de mercado de las instituciones fusionadas fuera una recompensa temporal por haber tenido un comportamiento prudente en el pasado. En ese caso, las ventajas irían menguando conforme entren a la arena bancaria nuevos competidores. Pero si el aumento del poder de mercado de los bancos obedece a la presencia de barreras contra la entrada de nuevos competidores, los perjudicados serán los consumidores y los inversores.
Se necesita entonces una política activa que fomente una mayor competencia bancaria. Pero la capacidad de las autoridades para lograr ese objetivo depende inexorablemente del marco regulatorio. De modo que es preciso corregir y fortalecer ese marco, sin olvidar que pretender maximizar por mandato la presión competitiva en el sistema bancario sería tan inútil, e incluso indeseable, como intentar eliminar por el mismo medio cualquier forma de inestabilidad.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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