Por Shahid Javed Burki, ex ministro de Economía de Pakistán, presidente del Instituto de Política Pública de Lahore (LA VANGUARDIA, 12/08/11):
Los atentados terroristas del 11-S en EE.UU. provocaron en todo el mundo unas ondas de choque de las que Pakistán todavía no se ha recuperado. En realidad, la participación pakistaní en lo que el ex presidente Bush llamó la “guerra global contra el terror” produjo consecuencias abrumadoramente negativas al lanzar el país al primer plano de la atención internacional en un momento en que no estaba en absoluto preparado para conciliar los intereses del mundo con los propios.
La implicación de Pakistán en la guerra contra el terror resultó ser mucho más costosa de lo esperado en términos económicos. Además, acentuó las tensiones dentro de la sociedad pakistaní y desestabilizó la capital comercial del país, Karachi, debido a la entrada de un gran número de refugiados pastunes que trastocaron el delicado equilibrio étnico de la ciudad.
Como dijo el entonces presidente Pervez Musharraf en sus memorias publicadas en el 2006 y en muchos discursos pronunciados después de abandonar el cargo, le resultó imposible desoír la petición de EE.UU. de convertir a Pakistán en aliado en la lucha contra la amenaza terrorista procedente de Afganistán. Musharraf permitió que el espacio aéreo nacional se utilizara para lanzar ataques contra Afganistán. Puso a disposición de las fuerzas estadounidenses y de la OTAN la red de carreteras para transportar suministros hasta el país vecino, carente de salida al mar. Musharraf y sus socios no previeron que, tras su derrota, un gran número de talibanes y sus partidarios de Al Qaeda se introducirían en Pakistán. Y, entre ellos, Osama bin Laden.
A medida que los huidos establecían refugios en el cinturón tribal del país, desde donde no tardaron en lanzar ataques contra las fuerzas estadounidenses y de la OTAN en Afganistán, creció la presión sobre Pakistán para que utilizara la fuerza para acabar con esos residuos de los combates. Pakistán aseguró que no tenía la capacidad para hacerlo y también dio a entender que no formaba parte de sus intereses estratégicos convertir en enemigos a esos grupos; necesitaría a algunos de ellos para proteger (y proyectar) sus intereses en Afganistán una vez que las fuerzas extranjeras abandonaran el país.
Esas exigencias y posturas opuestas originaron muchas disputas entre Pakistán y Occidente. EE.UU., en particular, deseaba una respuesta mucho más enérgica por parte pakistaní. El deterioro de la relaciones con EE.UU. cuando los comandos de ese país se infiltraron en Pakistán para matar a Bin Laden fue la culminación del desengaño mutuo.
Es cierto que Washington ha enviado ayuda: unos 15.000 millones de dólares a lo largo de la última década. Sin embargo, el grueso de esos recursos ha ido a parar a los militares pakistaníes. Y, aunque los encargados estadounidenses de formular políticas creen que esa cantidad supone una generosa compensación por la ayuda recibida, los funcionarios pakistaníes sostienen que las pérdidas económicas de la extensión del terrorismo por todo el país son mucho mayores. El Gobierno ha calculado que esas pérdidas ascienden al 5% del PIB, o 9.000 millones de dólares al año: seis veces el importe anual de la ayuda. Peor aún ha sido la repercusión sobre la composición étnica del país. Algunos sectores de la población pastún se organizaron para llevar a cabo operaciones contra el ejército y objetivos civiles fáciles. Un grupo, Tehrik e Taliban Pakistan (TTP), logró atacar diversas instalaciones militares, incluido un cuartel del ejército en Rawalpindi, y ocupar brevemente el valle de Swat, a sólo cien kilómetros de Islamabad, la capital. El TTP también estableció un gobierno islámico en Waziristán del Sur, uno de los dos distritos de la frontera con Afganistán. El ejército consiguió expulsarlo de ambas zonas, pero no sin sufrir un elevado número de bajas. Los talibanes reaccionaron a esas derrotas lanzando ataques terroristas en muchos centros urbanos, sobre todo en el Punyab; y han matado a más de 15.000 en los últimos seis años. Los habitantes del Punyab, la provincia más grande del país (con el 56% de la población y el 60% del PIB), consideran los ataques pastunes como una forma de violencia interétnica.
Semejante violencia es más que evidente en Karachi, hasta donde han huido decenas de miles de personas desplazadas por la guerra que se vive en las zonas tribales de Pakistán. Durante la mayor parte del verano, bandas bien armadas que representan a la comunidad mohajir (descendientes de refugiados procedentes de India llegados a partir de 1947, año de la creación de Pakistán) y a los pastunes han librado batallas por toda la ciudad. Se calcula que 400 personas han muerto en esos combates.
¿Debería haberse negado, pues, Pakistán, a participar en la guerra contra el terror? Al margen de su respuesta a la petición estadounidense de ayuda para erradicar la amenaza de Al Qaeda y los talibanes, la lucha habría acabado llegando al país. Con todo, la guerra podría haberse dirigido de manera que minimizara el coste para Pakistán. Podría haberse puesto un mayor énfasis en conseguir un acuerdo con quienes entre los talibanes estaban dispuestos a trabajar con los gobiernos de Afganistán y Pakistán. La medida del fracaso de la estrategia elegida la da el hecho de que conseguir semejante acuerdo negociado sigue siendo aún hoy una cuestión relevante.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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