Por Fred Kaplan, periodista y columnista de Slate Magazine. © 2011, The Slate Group LLC. Distribuido por The New York Times Syndicate. Traducción de Juan Ramón Azaola (EL PAÍS, 29/08/11):
Con el reinado de Muamar Gadafi en Libia casi finalizado, ahora la pregunta es: ¿Y ahora qué? Nadie de los que están allí lo sabe y los que estamos fuera -y que no hemos tenido acceso a las conversaciones entre líderes rebeldes y sus contactos occidentales—sabemos menos.
Por lo menos en esta ocasión todo el mundo comprende (o debiera comprender) que “cambio de régimen” solamente marca el comienzo de la historia, no su final. Y, en cualquier caso, esta vez (una importante diferencia entre la Libia post-Gadafi y, digamos, el Irak post-Sadam) los libios estarán al mando; ha sido su guerra, y pronto será su victoria, no la nuestra.
En este sentido, la política del presidente Barack Obama de apoyar a los rebeldes sólo hasta el punto de hacer las cosas que ningún otro puede hacer -una política censurada por sus críticos como excesiva o como insuficiente- ha resultado ser casi perfecta.
Sin el bombardeo de precisión al inicio del conflicto, los aviones no tripulados de vigilancia y ataque más tarde, y las redes de control y mando continuamente, es casi seguro que la rebelión hubiera sido aplastada. (Mi impresión es que la CIA y los servicios de operaciones especiales de otros países occidentales también han ayudado a adiestrar a los soldados rebeldes sobre el terreno.)
Al mismo tiempo, debido a que Estados Unidos ha mantenido un perfil bajo (en comparación con otras naciones de la OTAN, especialmente Reino Unido, Francia e Italia, que tienen un interés mayor en el destino de Libia), la regla del “puesto de cerámica” -si lo rompes, lo compras- no se aplicará.
Los senadores republicanos John McCain, por Arizona, y Lindsey Graham, por Carolina del Sur, han hecho pública una declaración realmente desagradable, felicitando a “nuestros aliados británicos, franceses y de otros países, así como a nuestros socios árabes, especialmente Catar y los EAU, por su liderazgo en este conflicto”, añadiendo, casi como por si acaso, “los norteamericanos pueden estar orgullosos del papel que ha desempeñado nuestro país contribuyendo a la derrota de Gadafi, pero lamentamos que ese éxito haya tardado tanto por no haber empleado Estados Unidos todo el peso de nuestra fuerza aérea.”
Primero, seis meses, aunque es más tiempo de lo que la mayoría preveía (y una eternidad en el mundo de 24 horas de noticias por cable), no es un tiempo terriblemente largo para una operación cuyo fin es deponer a un dictador que ha conseguido permanecer en el poder durante cerca de 42 años.
Segundo, si un par de prominentes demócratas hubiera hecho pública semejante declaración, digamos, después de que el presidente George W. Bush contribuyera a desalojar del poder a los talibanes en Afganistán, se les hubiera tachado de partidistas resentidos o de algo peor.
Si Obama hubiera emprendido una campaña de bombardeo masivo, y no digamos si hubiera dispuesto a la infantería norteamericana sobre el terreno (como algunos neoconservadores pedían con insistencia), y si, como resultado de ello, Gadafi se hubiera rendido o muerto entre los escombros de su palacio, el mundo -quizá los propios rebeldes- se habría indignado por la “agresión imperialista” y habría exigido que Estados Unidos restaurase el orden, y luego nos hubiera criticado severamente si nuestro esfuerzo se quedaba corto.
Sin embargo, ahora mismo, los libios no pueden restaurar el orden o reconstruir su país ellos solos. Gracias en buena parte a las cuatro décadas de gobierno de Gadafi, no tienen tradiciones o instituciones democráticas, su economía está patas arriba, sus fuerza armadas y su policía están en retirada, y, por mucho que los rebeldes hayan aprendido estos últimos meses a maniobrar contra un enemigo armado y a coordinar un asalto a una ciudad, es una incógnita saber si serían capaces de ejercer labores de policía en esa misma ciudad.
Hay lecciones que deben aprenderse de lo que se hizo, y no se hizo, en los primeros meses de la ocupación de Irak comandada por Estados Unidos. Esperemos que alguien haya entendido cómo aplicar esas lecciones a Libia.
Por ejemplo:
Imponer la ley y el orden inmediatamente. Si las autoridades bajo mando estadounidense hubieran disparado contra algunos saqueadores en los primeros días posteriores a la huída de Saddam Hussein de Bagdad (en vez de anunciar el caos como una desbordante expresión de libertad, como hizo Donald Rumsfeld) la ocupación de Irak podría haber seguido un curso muy diferente. Después de que Gadafi se venga abajo, los nuevos poderes, sean quienes sean, podrían declarar un toque de queda, quizá incluso una ley marcial, al menos durante un tiempo. Eso no debería ser necesariamente causa de alarma; es probablemente algo esencial, no solo para prevenir que resistentes pro-Gadafi continúen luchando, sino también para reprimir las tensiones entre facciones y tribus en el seno de los rebeldes.
Como condición previa para imponer el orden los mandos rebeldes necesitarán aprender el modo de compartir el poder, al menos a corto plazo. Puede que no sea fácil. Las “fuerzas rebeldes” consisten en al menos una docena de facciones, algunas de las cuales se odian mutuamente. (Hace solo unas semanas el comandante en jefe de los rebeldes fue asesinado, casi con toda seguridad por un oficial rival.) Uno espera que se hayan decidido ya por alguna fórmula. Si no es así, la situación podría ser desastrosa.
Liberar el dinero. Al comienzo del conflicto las naciones occidentales congelaron los activos de Libia (30.000 millones de dólares solo en Estados Unidos), en espera de la llegada de un nuevo régimen. La administración de Obama ha reconocido ahora al Consejo Nacional de Transición como gobierno legítimo (como lo han hecho la mayoría de los países occidentales involucrados) y sus responsables ya han dicho que la congelación será levantada.
Una gran lección no solo del Irak post-Sadam sino también de Afganistán, de la Primavera Árabe, y de casi toda agitación política de esa magnitud en la historia, es que las revoluciones alimentan altas expectativas y, si las expectativas no son satisfechas al menos de algún modo, vuelve la tiranía o surge el caos. Una manera de impedir esas fatalidades es proporcionar trabajo, y un medio de hacerlo es financiar proyectos. En Libia es necesario reconstruir mucho, o simplemente construir. Es preciso canalizar dinero para ese tipo de proyectos lo antes posible.
La frase clave, por supuesto, es “lo antes posible”. Uno solamente puede esperar que esté ya listo el mecanismo, de rápida puesta en práctica, que pueda procesar, administrar y controlar el cash flow. Ese mecanismo no tiene que ser perfecto, o “a prueba de” FMI. En algunos aspectos, es mejor si supone la participación de tradicionales, o de algún modo conocidas, redes de autoridad. Pero el simple vertido de dinero es una receta para la inflación, la corrupción intensiva (cierta corrupción es casi inevitable, pero más de la cuenta será ruinosa), y la ausencia de verdadero desarrollo.
Una vez que se haya establecido algún mecanismo, el dinero deberá ser canalizado hacia proyectos locales, preferiblemente muchos y pequeños, después de (rápida) consulta a (o de abierto control de) personas que sepan qué tipo de mejoras son necesarias y factibles. Aquí Irak nos da una lección negativa. Cuando, después de algún retraso, Estados Unidos asignó 18.500 millones de dólares para la reconstrucción económica de Irak, el dinero se gastó en grandes proyectos y se contrató con corporaciones cuyos dirigentes eran incompetentes acerca del medio ambiente local. Por ejemplo se gastó un montón de dinero en una nueva central eléctrica pero no había cables para llevar la electricidad a los hogares. También se adjudicó mucho dinero a la construcción de una nueva instalación para el tratamiento de aguas residuales, pero el contrato no contenía la provisión para el tendido de las tuberías de desagüe.
Ayudar a organizar las elecciones locales rápidamente. Es ingenuo esperar que la nueva Libia brote como una democracia. Pero cualquiera que sea el sistema político que resulte o se desarrolle, es improbable que arraigue pacíficamente a menos que una masa crítica de la población sienta que el nuevo sistema es suyo y que su éxito les incumbe. Quizá los mayores errores que cometieron los responsables estadounidenses de la ocupación en el Irak post-Sadam (además de tolerar a los saqueadores, disolver el ejército e impedir que los miembros del partido Baas ocuparan puestos de trabajo gubernamentales) fueron los de instalar un primer ministro y crear un complicado sistema de caucuses para seleccionar un parlamento nacional. Hubiera sido mejor reconocer la naturaleza tribal y regional de Irak como base para la creación de foros para elegir a los representantes locales. En pocas palabras, permitir que el gobierno se desarrollara más “orgánicamente” desde sus raíces.
Solo es de esperar (y, otra vez, si no es el caso, las cosas pronto irán mal) que diplomáticos, responsables de inteligencia y otros asesores que han celebrado reuniones con los rebeldes en las pasadas semanas o meses incluyeran en ellas a personas que supieran algo sobre la estructura social de Libia, y que esas personas fueran escuchadas por funcionarios de alto rango que es casi seguro (y comprensible) que no lo saben.
¿Un papel que le corresponderá a la CIA? Puede que sea una casualidad que el general David Petraeus vaya a ser investido director de la agencia el 6 de septiembre. En los meses iniciales de la ocupación de Irak, Petraeus, entonces al mando de la 101 División Aerotransportada, hizo en el norte de Irak (concretamente en Mosul, la capital de la provincia de Nínive) todo lo que de algún modo se necesita hacer en Libia. Impuso la ley y el orden mediante el despliegue de patrullas, organizó elecciones locales con la ayuda de líderes locales y dotó a miles de proyectos de reconstrucción con dinero que Saddam Hussein había atesorado en sus palacios. (Ese dinero, conocido como Programa de Respuesta de Emergencia del Mando, se obtuvo para proyectos similares por varios otros jefes militares norteamericanos en Irak, no solo por Petraeus.)
Es dudoso que a la CIA de Petraeus se le implique realmente en organizar ese tipo de programas en Libia (la agencia no tiene un claro mandato ni una predisposición cultural para llevar a cabo “operaciones de estabilidad”; y el Departamento de Estado, que se prepara para establecer una embajada en Trípoli en cuanto se despeje el humo, es probable que insista en tomar la iniciativa en ese terreno, en la medida en que los Estados Unidos tienen un papel que desempeñar.)
Sin embargo, la agencia puede (y lo hará, si se le ordena, incluso si Petraeus no estuviera a punto de convertirse en su director) llevar a cabo operaciones de inteligencia que ayuden a identificar los mejores destinos a los que dirigir los fondos de estabilización. En cualquier caso, ya que será una autoridad con nivel ministerial, sería tonto no aprovechar su experiencia en la materia. (Algunos funcionarios de la Casa Blanca no se fían mucho de Petraeus y le consideran un tanto ambicioso, una razón por la que no fue nombrado Jefe del Estado Mayor Conjunto. Pero la superarán.)
Mantener la internacionalidad. Ante todo (y estoy seguro de que la Casa Blanca lo entiende como una premisa básica), sea cual sea el tipo de gobierno que se cree en Libia, y sean cuales sean los tipos de programas de reconstrucción que se ofrezcan desde fuera de sus fronteras, Estados Unidos no estará a la cabeza. Ni debería estarlo. El presidente Obama se alistó en esta misión de una manera decisiva pero limitada, y en el marco de la política norteamericana se podría apostar que el alcance de ese compromiso seguirá siendo “decisivo pero limitado”.
En su declaración del lunes pasado, Obama alabó la operación como, entre otras cosas, una demostración de “lo que la comunidad internacional puede lograr cuando nos mantenemos unidos como si fuéramos uno solo”. Desde el final de la Guerra Fría, los norteamericanos han estado esperando a que los aliados tomen la iniciativa, y los aliados se han estado quejando (a veces falsamente) de la tendencia de Estados Unidos a dominar. Todas las señales sugieren que Obama está decidido a que Libia siga siendo un teatro -en la guerra y en la paz, en el conflicto y en su solución- en el que los actores de ambos lados del Atlántico (e incluyamos también aquí a los aliados árabes) vean cumplidos sus deseos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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