Por Salvador Aguilar, profesor de Estructura y Cambio Social en la Universidad de Barcelona (EL PAÍS, 12/09/11):
La crisis económica global ha desatado un caos. Fenómenos emergentes de conflictividad social muy variada proliferan por todos lados: huelgas generales, nuevos movimientos sociales y políticos, flash mobs y flash robs en Estados Unidos, el 15-M en España y otros indignados en Grecia e Israel, las revueltas árabes y, el pasado agosto, los “disturbios” británicos iniciados en Tottenham que hicieron estallar una crisis social de grandes dimensiones y diagnóstico incierto, algo perceptible en el desconcierto, político, mediático, de opinión pública, con que se abordó su tratamiento. Sin embargo, la ciencia social contemporánea hace tiempo que nos dio las claves adecuadas para captar su naturaleza y nos advirtió sobre los orígenes de “patologías sociales” como las que resurgieron hace pocas semanas en Reino Unido.
Los periódicos mejor orientados titularon esa crisis como “Explosión social” o “La banlieue británica”. Exacto: lo que ocurrió en las principales ciudades británicas fue más allá de un saqueo colectivo y, en cambio, se emparentaba con una larga lista de eventos que seguramente encabezan los sucesos franceses de noviembre de 2005 con el levantamiento de los barrios periféricos (las banlieues), que produjo la quema nocturna de 20.000 vehículos y amplios daños. Tanto en ese caso como en el de Reino Unido se trata de una revuelta social, pero de un tipo particular que denominaré “anómica”.
Anomia es un término técnico muy querido de algunos grandes científicos sociales para indicar una situación donde la estructura normativa que opera habitualmente, y mantiene relativamente cohesionados a los miembros de una comunidad, queda en suspenso. Anomia indica carencia de normas: los valores considerados poco antes como vigentes y que predisponían a una obligación moral (conformidad) han dejado de funcionar, mientras los valores nuevos que deberían reemplazarlos no están todavía disponibles.
Hay tres razones para considerar estas protestas como anómicas. Emergen en sociedades donde hay una condición de fondo dominante: la alienación individual y la ausencia de cualquier estructura fuerte de cohesión colectiva, algo revelado por la conducta asocial e incluso antisocial de esa minoría en la que se reconoce indirectamente la propia mayoría (al percibir esa fractura en la cohesión colectiva: es esto lo que crea una conciencia ciudadana inmediata de crisis social y fracaso de convivencia para lo que, en otras condiciones, sería meramente pillaje). En segundo lugar, la estructura normativa operativa para la mayoría es percibida como algo ajeno por una minoría (a veces muy amplia) que se considera a sí misma al margen de la sociedad. Finalmente, los protestatarios carecen de reivindicaciones y, por tanto, de propuestas normativas alternativas; los movilizados se manifiestan así como protagonistas de una protesta expresiva que implica rechazo de la forma de vida dominante, pero rechazo inerte: no pretende sustituir nada sino únicamente exhibir afán de destrucción y puesta en cuestión completa del orden. De ahí que no haya ni reivindicaciones, ni liderazgo claro, ni afán de negociar demandas: parece una protesta, en la terminología de Hobsbawm, “prepolítica” y de orientación reaccionaria (el afán de transformar ese mundo que se rechaza está ausente) al estilo de las “turbas” urbanas preindustriales y de los inicios de la industrialización.
Pero, inspeccionadas de cerca, estas revueltas anómicas contemporáneas no parecen prepolíticas. Son el recurso de los grupos populares marginales, carentes de voz política institucional, para marcar terreno en la defensa de sus intereses. Parece una forma poco racional de definir y defender intereses (sin parecido alguno, por ejemplo, con los grupos populares que disponen de sindicatos y partidos), pero se trata de una impresión engañosa: es un formato de protesta colectiva económico (por su espontaneidad, carencia de organización y actores, desactivación rápida, baja visibilidad individual de los protestatarios) en contextos donde la posibilidad de negociar intereses es impensable: si lo que está en cuestión es todo, el margen de negociación es ninguno; y la propia conciencia de grupo tiene un alcance limitado y efímero.
Y esto nos conduce a una segunda observación: en el capitalismo contemporáneo, estas formas de protesta son recurrentes y de frecuencia creciente. Numerosos científicos sociales lo han puesto de relieve, entre ellos el economista político Fred Hirsch en 1976: “El principio del autointerés es incompleto en tanto que instrumento de organización social. Funciona de manera efectiva únicamente en combinación con algún principio social de refuerzo… [En el capitalismo moderno] se ha intentado erigir una organización social crecientemente explícita sin el soporte de una moralidad social, lo que ha dado como resultado una tensión estructural tanto en el mecanismo del mercado como en el mecanismo político diseñado para regularlo y complementarlo”. Los saqueadores de Londres no mostraron menos moralidad pública, sino tal vez más, que la exhibida en los cuatro años de crisis por las élites financieras y económicas globales. ¿Por qué razón deberíamos dar más crédito los ciudadanos a unos que a otros? Esto expresa el problema central del capitalismo neoliberal: cómo concitar cohesión social y obligación moral entre los habitantes de un sistema basado estrictamente en el autointerés, la ventaja comparativa, la depredación y la desprotección pública de la mayoría de la población.
Por otro lado, la relación entre la protesta anómica y las leyes de funcionamiento del neoliberalismo fue bien establecida por el sociólogo (liberal-conservador) Ralf Dahrendorf en 2008, uno de los estudiosos de esa cuasi clase social formada por el precariado y las nuevas formas de desempleo y pobreza, a los que denomina infraclase o subclase: “¿Por qué la subclase no arremete y destroza los muebles de la casa que la clase mayoritaria construyó para sí misma? De vez en cuando lo hace”, en el estadio Heysel en 1985 o en Brixton en 1981 (antecedente directo del Tottenham de agosto), a los que podríamos añadir localidades españolas bien próximas.
Pero en lo fundamental, los “conflictos no se presentan como líneas de batalla en una guerra revolucionaria, o incluso como una lucha de clases democrática, sino como anomia”. Se presentan por tanto como carencia de un contrato social mínimo que predispone al absentismo de cualquier responsabilidad colectiva. Los medios de comunicación más sesgados intentaron hacer creer en agosto que el “nihilismo” y “gamberrismo” de los saqueadores británicos respondía a demasiado Estado del bienestar (malcrianza, inacción de las familias dependientes de subsidios estatales, supuesta pérdida de “valores” de las sociedades postindustriales). Pura e inaudita ideología. La anomia y la protesta pasiva contra todo tienen sus raíces en la estructura social característica del capitalismo neoliberal. ¿Qué se pensaban? Hay pocos precedentes históricos de un sistema de dominación tan cruel y antidemocrático como el instaurado bajo la globalización neoliberal, y los “costes” mínimos que han de afrontar los beneficiarios de tal sistema social hiperdesigual e irresponsable (está arrasando el planeta) son la hostilidad de la izquierda mundial, pero también este otro tipo de protesta política que se manifiesta a primera vista como antipolítica y puramente orientada al pillaje ocasional.
No se puede esperar que estas explosiones anómicas se desvanezcan fácilmente, porque son inherentes al sistema social imperante. Algunos recurrirán al marketing político, harán ver que no pasa nada y hablarán del neoliberalismo como “la sociedad abierta”, algo contradicho aparatosamente por los hechos y el examen de cualquier persona con mentalidad independiente, y hablarán de los saqueadores como meros “criminales”; otros intentarán paliar los efectos de las revueltas atacando las condiciones del entorno próximo (mediante ayudas públicas, mejora de la educación y creación de puestos de trabajo superfluos para la subclase), lo cual es encomiable y obligado, pero difícilmente practicable en épocas de crisis; la gente que busca un mundo mejor y acabar con esta expresión bárbara de la anomia deberá asociarse y presionar para escapar del neoliberalismo y atacar las causas por medio de un sistema social diferente y racional, basado en la igualdad, la democracia y el bienestar de la mayoría de la población.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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