Por Graciana del Castillo, autora de Rebuilding War-Torn States y exinvestigadora sénior en la Universidad de Columbia (Project Syndicate, 13/09/11):
Los atentados suicidas, los asesinatos de altos líderes afganos, los brutales ataques en Charikar y otros lugares cercanos a Kabul, la capital de Afganistán, y un rápido incremento de las muertes civiles por ataques aéreos están poniendo en riesgo el retiro de las fuerzas estadounidenses y de la OTAN del país. Tan omnipresente se ha vuelto la violencia que Ahmed Rashid, el renombrado experto sobre los talibán, concluyó que acelerar el proceso de paz a través del diálogo con los insurgentes es la única opción.
Cómo sería la economía de un Afganistán en paz debe ser una parte crítica de cualquier negociación. Ahora bien, ¿qué conlleva, precisamente, la economía de la paz, y por qué es tan importante?
Un objetivo principal debería ser el de transformar la vasta economía subterránea de Afganistán, que ha prosperado, a pesar del gran número de fuerzas de la OTAN, creando oportunidades redituables para los talibán y otros grupos implicados en los combates. Reintegrar a estos combatientes a la economía productiva requerirá un cambio de políticas, que incluya una rápida reactivación de los planes de desarrollo rural y la promoción de emprendimientos locales, obras públicas y otras actividades legales.
En particular, Estados Unidos, junto con otros donantes y contribuyentes de tropas de la OTAN, deberían prestar atención a “Diez Mandamientos” durante y después de las negociaciones.
Primero, aplicar el dictamen de T.E. Lawrence (Lawrence de Arabia) de que es mejor “dejarlos” hacer que intentar “hacerlo mejor” que ellos. En consecuencia, dejemos que los negociadores nacionales, los líderes locales y las comunidades determinen cuáles son sus necesidades y prioridades económicas, y permitamos que los insurgentes decidan cuál es su canal preferido para la reintegración. A menos que se les otorgue poder a los participantes y ellos asuman responsabilidades, los programas no serán sustentables, se desperdiciarán recursos y la paz no perdurará.
Segundo, asegurar la integración –y no simplemente la coordinación- de los factores económicos en la agenda política y de seguridad. Esto conllevaría el uso de la reintegración y otros programas económicos como una zanahoria para respaldar las negociaciones, y también favorecería la paz y la estabilidad en el largo plazo.
Tercero, respaldar un acuerdo de paz diseñado de acuerdo con la capacidad financiera y técnica del país para implementarlo. Esto exige proyecciones razonables para el ingreso tributario interno y para la ayuda, así como la combinación correcta de experiencia extranjera para respaldar el proceso. Evitar proyecciones excesivamente optimistas que conduzcan a planes impracticables y a expectativas no razonables, que el gobierno no podrá cumplir, como sucedió en Guatemala, por ejemplo, cuando terminó su guerra civil.
Cuarto, canalizar la ayuda a través del presupuesto del gobierno central, o a través de las autoridades locales, de manera que los funcionarios puedan adquirir legitimidad al ofrecer servicios e infraestructura, y proporcionar subsidios y programas de apoyo a los precios para remplazar el opio por cultivos lícitos como el algodón, que ya se produjo en el pasado.
Quinto, asegurar que este tipo de ayuda pase rápidamente de los fines humanitarios de corto plazo –salvar vidas y alimentar a quienes abandonan la guerra- a actividades de reconstrucción destinadas a crear inversión, crecimiento de la productividad y empleo sustentable que les permitan a la gente llevar una vida digna. Lo que es preciso evitar es no poder pasar de la primera etapa a la segunda –como ocurrió en Haití luego de su terremoto devastador.
Sexto, establecer programas bien planificados y sincronizados para la desmovilización, el desarme y la reintegración, que son una condición sine qua non para que la transición de la guerra a la paz sea irreversible. Al hacerlo, recordar que el dilema de “vaguedad versus especificidad” también se aplica a las cuestiones económicas. Demasiada especificidad en algunas variables y demasiada vaguedad con respecto a otras requirió una renegociación del acuerdo de armas por tierra en El Salvador para que su implementación resultara posible.
Séptimo, establecer diferentes programas para los comandantes de más alto rango, ofreciendo más orientación, capacitación, crédito y asistencia técnica. Las Naciones Unidas reconocieron mejores resultados a partir del “Plan 600” en El Salvador que de programas para combatientes de más bajo rango, que carecieron de este tipo de apoyo.
Octavo, aumentar el apoyo a las ONGs con antecedentes exitosos a la hora de crear emprendimientos en el entorno rural, la confección de alfombras, el diseño de joyas y cualquier otra actividad que los afganos quieran desarrollar. Políticas activas para promover nuevos emprendimientos y la expansión de compañías locales a través del crédito, la capacitación y el respaldo técnico son un imperativo.
Noveno, establecer zonas de reconstrucción económica para implementar una actividad económica sustentable, crear empleos y generar ganancias por exportación, mejorar la efectividad y la rendición de cuentas de la ayuda recibida y evitar la dependencia de la ayuda. Las zonas podrían combinar un desarrollo rural integrado para el consumo interno y una industria que requiera mucha mano de obra así como negocios agropecuarios para exportar. Estados Unidos y otros países deberían abrir sus mercados a los productos provenientes de estas zonas.
Finalmente, asegurar que el objetivo político o de paz prevalezca en todo momento, incluso si retarda la estabilidad económica y el desarrollo. Esto suele implicar aceptar que las políticas económicas óptimas y más adecuadas no son alcanzables –o ni siquiera deseables-. La independencia del banco central y el régimen de “no sobregiro” para el financiamiento del presupuesto casi con certeza resultarán demasiado restrictivos para llevar a cabo actividades que son críticas para sustentar la paz en Afganistán.
Para poner fin a la guerra en Afganistán, el gobierno y los donantes deberían intentar evitar el patrón de promesas no cumplidas que aquejó la reconstrucción del país en el pasado. Recién entonces Afganistán podrá liberarse de su círculo vicioso de violencia, inseguridad, corrupción, desempleo, narcotráfico y dependencia de la ayuda, que ya lleva décadas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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