Por Félix Arteaga, investigador principal de Seguridad y Defensa, Real Instituto Elcano (REAL INSTITUTO ELCANO, 06/09/11):
Tema: Una década después del 11-S persiste la amenaza terrorista y para contrarrestarla, los gobiernos occidentales, en función de sus recursos y experiencia tienen que elegir entre luchar contra las causas últimas que fomentan el terrorismo, la proliferación o los estados fallidos (globalización) o en reducir las consecuencias de esos riesgos globales sobre sus sociedades (glocalización).
Resumen: Los atentados del 11-S generaron respuestas dirigidas inicialmente contra los terroristas, sus santuarios y contra las causas que facilitaron su actuación: dictaduras, mal gobierno, pobreza, marginación, falta de democracia, proliferación o estados frágiles, entre muchos otros. También se pusieron en marcha medidas destinadas a reforzar los servicios de inteligencia, especializar la actuación policial, judicial y fiscal y potenciar las medidas de protección civil. Una década después, y en medio de una crisis financiera sin precedentes, los gobiernos deben sopesar qué instrumentos emplean en su lucha futura contra el terrorismo: los multilaterales de las instituciones globales y regionales, los nacionales dedicados a proteger a sus poblaciones y territorios o la proporción en que combinan ambos instrumentos.
Este ARI describe el dispar resultado de la lucha contra el terrorismo, más negativa en sus aspectos militares y diplomáticos que en los de inteligencia, policiales y protección civil, y cómo la lucha contra el terrorismo se ha ido integrando en estrategias de respuesta más amplias dentro de las nuevas estrategias de seguridad nacional, en lugar de seguir siendo el centro de la seguridad internacional que ha sido durante esta última década.
Análisis: Los atentados del 11-S no descubrieron el fenómeno terrorista pero sirvieron para que las sociedades avanzadas se dieran cuenta de que existían nuevos problemas de seguridad de los que no les podían proteger las fronteras. Sus gobiernos también constataron la descoordinación e incapacidad de sus instrumentos tradicionales para prevenir y responder a estos ataques letales y espectaculares, donde unos actores no estatales con pocos recursos se aprovechaban de la globalización para alterar la vida cotidiana de los ciudadanos.
Obligados a reaccionar cuanto antes, los Gobiernos echaron mano a los instrumentos militares y diplomáticos tradicionales que tenían más a mano aunque no estaban diseñados para hacer frente a los nuevos riesgos. Otros comenzaron a reestructurar sus servicios policiales, de inteligencia y de protección civil y todos, intensificaron la cooperación internacional en todos los ámbitos. El resultado de esas medidas contraterroristas es muy dispar. Las medidas dirigidas a luchar contra las causas profundas del terrorismo internacional: estados frágiles, proliferación, la pobreza, el mal gobierno, la falta de democracia o desarrollo y la radicalización de las ideologías extremistas, entre otras, han dado resultados limitados a pesar de los cuantiosos recursos invertidos en ellas. Son causas de difícil solución y precisan respuestas globales o regionales que tardan en articularse. Por el contrario, se ha progresado bastante en la cooperación internacional en materia policial, judicial, financiera o de inteligencia, así como en la seguridad de los transportes, el control de las fronteras y la protección civil.
A lo largo de esta década, las estrategias específicas de la lucha contra el terrorismo se han ido integrando en las nuevas estrategias de seguridad nacional. En ellas, los gobiernos distribuyen sus prioridades y recursos para atender el terrorismo entre otros riesgos graves que acechan a las sociedades avanzadas acelerados por la globalización. Cada país, en distinta proporción, combina instrumentos multilaterales para hacer frente a riesgos globales colaborando con organizaciones internacionales o regionales y –por si esas medidas fracasan o llegan tarde- refuerzan sus capacidades nacionales para prevenir sus efectos sobre sus poblaciones y territorios.
La guerra (militar) contra el terrorismo
La declaración de guerra al terrorismo fue la respuesta que la administración estadounidense tenía más a mano ante un fenómeno como el terrorista yihadista del que apenas tenía experiencia y conocimiento. La declaración de guerra entraba dentro de la lógica político-militar estadounidense de entonces: arreglar las cuentas pendientes mediante una mezcla de ataques preventivos, cambio de régimen o de líderes e intervencionismo liberal. Una doctrina que contaba con respaldo político y social unánime tanto en Estados Unidos como fuera (recuérdese que la OTAN declaró los atentados dentro del artículo 5 que activaba la defensa colectiva y que el Consejo de Seguridad bendijo la intervención en Afganistán y la estabilización de Irak).
La guerra funcionó mientras los oponentes de Estados Unidos en Irak y Afganistán respondieron de forma convencional, pero dejó de hacerlo cuando, una vez acabado el paseo militar de las fuerzas expedicionarias, los terroristas recurrieron a la guerra irregular. Esta guerra combina todos los tipos de actuación que pueden dañar a los ejércitos regulares y, además, se practica sin sujeción a ningún código moral o legal, lo que coloca a los terroristas en una posición de ventaja. Para hacer frente a la reacción a la guerra irregular, asimétrica o sin restricciones que estaba colocando a las fuerzas armadas estadounidenses contra las cuerdas, el entonces general David H. Petraeus y ahora jefe de la CIA, elaboró la doctrina de contrainsurgencia.
Consistía en proteger a la población y atraerla a la causa de la intervención –ganar sus corazones y mentes- para que se distanciaran de las fuerzas insurgentes. Funcionó en Irak poniendo más tropas y combatiendo más duro, abandonando los campamentos y patrullando junto a las tropas locales en los lugares de mayor riesgo. El Presidente Obama decidió aplicarla en Afganistán pero no estaba dispuesto a pagar el precio de Irak ni a implicarse en una guerra que, desplazada del terrorismo a la insurgencia, iba a precisar más tiempo, recursos y capacidad de adaptación (la “long war” de la contrainsurgencia global que anunció el Secretario de Defensa Robert Gates). Para entonces, el yihadismo internacional contra el que se había iniciado la guerra ya había mutado y había perdido protagonismo a favor de la insurgencia en Irak y en Afganistán –mucho antes de que muriera Osama Bin Laden- su participación se había reducido a unas docenas de militantes. Sea porque no se podía continuar una lucha contra el terrorismo sin terroristas enfrente o porque se había fijado una fecha de salida, las fuerzas internacionales comenzaron a retirarse en el verano de 2011.
Salvo los aliados más fieles que participaron en la Operación Libertad Duradera, la mayor parte de sus coligados en Afganistán e Irak no lucharon una guerra contra el terrorismo, una guerra de necesidad de la que creyeran dependía su futuro, sino una guerra de opción, librada por solidaridad con Estados Unidos y justificada frente a sus opiniones públicas en una tradición de misiones de paz e intervencionismo humanitario. A pesar del esfuerzo realizado (sólo en Afganistán, Estados Unidos y el Reino Unido han gastado 1.283 trillones de dólares y 20 billones de libras, respectivamente) y de los esfuerzos realizados frente a la insurgencia, el desgobierno, la corrupción, el subdesarrollo y la reconstrucción, las fuerzas internacionales se retirarán de Asia Central sin erradicar el terrorismo como se proponían. Además, han perdido buena parte de su crédito moral para liderar al mundo permitiendo detenciones, interrogatorios o extradiciones (Abu-Ghraib, Guantánamo o los vuelos de la CIA) y aprovechando el terrorismo para recortar derechos y libertades individuales más allá de lo justificable. Eso no quiere decir que en el futuro no se vayan a emplear fuerzas militares en la lucha contra el terrorismo, sino que se ha aprendido que en la guerra informal sólo se puede actuar mediante una combinación de inteligencia, fuerzas de operaciones especiales y aviones no tripulados (en 2010, Estados Unidos cuenta con más de 60.000 miembros de operaciones especiales y ha eliminado a 748 terroristas en 118 ataques). Se desplacen donde se desplacen los voluntarios yihadistas, ya no se volverá a ocupar sus santuarios de Pakistán, Yemen o Somalia, sino que se llevarán a cabo acciones encubiertas para eliminar terroristas de forma individual en lugar de desplegar grandes cantidades de soldados sobre el terreno. Recomendar el envío masivo de fuerzas, como se hizo tras el 11-S, merecería ahora una visita al psiquiatra según diagnosticó el Secretario de Defensa Gates en febrero de 2011.
Más positivas han sido las experiencias empleando las fuerzas armadas en misiones no militares o distintas de la guerra. Por ejemplo, las fuerzas navales que la OTAN destino en 2001 a controlar el tráfico marítimo por el Mediterráneo dentro de la operación Active Endeavour, todavía continúan desarrollando esa labor mientras que buques de más de 90 países han participado en la operación la Proliferation Security Initiative para prevenir la proliferación y tráfico de armas de destrucción masiva. La presencia de flotas y medios aéreos de muchos países en tareas de seguridad tiende a perpetuarse en zonas de tránsito críticas como ha ocurrido en el Golfo de Adén y en el Oceáno Índico debido a la piratería. Las lecciones aprendidas se están volcando en el diseño de estrategias de seguridad marítima en las que las fuerzas navales realizarán en el futuro más misiones de vigilancia que de combate, al mismo tiempo que las fuerzas que guardan las costas o vigilan las fronteras se proyectan mar adentro para realizar sus funciones.
La prevención del terrorismo mediante el poder blando
Si la erradicación directa y violenta mediante el poder duro no ha sido posible, tampoco ha dado buenos resultados la actuación con medios blandos sobre las causas profundas, estructurales y remotas que lo generan. Considerando que el terrorismo surge naturalmente en ausencia de democracia, desarrollo y tolerancia, se pusieron en marcha medidas destinadas a restar apoyo social al terrorismo, evitar la radicalización de las comunidades religiosas o étnicas y fomentar el diálogo entre culturas diferenciadas. Dispuestos a reconocer las culpas propias y establecer nuevos patrones de relación con los países musulmanes y con las comunidades musulmanas establecidas en los países occidentales, se prodigaron las aperturas y los puentes al diálogo desde la iniciativa del Greater Middle East del presidente Bush, a la alianza de civilizaciones de los Presidente Zapatero y Erdogan, la Conferencia Islámica-Alemana o el discurso del Presidente Obama en el Cairo, entre tantas otras. A pesar del esfuerzo para buscar un “nuevo comienzo” entre Occidente y los países musulmanes, las encuestas conocidas (Pew Research Centre, Universidad de Maryland/Zogby o Gallup ) muestran que persisten los desencuentros y prejuicios iniciales (también muestran que no han aumentado). En la prevención de la radicalización colaboran autoridades gubernamentales y locales, públicas y privadas, pero sus resultados sólo serán apreciables a largo plazo. Mientras, a corto plazo, proliferan los grupos susceptibles de derivar hacia el extremismo violento de la mano de la frustración, la pobreza, el desempleo, el desarraigo, la marginación, el odio o la ignorancia. Colectivos sobre los que pueden y saben actuar los ideólogos terroristas o la criminalidad organizada para deteriorar la convivencia social mediante actos de terrorismo, bandas, drogas o anarquía. El poder blando, como reconoce Joseph S. Nye, nunca atraerá a Osama Bin Laden ni a sus seguidores. Puede ser crucial para alejar a los musulmanes del reclutamiento pero no se sabe cuándo, dónde y bajo qué circunstancias producirá resultados, lo que dificulta su utilización para luchar contra el terrorismo a plazo fijo.
No han tenido mejor suerte los programas de reconstrucción y gobernanza en Irak y Afganistán. Estados Unidos, sus coligados y las comunidades de donantes han demostrado falta de competencia, recursos y paciencia para obtener resultados sostenibles. Su prisa por emplear el instrumento militar les hizo olvidarse de planificar qué deberían hacer al día siguiente de la caída de los regímenes de los talibanes o de Sadan Hussein, por lo que quienes les recibieron con alivio en las calles vieron pronto que su capacidad real para cambiar las cosas era muy inferior a su capacidad para cambiar tiranos. Los fracasos en la reconstrucción y la gobernanza de Irak y Afganistán, a pesar de las inversiones realizadas, deberían rebajar las expectativas sobre la capacidad de la comunidad internacional para reconstruir naciones. En la misma dirección apuntan las carencias de comprensión cultural de interlocutores de los que conocemos muy poco. Pero la autosuficiencia occidental o su voluntarismo humanitario impide actuar con humildad y prudencia fuera de casa a quienes dentro de ella tienen graves dificultades de gobernanza y bienestar.
La negociación diplomacia ha sido otro de los instrumentos empleados para prevenir la proliferación nuclear y dificultar el acceso de los terroristas a armas de destrucción masiva. Recientemente, la administración estadounidense pudo reunir a los jefes de Estado y de Gobierno en el Consejo de Seguridad en 2009 y en la Cumbre por la Seguridad Nuclear de 2010 para prevenir el terrorismo nuclear, al mismo tiempo que se ha salvado el régimen de no proliferación tras concluir con éxito la Conferencia de Examen del Tratado de No proliferación de 2010. Son avances multilaterales que restringen la facilidad de acceso a las armas de destrucción masiva pero que no pueden impedir que accedan a ella países como Corea del Norte, India, Pakistán, Israel e Irán por motivos estratégico o, con el tiempo, actores no estatales por razones terroristas o criminales.
Finalmente, y a pesar de dominar la sociedad de la información, los países occidentales están perdiendo la batalla de las percepciones, porque el terrorismo yihadista ha sabido adaptarse al uso de Internet y de los nuevos medios de comunicación social. Estos se pueden emplearse positivamente para apoyar el activismo por la libertad que se ha evidenciado a lo largo de la primavera “árabe” o, negativamente, para adoctrinar y exacerbar las bases terroristas y para erosionar la cohesión social como se evidenciado en los disturbios del Reino Unido o en la convocatoria de movilizaciones súbitas (flash-mob) en los Estados Unidos. Las medidas contraterroristas para controlar el ciberespacio tienen un efecto limitado en el tiempo y los terroristas pronto encuentran nuevas formas de llegar a sus distintos tipos de audiencias. También han encontrado el punto débil de las opiniones públicas occidentales, a las que saben distanciar de sus gobiernos atacando a sus contingentes con artefactos explosivos improvisados o amenazando con llevar a cabo acciones de represalia masiva en el interior de sus territorios.
Un nuevo modo de luchar contra el terrorismo es posible
Visto en perspectiva, el terrorismo es ahora uno más entre muchos riesgos graves que aquejan a la seguridad de las sociedades avanzadas. Comparte con ellos la organización en red, la dirección centralizada y la descentralización operativa. Todos se aprovechan de las oportunidades que ofrece la globalización para mover sus miembros, capitales y bienes, su adaptación a las nuevas tecnologías y su capacidad para recuperarse de las medidas contraterroristas. Los terroristas son capaces de coordinar sus actuaciones con otros grupos criminales, organizados o de pequeña delincuencia, contrabandistas, mercado negro, contrabandistas o traficantes ilícitos. La diversificación de perfiles y operaciones dificulta su detección y, además, actúan dentro de la población a la que usan como escudos y compran apoyos sociales con dinero o con miedo y, como resultado, de esta forma híbrida de actuación, desbordan la capacidad de muchos actores estatales para hacerles frente (desde 2006, han muerto en México de forma violenta 3 veces más personas -45.000- que en la guerra de Afganistán durante el mismo período). Por el contrario, las fuerzas que luchan contra ellos están lastradas por culturas y legislaciones compartimentadas, restricciones morales, lagunas jurídicas y limitaciones materiales que hacen difícil combatir el terrorismo con sus propias armas.
La respuesta a problemas de seguridad complejos e interactivos no puede ser simple ni compartimentada. Los gobiernos han ido integrando la lucha contra el terrorismo dentro de estrategias más amplias de seguridad nacional en la que distribuyen los recursos según las prioridades de riesgo. Las estrategias de seguridad nacional continúan incluyendo el terrorismo entre sus inventarios de riesgo pero no reflejan la misma prioridad que en el pasado. Al-Qaeda ha perdido en esta década bastantes dirigentes, muchos miembros y gran parte de su capacidad de atracción por el camino. Muchos de los terroristas de la red tienen una visión más local que internacional y su capacidad de movilizar al islam ha quedado en entredicho como se ha evidenciado durante la primavera árabe. El terrorismo no se percibe ya por las opiniones públicas occidentales de forma unánime como la principal fuente de riesgo (las aproximadamente 10.000 víctimas terroristas de 2010 –mayoritariamente musulmanas- se produjeron lejos de sus domicilios) y las encuestas le colocan en muchos países por debajo de la inmigración o la gran delincuencia (la propia Unión Europa equiparó en 2008 el terrorismo con la criminalidad organizada, rebajando la prioridad que le asignaba su Estrategia Europea de Seguridad de 2003).
Una vez ordenadas las prioridades y recursos en cada estrategia de seguridad nacional, se han desarrollado estratégicas específicas para luchar contra el terrorismo como una especie del género más amplio de riesgos globales. Estrategias contraterroristas como la británica (Contest) actualizada en 2011, se basan en una combinación de inteligencia y justicia, prevención de la radicalización (prevención), disminución de la vulnerabilidad (protección) e incremento de la capacidad de recuperación (resiliencia). Incluso estas estrategias se han subdividido para hacer frente a fenómenos específicos como la radicalización del extremismo violento. Por ejemplo, los Estados Unidos han aprobado en agosto de 2011 la estrategia: “Empowering Local Partners to Prevent Violent Extremism” para ayudar a las comunidades locales a prevenir que el extremismo violento arraigue en los Estados Unidos. La globalización facilita la interacción entre comunidades o individuos separados y el adoctrinamiento de individuos en realidades virtuales que se diseñan para fomentar la radicalización. Los nuevos medios de comunicación social pueden emplearse positivamente para apoyar el activismo por la libertad que se ha evidenciado a lo largo de la primavera “árabe” o, negativamente, para erosionar la cohesión social como se evidenciado en los disturbios del Reino Unido o en la convocatoria de movilizaciones súbitas (flash-mob) en los Estados Unidos.
La seguridad contra el terrorismo no es un bien común gratuito, porque cuesta dinero y los presupuestos muestran la coherencia entre el riesgo que se admite y la respuesta que se da. Tras la centralización de los servicios nacionales de inteligencia en Estados Unidos, la Oficina del Director Nacional de Inteligencia coordina ahora la inteligencia civil y militar de 17 agencias distintas donde trabajan 1.271 organizaciones gubernamentales y 1.931 privadas [1] y su presupuesto de inteligencia combinado ha pasado de 26 billones de dólares en 2001 a los 80 de 2010. Una reestructuración similar se ha producido entre las agencias de protección interior, donde el Departamento de Homeland Security dispone de 230.000 miembros y un presupuesto anual de 56 billones de dólares (en el Reino Unido, el MI5 ha doblado su personal y su presupuesto ha pasado de 992 millones a 2 billones de libras).
Conclusiones: El terrorismo islamista es un riesgo mucho más conocido ahora que hace una década. La combinación de medidas preventivas y de recuperación puede mantener el riesgo dentro de unos límites razonables, pero no se puede erradicar y es un fenómeno que permanecerá en los inventarios de riesgo en el futuro. El terrorismo es un fenómeno híbrido que muta y se combina con otros riesgos, por lo que la lucha contra el terrorismo no debe aislarse de la lucha contra otros riesgos globales y hay que lograr economías de escala desarrollando capacidades de inteligencia, policiales, fiscales y militares y de protección civil, entre otras, que abarquen todo el espectro de riesgos, sin convertir la lucha contra el terrorismo en el objeto único de la seguridad.
Además de las estrategias técnicas, la lucha depende de la percepción política y social y de los recursos disponibles. Una década después, la disposición a sufrir recortes de libertades y realizar esfuerzos presupuestarios disminuye entre las poblaciones occidentales que hace años no han sufrido grandes un atentado masivo. Paradójicamente, el éxito en la prevención de los atentados conduce a una relativización del riesgo en los países occidentales y a escatimar unos recursos que se asignarían sin restricción tras un atentado. a un incremento del riesgo en los países desprotegidos). Tras una década de convivencia con el terrorismo, las poblaciones comienzan a relativizar el riesgo y aceptar un margen de inseguridad (nadie pudo pensar que Anders Behring Breivik atentara con un coche bomba y disparara causando 76 muertos en Oslo) por lo que demandan un ajuste continuo entre la seguridad que se les ofrece y el coste de libertad y esfuerzo que se les exige. De ahí la necesidad de ajustar bien el análisis del riesgo terrorista.
Dada la escasez de recursos públicos y privados, también será necesario revisar las prioridades de gasto en función de los resultados, asignándoles en la combinación de instrumentos multilaterales y nacionales que mejor funcione en cada país. Las estrategias de seguridad nacional, como la Estrategia Española de Seguridad recién aprobada, se dedican a analizar riesgos y respuestas. En Estados Unidos, la Comisión que el elaboró en 2004 el Informe sobre el 11-S concluyó que la nación no estaba preparada en 2001 para el ataque. Diez años después, el Presidente Obama ha marcado la dirección a seguir: “Después de una década de guerra, es hora de centrarse en levantar la nación aquí en casa”.
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[1] Adam Cobb, “Intelligence adaptation”, RUSI Journal, agosto-septiembre 2011, pp.54-63.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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