Por Federico Steinberg, investigador principal de Economía Internacional del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (REAL INSTITUTO ELCANO, 01/09/11):
Tema: Las turbulencias financieras de agosto de 2011 hacen necesario revisar el diagnóstico de la crisis y evaluar las limitadas alternativas de política económica en EEUU y la zona euro.
Resumen: Este ARI plantea que para entender las turbulencias que desde agosto de 2011 atraviesa la economía internacional es necesario rediagnosticar la crisis. Explica que el crecimiento económico que la mayoría de los países avanzados (no España) han vivido tras la recesión de 2008-2010 ha sido en parte un espejismo, sustentado por estímulos públicos difíciles de sostener. A continuación evalúa las limitadas opciones de política económica que tienen los gobiernos.
Análisis
Introducción
Cuando parecía que la recuperación económica comenzaba a consolidarse y la Gran Recesión de 2008-2010 estaba quedando atrás, los mercados financieros han vuelto a sufrir una volatilidad extrema durante el mes de agosto de 2011. Aunque a finales de julio los países de la zona euro alcanzaron un acuerdo destinado a estabilizar la crisis de la deuda y EEUU logró elevar su techo de gasto para no entrar técnicamente en suspensión de pagos, las bolsas a ambos lados del Atlántico se desplomaron y las primas de riesgo de España e Italia alcanzaron máximos históricos. En la zona euro sólo la compra de deuda por parte del Banco Central Europeo (BCE) logró calmar la situación, aunque de forma momentánea. En EEUU, tras la controvertida rebaja de la calificación de la deuda por parte de Standard & Poor’s, se han extendido los temores a una nueva recesión, que han llevado al contagio bursátil de los mercados emergentes. En este nuevo contexto de incertidumbre, en el que no se sabe si los riesgos son de inflación o de deflación, tanto el oro como la deuda de los países más sólidos han actuado como refugio. Mientras que el oro ha alcanzado máximos históricos, alrededor de los 1.900 dólares la onza, la rentabilidad de la deuda de países percibidos como más sólidos (incluyendo EEUU y Japón, que no tienen calificación AAA) ha caído hasta cerca del 2%, incrementando automáticamente la prima de riesgo de los países de la periferia de la zona euro. En definitiva, de forma súbita, los inversores han cambiado su percepción de la realidad económica internacional y han dejado de confiar en prácticamente todas las inversiones a largo plazo.
El principal problema al que se enfrenta la economía mundial (sobre todo los países avanzados) es que tienen que hacer frente a esta nueva crisis prácticamente sin instrumentos de política económica y con un nulo consenso político sobre cuál es el camino a seguir. Mientras que tras la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008 había margen para los estímulos fiscales y monetarios, en la actualidad los tipos de interés se encuentran ya en niveles muy bajos y en la mayoría de los países la capacidad de endeudamiento público ha alcanzado su techo, especialmente en la periferia de la zona euro. Pero lo que resulta más inquietante es que mientras que en 2008 la comunidad internacional actuó de forma coordinada bajo el liderazgo del G-20 rescatando el sistema financiero y activando unos estímulos de demanda sin precedentes, hoy hay poco margen para la cooperación internacional porque las principales potencias están enfrascadas en sus problemas internos, lo que aumenta los riesgos de una nueva guerra de divisas y de escaladas proteccionistas, además de dificultar que los mercados recuperen la confianza. En EEUU, que sufre un elevado desempleo y que sí que tiene margen para incrementar el gasto público, se está dando un diálogo de sordos entre demócratas y republicanos que bloquea cualquier iniciativa política y sólo permite actuar a la Reserva Federal, cuyo margen de maniobra es reducido ya que la economía podría encontrarse en una trampa de la liquidez, situación en la que la política monetaria no es efectiva. En Europa también se está dando un fuerte choque entre la narrativa alemana de la crisis del euro –centrada en la falta de disciplina fiscal y productividad de los países del sur– y la de los demás países, que insisten en que sólo un rediseño de la gobernanza de la zona euro que avance hacia una unión fiscal hará a la moneda única viable. Aunque con lentitud, ya se está caminando hacia un nuevo pacto por el cual los países de la periferia europea “alemanizarán” sus políticas económicas a cambio de transferencias alemanas (no efectivas, sino en forma de aumento de la credibilidad de sus políticas fiscales debido al respaldo alemán, en última instancia mediante la emisión de eurobonos), pero mientras los detalles del acuerdo se van negociando a trompicones, sólo el BCE puede estabilizar los mercados, y sólo parece dispuesto a hacerlo en situaciones límite. Por último, los países emergentes, cuyo crecimiento desde 2010 es muy alto, están preocupados por el recalentamiento de sus economías, la inflación y los posibles efectos adversos sobre sus exportaciones de una desaceleración de los países avanzados.
Este ARI plantea que para entender las actuales turbulencias de la economía internacional es necesario rediagnosticar la crisis. El crecimiento económico que la mayoría de los países avanzados (no España) han vivido tras la recesión de 2008-2010 ha sido en parte un espejismo. En 2008 se logró evitar el colapso del sistema financiero mediante una fuerte inyección de recursos públicos, que dio lugar a un fuerte crecimiento de la deuda pública en los países avanzados pero que apenas logró reducir el apalancamiento del sector privado. Por lo tanto, nos encontramos en un contexto en el que el sistema financiero está lejos de haberse recapitalizado, las empresas tienen dificultades para obtener financiación (además de ser reacias a invertir y crear empleo por las dudosas perspectivas de crecimiento) y los mercados bursátiles han estado “subsidiados” por la política monetaria de expansión cuantitativa de la Reserva Federal. Es una situación de extrema debilidad, ante la que sucesos como la subida del precio del petróleo, las tensiones geopolítcas en el mundo árabe, la complicación de los problemas de deuda en la zona euro o el anuncio de contracción fiscal en EEUU pueden generar una oleada de ventas en los mercados financieros que dé lugar a episodios de volatilidad difíciles de contener. Pero como demuestra el trabajo de Reinhart y Rogoff sobre la historia de las crisis financieras (This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly, Oxford University Press, 2009) este es el escenario habitual después de un crisis causada por una burbuja financiada con exceso de endeudamiento. Lo que hace falta para volver a crecer es reducir los niveles de deuda, especialmente de las entidades financieras y las empresas más apalancadas y de los países que hayan llegado a niveles de endeudamiento insostenibles. Y, desafortunadamente, eso lleva tiempo. Sólo puede acelerarse renegociando (o no pagando) la deuda y aumentando la inflación.
¿A qué escenario nos enfrentamos?
Las turbulencias financieras de agosto de 2011 han resultado especialmente turbadoras porque han cogido por sorpresa a inversores, políticos y analistas. Más allá de los problemas de deuda en algunos países de la zona euro, la narrativa dominante sobre la crisis afirmaba que lo peor había quedado atrás, por lo que pocos esperaban un nuevo pánico financiero, especialmente en unos EEUU en crecimiento. En concreto, esta narrativa que servía como marco conceptual para interpretar la evolución de la economía internacional, afirmaba que el mundo fue capaz de evitar una segunda Gran Depresión gracias a los estímulos monetarios y fiscales que se pusieron en marcha con celeridad y de forma coordinada tras el estallido de las burbujas de activos en 2008. El recuerdo de la crisis de los años 30 permitió altos niveles de cooperación internacional que salvaron el sistema financiero, evitaron un auge del proteccionismo y dieron lugar a reformas regulatorias que facilitarían la consecución de un crecimiento más sostenible.
Por lo tanto, la recesión, aunque prolongada en comparación con las caídas cíclicas de la producción de los últimos 25 años (lo que se conoce como el período de la “Gran Moderación” macroeconómica), no fue devastadora. Los principales países avanzados recuperaron el crecimiento en 2010 y los emergentes apenas sufrieron una leve contracción de la producción. Aunque en los países en los que estallaron burbujas inmobiliarias (EEUU, el Reino Unido, España, Irlanda, etc.) el desempleo creció con fuerza, para 2011 la actividad económica se habría normalizaría. Así, el consejero delegado del Fondo de Inversión PIMCO Mohamed El-Erian acuñó el término “nueva normalidad” para referirse al nuevo modelo de crecimiento al que el mundo debía acostumbrarse tras la crisis. En esta “nueva normalidad” el aumento de la producción y la renta sería menos vigorosos que en el período 2002-2007, pero los países no sufrirían recesiones frecuentes, episodios periódicos de alta volatilidad en los mercados financieros, crisis de deuda o disturbios sociales.
Desde distintos ámbitos se dejaban oír algunas voces críticas, que insistían en que esta narrativa de la crisis era demasiado limitada. Krugman y Stiglitz pedían un mayor activismo monetario y fiscal en los países avanzados para reducir el desempleo con mayor celeridad mientras que Roubini alertaban que el apalancamiento del sistema financiero continuaba siendo demasiado elevado, por lo que el riesgo de nuevas recesiones no era despreciable.
Pero tal vez el diagnóstico más certero del problema al que se enfrenta la economía mundial ha venido dado por el análisis de los citados Reinhart y Rogoff. Estos autores mostraban en su estudio de más de ocho siglos de crisis financieras que las recesiones causadas por pinchazos financieros que ponen fin a períodos de alto endeudamiento son mucho más prolongadas que las recesiones cíclicas que se dan cuando los bancos centrales elevan los tipos de interés ante riesgos inflacionistas (mientras que las recesiones cíclicas rara vez duran más de seis meses, tras el estallido de una crisis financiera, en promedio, los precios inmobiliarios caen un 36% y tardan cinco años en recuperarse, las bolsas caen un 54% y se recuperan tras tres años y medio, el desempleo crece un 7% y tarda cinco años en caer y el PIB per cápita cae más de un 9% y sólo se recupera pasados dos años).
Por lo tanto, en este tipo de crisis, que son poco frecuentes a nivel global pero especialmente largas y devastadoras, la recesión, que los autores prefieren llamar contracción para diferenciarla de las recesiones cíclicas, atraviesa varias fases. En un primer momento se produce una fuerte acumulación de deuda (generalmente privada, aunque en ocasiones también pública) alimentada por un exceso de crédito y una infravaloración del riesgo, que produce burbujas en los mercados bursátiles e inmobiliarios. Cuando se pincha la burbuja se produce un aumento del déficit público, tanto para “rescatar” al sistema financiero como a través de los estabilizadores automáticos (menor recaudación fiscal y mayor gasto en desempleo). A continuación, este déficit se convierte en una creciente deuda pública, en algunos casos por el mero aumento del gasto y en otros porque se socializan las pérdidas privadas mediante el rescate al sistema financiero. Por último, el alto nivel de deuda pública lleva a una rebaja de la calificación crediticia de los países, que pone un techo a su capacidad para financiarse y puede forzar situaciones de default.
Este ciclo de las cuatro “Des” (inglesas) –Deuda, Deficit, Downgrade (rebaja en la calificación de riesgo) y Default– se prolonga a lo largo de varios años, durante los cuales se reproducen las sacudidas en los mercados financieros. Por lo tanto, aunque el PIB crezca, no se debería hablar de recuperación porque la persistencia del desempleo y las malas expectativas hacen que la percepción general sea de estancamiento. Además, según ha defendido Rogoff, las medidas habituales contra la recesión (estímulos monetarios y fiscales) no son una buena solución ante este tipo de contracciones porque el crecimiento sostenible, la inversión y la creación de empleo no regresa hasta que el sistema financiero, las empresas y las familias se han desapalancado lo suficientemente y el exceso de oferta (en forma de viviendas no vendidas o inversiones no utilizadas) se ha reducido.
Teniendo en cuenta que la crisis financiera de 2008 es la más severa desde la Gran Depresión, el diagnóstico de estos autores indica que la vuelta a la normalidad tardará años en producirse y que el período de desapalancamiento estará plagado de baches. Además, el crecimiento del PIB y las subidas bursátiles que hemos visto desde 2010 en los países avanzados, lejos de ser sostenibles, estarían alimentados por la prolongación de los estímulos monetarios y fiscales (sobre todo en EEUU) que no harían más que retrasar el necesario ajuste que las economías tienen que experimentar durante su doloroso proceso de desapalancamiento (el crecimiento de los países emergentes sí que es sólido porque estos no han sufrido crisis financieras ni aumentos del endeudamiento sino contagio, pero estos países por sí solos todavía no pueden tirar de la economía mundial).
En este contexto, las turbulencias del mes de agosto de 2011 deben interpretarse como nuevos baches que aparecen cuando la incapacidad política para afrontar satisfactoriamente problemas vinculados a la falta de crecimiento y/o el exceso de deuda pública fuerzan el pánico en unos mercados financieros que se mantienen alcistas de forma artificial por los estímulos monetarios (y todo ello en un contexto de altos precios del petróleo y otras commodities y tensiones geopolíticas en el mundo árabe, que aumentan el riesgo de un shock de oferta que complique aún más el proceso de desapalancamiento).
En el caso de EEUU, el anuncio de la Reserva Federal de no iniciar un nuevo programa de expansión monetaria cuantitativa tras el que finalizó en julio de 2011, unido a una perspectiva de contracción fiscal a medio plazo por la falta de acuerdo político en el Congreso y el escaso liderazgo del presidente, llevaron a una caída en los mercados que anticipaba una posible segunda recesión (también contribuyó la rebaja del rating, así como que se hubieran revisado los datos de crecimiento de los últimos años demostrando que el crecimiento estaba siendo menos vigorosa de lo que parecía).
En la zona euro el pánico inversor y las ventas de deuda española e italiana se produjeron cuando los mercados interpretaron que el acuerdo del Eurogrupo de julio de 2011, por el que se aceptaba un default parcial de Grecia que podría ser extensible a Irlanda y Portugal, podría suponer que España e Italia no pudieran hacer frente a sus compromisos de pagos. Como en dicho acuerdo se redujo el interés que Grecia pagaría por sus préstamos hasta el 3,5% mientras que Italia y España estaban pagando más del 5% por financiarse en los mercados, la simple aritmética indicaba que si estos últimos ayudaban a sus vecinos en problemas (no directamente sino a través de sus contribuciones al fondo de rescate europeo) pondrían en riesgo su propia solvencia. Lógicamente, la reacción fue una venta de sus títulos de deuda pública. Asimismo, cuando se hizo evidente que el fondo de rescate europeo no tendría financiación suficiente para un rescate a España o Italia, las bolsas francesas experimentaron fuertes caídas, porque si Francia tuviera que aportar financiación extra al fondo de rescate podría poner en duda su propia suficiencia financiera.
En definitiva, para entender las turbulencias financieras y las revisiones a la baja de las previsiones de crecimiento de los países avanzados del verano de 2011 es necesario volver a diagnosticar la crisis. Dados los altos niveles de apalancamiento, la débil recuperación del último año no es sostenible y tanto EEUU como Europa corren el riesgo de caer en un estancamiento como el que Japón vivió tras el estallido de su burbuja inmobiliaria durante la década de los 90. En aquella situación la deflación prolongó todavía más la contracción económica. En este contexto, ¿puede hacer algo la política económica?
Opciones de política económica
Según el diagnóstico planteado arriba lo que las economías avanzadas necesitan es tiempo para digerir sus enormes niveles de endeudamiento. Asimismo, es imprescindible evitar que el estancamiento económico y la falta de inversión, consumo y empleo se conviertan en deflación porque la caída de los precios aumenta el valor real de la deuda en vez de reducirlo. Pero las autoridades económicas se enfrentan a varios problemas.
Primero, tienen importantes restricciones monetarias y fiscales que no tenían al principio de la crisis. Apenas existe margen para la política monetaria convencional (bajadas de tipos de interés) y sólo algunos países, como EEUU y Alemania, tienen capacidad para activar nuevos estímulos fiscales. Segundo, dado que no hemos vivido una situación como esta desde la Gran Depresión, existe una elevada incertidumbre sobre qué efectos pueden tener nuevas políticas expansivas de demanda en un contexto de elevado endeudamiento público y tipos de interés cercanos a cero (las reformas estructurales, que sí permitirán aumentar el crecimiento potencial a largo plazo, tendrán una efectividad limitada hasta que se reactive la demanda, por lo que en sí mismas no solucionan el problema).
Por el lado monetario, tanto la Reserva Federal como el BCE pueden inyectar más liquidez a través de operaciones no convencionales de expansión cuantitativa (imprimiendo dinero para comprar títulos de deuda). Sin embargo, no sabemos a ciencia cierta si esto generará una peligrosa espiral inflacionista y sí que servirá para minar la credibilidad de las autoridades monetarias y redistribuir rentas desde los acreedores hacia los deudores, algo difícil de justificar en términos de justicia y equidad. Por lo tanto, los países con una posición acreedora y tradicionalmente aversos a la inflación como Alemania se oponen a la compra de deuda por parte del BCE. Esto supone que, aunque la autoridad monetaria europea podría dejar de subir los tipos de interés si el crecimiento en la zona euro se ralentiza, sólo es probable que compre deuda pública cuando los mercados ejerzan una presión insoportable sobre los países de la periferia, no como un programa de estímulo a gran escala como el que lleva tres años realizando EEUU.
Al otro lado del Atlántico, quienes acusan a la Reserva Federal de ser uno de los culpables de la crisis por haber tenido una política monetaria demasiado laxa también son contrarios a nuevos estímulos monetarios. Incluso dentro de la propia Reserva Federal hay división de opiniones. Algunos apoyan una tercera oleada de expansión cuantitativa y otros se muestran reacios, bien por el temor a la inflación, bien porque creen que no será efectiva ya que la economía podría encontrarse en trampa de la liquidez (situación que se produce cuando una inyección monetaria no sirve para animar la inversión y el consumo porque las expectativas son tan negativas que tanto empresas como consumidores prefieren no gastar). Por el momento, la Reserva Federal sólo ha anunciado que mantendrá los tipos de interés muy bajos al menos hasta 2013, pero seguramente aprobará nuevos estímulos en el futuro si los riesgos de deflación se incrementan.
En el lado fiscal, todos los países tienen que poner en marcha programas de consolidación fiscal a medio plazo para que su deuda sea sostenible, pero, en la medida de lo posible, deberían evitar hacerlo demasiado rápido para que la contracción fiscal no cause otra recesión. Los países que todavía tienen margen para endeudarse porque cuentan con alta credibilidad en los mercados internacionales pueden arriesgarse a lanzar un nuevo estímulo fiscal a corto plazo para reactivar la demanda. Ahora bien, existe el riesgo de que los mercados financieros consideren que estos nuevos gastos colocan sus cuentas públicas en una situación insostenible y les encarezcan o retiren la financiación, como ya ha sucedido en Grecia, o incluso en España e Italia. Es lo que se conoce como efectos no keynesianos de la política fiscal: el aumento de gasto público, en vez de poner en marcha un círculo virtuoso de crecimiento que termina por reducir el endeudamiento genera expectativas adversas que ahuyentan a los inversores y obligan a una contracción fiscal apresurada.
Si finalmente se aprueban nuevos estímulos fiscales, el gasto debería destinarse a actividades que permitan aumentar el stock de capital y la productividad de la economía a largo plazo y no a incrementos del gasto corriente. Todo parece indicar que EEUU podría activar un plan fiscal de este tipo para modernizar sus anquilosadas infraestructuras. Sin embargo, en Europa es poco probable que se pueda avanzar en esta dirección por la resistencia de Alemania, que ya ha iniciado la contracción fiscal y pretende servir de modelo de austeridad a sus socios del euro. En definitiva, aquellos países que querrían aumentar el gasto público no pueden hacerlo y quienes podrían no parecen querer o tienen enormes dificultades políticas para hacerlo.
Por último, como cada país se encuentra ante una coyuntura distinta (los emergentes con poca deuda pero riesgos de recalentamiento y los avanzados con distintos márgenes de maniobra para iniciar nuevas medidas de estímulo) la cooperación internacional se vuelve difícil. Además, los problemas económicos internos, centrados en el elevado desempleo y el descontento social, unidos a la convicción de que el sistema financiero internacional ya no está al borde del colapso como en 2008, hacen que los líderes políticos dejen en segundo plano la cooperación internacional y adopten medidas unilaterales que pueden generar nuevos conflictos económicos internacionales al producir externalidades negativas. En particular, una nueva expansión monetaria en EEUU podría desencadenar un nuevo episodio de guerra de divisas porque buena parte de la liquidez que la Reserva Federal podría poner en circulación terminaría fluyendo hacia los países emergentes, que tienen mejores oportunidades de inversión, con la consiguiente apreciación de sus divisas.
En definitiva, aunque hay opciones de política económica, cada alternativa está asociada a altos niveles de incertidumbre porque no se sabe cómo reaccionará la economía o los mercados. Para reducir el exceso de endeudamiento hace falta crecimiento, pero muchas de las políticas para promover el crecimiento generan nueva deuda, lo que supone un círculo vicioso difícil de romper. Asimismo, los ataques especulativos de los mercados contra la deuda de los países más vulnerables estar generados tanto por el exceso de endeudamiento como por las bajas perspectivas de crecimiento, lo que dificulta diseñar un ajuste fiscal que sea realmente sirva para generar confianza.
Existe la posibilidad de adoptar soluciones más radicales que acelerarían el imprescindible proceso de desapalancamiento. Pero políticamente son difíciles de instrumentar y además plantean serios problemas de justicia distributiva.
Primero, se podría generar inflación para reducir el valor real de las deudas, lo que penalizaría a los (cautos) acreedores y beneficiaría a los (irresponsables) deudores. Para lograrlo, los bancos centrales deberían fijar explícitamente un objetivo de inflación elevado (por ejemplo el 6%) y comprometerse a inyectar liquidez indefinidamente hasta alcanzarlo (otra posibilidad aún más drástica sería que fijaran un objetivo vinculado directamente al crecimiento del PIB nominal). Esto supondría abandonar definitivamente la ortodoxia monetaria y gastar la credibilidad anti inflacionista que los bancos centrales han construido desde los años setenta. Los detractores de esta iniciativa afirman que existe el riesgo de que la inflación entre en una espiral creciente muy por encima del objetivo propuesto que sea difícil de frenar, así como que las deudas indexadas a la inflación no se verán alteradas. Es difícil que el BCE se decida por esta alternativa porque estatutariamente debe velar por el control de precios y no por el crecimiento. Pero tal vez la Reserva Federal vaya poco a poco en esta dirección.
Segundo, se podría forzar la renegociación de aquellos contratos en los que el deudor no será capaz de hacer frente a sus compromisos de pagos; es decir, acelerar las quiebras (empresariales y personales) y los defaults (de los países) cuando sea evidente que tarde o temprano se producirán. Esto permitiría limpiar los balances, facilitaría que el crédito volviera a fluir y aliviaría la carga de la deuda de los países ahogados por la misma, aunque tendría un enorme coste para quienes sufrieran pérdidas de capital. El problema es que, en la mayoría de los casos, se trata de contratos privados para los que no existe un mecanismo que facilite la renegociación hasta que se alcanza la suspensión de pagos, que tanto acreedor como deudor siempre intentan demorar lo máximo posible por las consecuencias adversas que tiene para ambos.
Conclusión: Tras un corto período de crecimiento los países avanzados se enfrentan una vez más al riesgo de una recesión. Esto significa que la economía mundial está todavía lejos de haber superado las secuelas del crack financiero de 2008 y que la recuperación iniciada en 2010 ha estado basada en estímulos monetarios y fiscales, no en una reactivación de la demanda privada. Europa y EEUU han entrado de lleno en una nueva fase de lo que los citados Reinhart y Rogoff han bautizado como la segunda Gran Contracción (la primera fue en los años 30 del siglo pasado), caracterizada por problemas de endeudamiento públicos derivados de la resaca del colapso financiero de hace tres años. Mientras los niveles de apalancamiento de empresas, familias y estados no se reduzcan es probable que el crecimiento sea limitado, el desempleo persistente, la volatilidad de los mercados financieros alta y los riesgos de deflación recurrentes.
En este contexto, los instrumentos de política económica disponibles son limitados y existen importantes dificultades políticas para utilizarlos. A corto plazo, sería deseable que los países que puedan permitírselo adoptaran nuevos paquetes de estímulo fiscal para alejar el riesgo de una nueva recesión. La política monetaria expansiva (a través de nuevos programas de expansión cuantitativa) también puede contribuir a alejar el riesgo de deflación, aunque seguramente su efectividad será limitada. A medio plazo, sólo la consolidación fiscal y las reformas estructurales podrán devolver a los países avanzados a una senda de crecimiento sostenible.
Para España la situación es particularmente preocupante porque, a diferencia de EEUU, Alemania o Francia, todavía no había logrado alcanzar niveles de crecimiento significativos, no tiene margen para la expansión fiscal y su tasa de desempleo es la más alta de los países avanzados. La ralentización económica mundial podría suponer una recaída en su crecimiento y la imposibilidad de utilizar las exportaciones como motor de su recuperación.
En el plano internacional una desaceleración de la economía mundial podría generar respuestas unilaterales descoordinadas que incrementarían las tensiones internacionales. Una tercera ola de expansión monetaria cuantitativa en EEUU reabriría las tensiones cambiarias con los países emergentes y la persistencia del desempleo podría desencadenar presiones proteccionistas y problemas sociales. Todo ello haría que los distintos gobiernos prestaran todavía menos atención a la cooperación económica internacional y a la construcción de la cada vez más necesaria nueva gobernanza económica global.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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