Por André Glucksmann, filósofo francés. Traducción de Juan Ramón Azaola (EL PAÍS, 12/09/11):
El 11 de septiembre se vivió, de entrada, como imposible. Los testigos no creen lo que están viendo, las desvalidas autoridades se creen en plena ciencia-ficción, los prudentes que quieren mantener el sentido común lo pierden al fabular delirantes conspiraciones (la CIA, los judíos, misteriosos especuladores inmobiliarios). Aun así, lo imposible tuvo lugar y a ese lugar no por casualidad se le nombró Zona Cero, o sea, el espacio devastado de las primeras experiencias atómicas. Tampoco hay casualidad alguna en que las autoridades supremas sean introducidas manu militari en los refugios antinucleares: se ajusta el imposible nuevo al imposible antiguo. El apocalipsis hace acto de presencia, pero no del modo en que estaba previsto a lo largo de la guerra fría. Hay que reaprender a “pensar lo impensable”, como lo prescribía un célebre libro de estrategia nuclear de los años cincuenta.
Por fulgurante que parezca, un acontecimiento no es nunca un comienzo absoluto. Una vez disipado el espanto general, es obligado hacer constar que el ataque de Nueva York no es radicalmente inaudito ni en su inspiración, ni por sus actores, ni incluso en su modo operativo. La estrategia del pánico mediante el incendio de las ciudades y el enloquecimiento deliberado de la población fue teorizado hace siglo y medio por el nihilismo ruso, por Bakunin, Netchaiev, o por el mismo Dostoievski. El proyecto de tener como objetivo indiscriminado a los civiles no data de septiembre de 2011, desde Guernica, los fanatismos profanos o celestes han despoblado sin remordimientos al siglo XX. El modo operativo tampoco carece de antecedentes: el objetivo fue atacado en 1993 (en el subsuelo, con un vehículo cargado de explosivos); el medio, un avión desviado, se ensayó en Navidad de 1994 (el Airbus de Argel debía abatirse sobre París). En cuanto al carácter suicida de los asesinos erigiéndose en misiles humanos -”¡viva la muerte!”- solo puede parecerle inverosímil a los ingenuos: bolcheviques, nazis e integristas de toda calaña abundan en sacrificadores profesionales resueltos a sacrificarse ellos mismos por “el bien de la causa”. Las piezas del rompecabezas se desplegaban así en el desorden, faltaba el concepto que permitiera imaginar lo inimaginable.
Incluso si algunos responsables norteamericanos o europeos presentían la existencia de un riesgo mayor, la ventaja seguía perteneciendo a Bin Laden, que calculaba con antelación sus jugadas. Cuando unos meses antes el comandante Masud intentó que París se movilizase, solo le acogió un puñado de “intelectualoides”, también dos o tres diputados. Puertas cerradas tanto en El Elíseo (Chirac) como en Matignon (Jospin), recepcióncalamitosa en un pasillo del Quai d’Orsay. Masud proponía una alianza contra los talibán y estos le asesinaron dos días antes de atacar Nueva York; más tarde, demasiado tarde, sus tropas liberaron Kabul. El 11-S no era fatal, a condición de prevenir su posibilidad. Se ha explicado la ceguera general por la parálisis burocrática (CIA contra FBI) y las rivalidades en el vértice. Explicaciones demasiado cortas: una visión incisiva y consensuada de los riesgos que se corrían en común hubiera barrido esos conflictos rituales y fatigosos. Por el contrario, el prejuicio de vivir “el final de la historia” embriagaba a nuestros buenos apóstoles: ¡la guerra fría ha terminado, las amenazas mayores se han abolido!
El optimismo estratégico celebraba la desaparición del Gran Enemigo Único: ya no hay adversario omnipresente, por tanto, ya no hay adversidad. Este razonamiento falaz servía de pasaporte para el mejor de los mundos: los presupuestos militares se disolvían, la paz universal estaba al alcance de la mano, tan solo subsistían los “conflictos de baja intensidad” que devastaban los suburbios del mundo sin inquietar a las metrópolis repantingadas en su seguridad. El 11-S hace pedazos ese quietismo compartido: de Kabul en llamas al derrumbe de Manhattan la consecuencia es directa. En política como en economía, basta con pretender que una crisis general está definitivamente excluida para bajar la guardia y abrir las puertas al desastre: el Cándido de Voltaire y su crítica del optimismo leibniz-panglossiano debe convertirse en introducción obligada a toda geopolítica del siglo XXI.
Diez años más tarde, ¿hemos franqueado el círculo encantado de nuestros sueños eufóricos que tan caro pagamos? Sí y no.
Sí: Estados Unidos revaluó sus alianzas incondicionales. ¿Acaso no había suministrado Arabia Saudí su ideología (el salafismo) a Al Qaeda, su financiación y una base de reclutamiento (14 de los 19 piratas aéreos eran hijos de la buena sociedad saudí)?
Consecuencia teórica: “El hecho de que durante 60 años las naciones occidentales hayan excusado y se hayan acomodado a la falta de libertad en Oriente Próximo en nada ayudó a nuestra seguridad, porque a largo plazo la estabilidad no puede ser comprada al precio de la libertad” (G. W. Bush, 7/11/2003).
Consecuencia práctica: Sadam Husein, perdonado en 1991 como efecto de la presión saudí al precio de la doble masacre de kurdos y chiíes, es ahorcado. Más tarde, a los déspotas presa de los levantamientos populares “se les deja plantados” (Túnez, Egipto, Libia). Mediterráneo, Oriente Próximo salen de una historia fría y de sociedades heladas. La losa de plomo salta para bien, ya que en todas partes las reivindicaciones democráticas dan cuerpo a sueños de libertad. O para mal, ya que hay que contar hasta tres: 1. Una juventud inquieta parcialmente afín a la Ilustración; 2. Unos partidos religiosos que sueñan con el califato; 3. Unos aparatos militares que nadan en la corrupción, propensos a reprimir. Con, en la trastienda, unos Padrinos (Rusia y China) que apoyan en Irán y en Siria la podredumbre de los poderes torturadores.
No: las ilusiones de un optimismo engañoso oscurecen otra vez los cerebros dirigentes. Una vez eliminado Sadam, Washington estimó resuelto el problema. En mala hora. El asesinato de iraquíes por otros iraquíes, gran deporte del difunto régimen, continuó con otras etiquetas. Todavía hoy -con la excepción quizá de Túnez-, los países que celebran su primavera no parecen muy inmunizados contra la peste del terrorismo, de la intolerancia, de la xenofobia y de las guerras tribales.
La Unión Europea tiende al dejar hacer de las no intervenciones, mariposea y se divide. Cuando, con británicos y franceses a la cabeza, los europeos osan emprender una intervención humanitaria armada (¡bravo!), corren el riesgo de cantar victoria demasiado deprisa: lo siguiente a Gadafi promete ser tan tenso como lo siguiente a Sadam si los que condenaron a muerte a las enfermeras búlgaras pasan, una vez hechos al cambio, por demócratas de pura cepa. Y si a las redes de Al Qaeda, que han saqueado los arsenales del antiguo régimen, se les toma por monaguillos. El viejo continente navega a ciegas. Sus complacencias respecto a la Rusia putiniana, corrompida hasta los huesos, violenta y nihilista, protectora de los Asad, dan prueba de hasta qué punto se olvida la lección disuasiva del 11-S.
Bin Laden ha muerto, su red sobrevive dispersa. Pero la capacidad de daño que golpeó a Manhattan persiste. Fueron suficientes unas regiones fuera de la ley (eso nunca falta), unos padrinos sin escrúpulos (que tampoco faltan), para que un pequeño grupo armado con cúteres golpeara en el corazón de la potencia mundial número 1. ¡Imaginemos los estragos si lo hubiera hecho en una central nuclear! El paradigma de Hiroshima ha prescrito, en adelante, la capacidad de asolar la historia y de poner fin a la aventura humana escapa al monopolio de los grandes estados. ¿En provecho de quién? En provecho de no importa quién. “Una vez derribados los límites de lo posible, es difícil volverlos a levantar”, dejó dicho Clausewitz, anunciando que la era de las batallas con megamasacres no se acabó con Napoleón. La Belle époque se burló de ello, pero el siglo siguiente lo confirmó. Bin Laden ha desaparecido, pero no la estrategia de los odios radicales y sin piedad.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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