Por Ahmed Rashid, autor de Descenso al caos: EEUU y el fracaso de la construcción nacional en Pakistán, Afganistán y Asia Central y de Los talibán, cuya edición conmemorativa del décimo aniversario se publicó en 2010. Vive en Lahore, Pakistán, donde se encontraba el 11-S; inmediatamente sospechó que el cerebro de los ataques era Osama bin Laden (EL PAÍS, 12/09/11):
En Afganistán, 10 años después del 11-S, la guerra más larga que recuerda Estados Unidos está llegando a su fin.
Pero para muchos afganos, este es el décimo año de la ocupación estadounidense y la última fase de una batalla contra los extranjeros que se ha estado librando desde 1979.
Durante la última década, Afganistán y la región han sufrido las terribles consecuencias de la constante guerra; solo en Afganistán, ha habido decenas de miles de víctimas y cinco millones de refugiados.
De hecho, la década del 11-S tuvo su origen en Afganistán, en los reductos de las montañas donde Osama bin Laden, acogido por los talibanes, planeó los ataques contra Estados Unidos. Afganistán fue el primer frente de batalla de EE UU en la “guerra contra el terrorismo” posterior al 11-S.
El presidente Barack Obama ha dicho que 10.000 de los 100.000 soldados estadounidenses que hay en Afganistán se retirarán este año, seguidos de quizás otros 20.000 el año que viene. En 2014, la mayor parte de la coalición dirigida por EE UU y la OTAN, formada por 140.000 soldados de 48 países, se habrá marchado.
Por lo que he presenciado durante mis últimas visitas a Afganistán, la perspectiva de un repliegue deja a muchos afganos preocupados por una posible toma del poder por parte de los talibanes, aun cuando las fuerzas de seguridad afganas contarán con unos 305.000 miembros en 2014.
A los habitantes del inestable Pakistán y de las repúblicas vecinas de Asia Central más vulnerables -Tayikistán, Uzbekistán y Kirguizistán- les preocupa el aumento del extremismo islamista, la penetración en sus fuerzas de seguridad de grupos militantes afiliados a Al Qaeda y la ruina económica.
Pakistán, con más de cien armas nucleares en su arsenal, se encuentra en una peligrosa situación de declive, enfrentado con EE UU y sin el liderazgo que tan desesperadamente necesita.
Un leve indicio de esperanza para Afganistán lo constituye el continuo diálogo entre EE UU y los talibanes. Lo que se debate es nada menos que el final de la guerra.
He seguido cada giro que ha dado este proceso, como lo hice hace dos décadas cuando la ONU, Rusia, Pakistán y EE UU negociaban la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán.
El presidente afgano, Hamid Karzai, ha estado hablando con los talibanes desde 2007. Su embajador era su hermanastro Ahmed Wali Karzai, que fue asesinado el 12 de julio (una muerte que no ha hecho más que intensificar la desconfianza entre los talibanes y el Gobierno afgano).
Los talibanes siempre han dicho que querían unas conversaciones cara a cara con los estadounidenses. Alemania se convirtió en el mediador. En 2001, los alemanes acogieron una reunión en Bonn que estableció el Gobierno afgano provisional y nombró a Hamid Karzai presidente.
El 28 de noviembre de 2010, en un pueblo a las afueras de Múnich, los talibanes vieron cumplido finalmente su deseo. Dos diplomáticos estadounidenses celebraron una sesión de 11 horas con representantes vinculados al líder talibán, el mulá Mohamed Omar. A petición de los talibanes, también estaban presentes representantes de Catar.
Entonces y ahora, la premisa de las conversaciones es que ninguna retirada occidental de Afganistán ni transición a las fuerzas de seguridad afganas puede llegar a buen puerto sin una reducción de la violencia, el fin de la guerra civil entre el Gobierno afgano y los talibanes y un pacto político garantizado por Pakistán y otros Estados vecinos.
Hace poco estuve hablando con un antiguo dirigente talibán en Kabul que sigue en contacto con los líderes talibanes, pero no está autorizado para hablar ante los medios de comunicación. Me dijo: “El problema fundamental es el que hay entre EE UU y los talibanes, y consideramos que el Gobierno afgano es un problema secundario”.
Hay mucho en juego. Todas las partes temen que la marcha de EE UU permita que Al Qaeda y sus aliados extremistas se recuperen en Afganistán, lo que amenazaría aún más la seguridad del centro y el sur de Asia, que ya es la región más peligrosa del mundo, con su explosiva mezcla de terrorismo, armas nucleares y Estados fracasados.
Por tanto, la responsabilidad de los aspirantes a pacificadores es todavía mayor. Desde entonces, se han celebrado dos rondas más de conversaciones: en Doha, Catar, el pasado febrero y de nuevo en Múnich, en mayo.
Inicialmente, las conversaciones giraron en torno a las medidas para fomentar la confianza. Primero, los estadounidenses tenían que comprobar que los representantes talibanes tenían autoridad para negociar. Las conversaciones abarcaron la posibilidad de suavizar las sanciones de la ONU contra los talibanes, liberar prisioneros talibanes en Afganistán y abrir una oficina de representación de los talibanes, posiblemente en Doha.
El 17 de junio, en lo que constituyó un importante impulso para el proceso, el Consejo de Seguridad de la ONU aceptó una propuesta de EE UU para separar a los talibanes de los seguidores de Al Qaeda en la lista de terroristas mundiales que Naciones Unidas mantiene desde 1998.
Tres días después de la reunión de Doha, la secretaria de Estado Hillary Clinton anunciaba que EE UU iba a lanzar “una ofensiva diplomática para que este conflicto avance hacia un resultado político que destruya la alianza entre los talibanes y Al Qaeda, termine con la insurrección y contribuya a crear no solo un Afganistán más estable sino una región más estable”.
Hay muchos aguafiestas en el juego, entre ellos Al Qaeda y sus aliados en Pakistán y Asia Central, que se sentirían traicionados por la paz en Afganistán y tratarían de sembrar más caos mediante sabotajes y asesinatos.
Por eso es crucial que las conversaciones y la identidad de los representantes sigan siendo secretas, para impedir que el proceso sea saboteado.
Muchos observadores se muestran escépticos, y con razón. El general David H. Petraeus, el jefe militar saliente de EE UU en Afganistán, calificaba las conversaciones de “preliminares” y añadía que “desde luego, no alcanzarían la categoría suficiente para ser denominadas negociaciones”.
¿Por qué, entonces, conversan siquiera los talibanes? Dada su fuerza, ¿qué les detiene para esperar la retirada de EE UU y la OTAN y, acto seguido, librarse del corrupto Gobierno de Karzai y simplemente hacerse con el control del país?
Mis conversaciones con los talibanes dejan claras varias cosas. No quieren que la marcha de EE UU deje un vacío que pueda hundir a Afganistán en una nueva guerra civil. Quieren distanciarse de Al Qaeda (llegando incluso al extremo de afirmar que no permitirán que Al Qaeda regrese a suelo afgano). Y están modificando el riguroso código islámico que impusieron en los años noventa. Ya están intentando poner fin a todos los ataques contra las escuelas y permitir que los colegios de niñas y de niños convivan.
Los talibanes también están cansados de ser al mismo tiempo invitados y rehenes de los servicios secretos de Pakistán, que los han apoyado clandestinamente desde que empezó su insurrección en 2003. Ahora estos servicios secretos quieren asegurarse de que cualquier proceso de paz contempla las demandas paquistaníes. “Queremos negociar la paz como afganos, no como títeres de Pakistán”, afirmaba el exdirigente talibán en Kabul.
Por encima de todo, los talibanes son muy conscientes de que si intentan hacerse de nuevo con el poder, se verán rápidamente aislados y se les negará toda asistencia internacional para ayudar al pueblo afgano. Y en seguida volverían a ser tan impopulares como lo eran durante los meses finales de su régimen en 2001.
Finalmente, como afganos, los guerreros talibanes simplemente quieren irse a casa. Muchos de ellos viven en campos de refugiados infestados de malaria en Pakistán. Están agotados por el alto número de víctimas causadas por los ataques con aviones no tripulados y los bombardeos de las fuerzas especiales de EE UU.
El poder de Karzai se está erosionando deprisa dado que se enfrenta a múltiples crisis políticas y económicas. Pero es esencial que cree un consenso dentro del país entre los grupos étnicos de Afganistán para que apoyen las conversaciones de paz (y que Occidente contribuya a crear un consenso similar en la región).
Existe un posible calendario. En diciembre, los alemanes van a conmemorar el 10º aniversario de la reunión inicial en Bonn y la esperanza es que los talibanes participen de algún modo. ¿Podría esa sesión, en contra de todas las probabilidades, señalar el comienzo de la década posterior al 11-S?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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