Por Trinidad Jiménez García-Herrera, secretaria de Estado para Iberoamérica (EL PAÍS, 22/03/07):
En estos últimos meses estamos asistiendo a un debate, cada vez más intenso, sobre el futuro de América Latina. Por fin esta región del mundo vuelve a ser objeto de atención, vuelve a situarse en la agenda pública e, incluso, se observa un renovado interés por parte de algunos gobiernos por construir una nueva relación con los países de la región. Llevamos veinte años contemplando cambios acompañados, en bastantes ocasiones, de convulsiones sociales y políticas pero lo cierto es que hoy el continente goza de estabilidad política y económica; las democracias se han consolidado como fórmulas de gobierno y el desarrollo económico mantiene una senda de crecimiento no conocida hasta ahora. Algunos podrán objetar que, aunque se celebren elecciones, persisten riesgos e incertidumbres o que, aunque es real la bonanza económica, el carácter coyuntural de la misma exigiría realizar algunos ajustes. Pues bien, aun aceptando estas observaciones, nunca hasta ahora se habían abierto tantas expectativas de futuro para el conjunto del continente.
El hecho, tan común en otras zonas del mundo, de que los ciudadanos puedan elegir libremente a sus representantes no es un asunto menor. Sobre todo si recordamos las dictaduras que aún persistían no hace mucho en el Cono Sur o las guerras y conflictos que tenían como escenario el istmo centroamericano. No ha pasado tanto tiempo y ya hay quienes alertan de nuevos problemas. ¡Claro que hay problemas! ¿Quién no los tiene? La cuestión está en saber si estas nuevas democracias tienen la suficiente solidez para responder de manera consistente a los retos que se les va a ir planteando. Sobre todo cuando los retos tienen una diferente naturaleza. Por un lado, aparecen en la escena política colectivos sociales que, hasta el momento, no habían participado en la toma de decisiones. Son los grupos indígenas, cuyas aspiraciones, intereses y prioridades pueden ser coincidentes con las de la mayoría de la población, pero también pueden plantear diferencias que obliguen a una armonización de posiciones. Todo ello lleva tiempo, no sólo para la consolidación de las alternativas políticas sino, sobre todo, para valorar la capacidad de los nuevos dirigentes de responder a la confianza que la ciudadanía ha depositado en ellos. Y, por otro lado, se hace necesario trabajar en la construcción de consensos básicos que permita la convivencia democrática y el libre ejercicio de las opciones políticas. Junto a ello nos encontramos con una situación paradójica; la región crece por encima del 5% y, sin embargo, el problema de la pobreza y la desigualdad se ha ido agravando. ¿Puede un continente aspirar a una mayor cota de estabilidad política cuando tiene 210 millones de pobres? Es evidente que los gobiernos tendrán que hacer un gran esfuerzo para reducir esta cifra, pero también para poner en marcha las reformas sociales y fiscales necesarias que garanticen el crecimiento y la cohesión social.
En cualquier caso, América Latina no puede ser tratada como un todo homogéneo. Hay diferencias de mayor o menor estabilidad política ligada, en cierto modo, a su institucionalidad democrática pero, también, al desempeño de sus actores políticos y su credibilidad como gestores de la realidad. Encontramos distintos grados de desarrollo económico, en ocasiones relacionados con situaciones de conflictos políticos y, en otros, más vinculados a problemas estructurales de sus propias economías. Surgen nuevas realidades sociales que, al tiempo que refuerzan el sentimiento identitario de sus pueblos, corren el riesgo de no hacer un planteamiento suficientemente inclusivo que permita rebajar las situaciones de tensión y enfrentamiento. Y junto a ello, esta realidad heterogénea no lo es en una sola dirección: hay países que se ven sacudidos a un mismo tiempo por crisis económicas, descrédito de las instituciones políticas y conflictividad social. Lo que ha provocado -es cierto- en varios países opciones electorales no convencionales, nuevos liderazgos y planteamientos políticos no enteramente alineados con posiciones ideológicas clásicas. ¿Puede esta situación ser calificada de incierta? Posiblemente sí, pues habrá que esperar a ver cómo responden a las necesidades de sus pueblos, pero lo que no se puede poner en duda es la legitimidad de que gozan en la actualidad dichos gobiernos. América Latina ha ganado en soberanía, lo que es un síntoma de madurez democrática, y le corresponde, por tanto, gestionar su complejidad.
Hablar de complejidad supone, por un lado, reconocer las diferencias y tratar de buscar fórmulas estables de relación y colaboración y, por otro, buscar la manera de que la región se inserte en el escenario de la globalización y haga sentir su peso en el ámbito internacional. Para el primer caso, ya se han ido definiendo espacios de integración regional: a Mercosur, la Comunidad Andina y Centroamérica, se han sumado otras opciones como la Comunidad Suramericana de Naciones o el ALBA. Todos ellos pueden ser útiles para la coordinación de iniciativas y el fortalecimiento de posiciones, tanto hacia dentro como con el exterior, pero lo que, en todo caso, sería deseable es que la opción de pertenecer a uno u otro conjunto integrado no conllevara la exclusión del otro ni, mucho menos, del todo. La razón es muy clara: una fractura de estas características sólo debilitaría a la propia América Latina. Y es que difícilmente se puede encontrar en el mundo una región que posea elementos de integración tan fuertes y sólidos; la historia, la cultura, las lenguas o su composición social articulan una identidad común que posee un extraordinario potencial, aún no suficientemente explorado. ¿Es posible pertenecer al Mercosur o a la Comunidad Andina y, al mismo tiempo, mantener una relación política y comercial con México? No sólo es posible, sino deseable. ¿Es compatible un Acuerdo de Libre Comercio entre Estados Unidos y determinados países del área latinoamericana? Sin duda, sí. El problema nunca estaría en la diversidad de acuerdos comerciales y políticos que se puedan concluir, sino en si éstos benefician o no a dichos países. De la misma manera que se suscriben acuerdos entre la Unión Europea y las subregiones o la Unión Europea y determinados países del continente. O entre los países latinoamericanos y el conjunto asiático. Lo que trato de decir es que las variables son infinitas porque el mundo globalizado ha hecho desaparecer las fronteras físicas e, incluso, las ideológicas y políticas pero, a cambio, se fortalecen los sentimientos identitarios construidos en torno a los elementos antes citados y no siempre es fácil identificarlos. América Latina sí puede hacerlo y eso le da una gran fuerza. Fuerza para negociar, para coordinar posiciones, para resolver problemas, para afrontar retos. Pero, para ello, es necesario tener una visión integradora, no excluyente. Una visión política generosa y que no divida. Una actitud valiente que sea capaz de convertir los riesgos en oportunidades.
En estos últimos meses estamos asistiendo a un debate, cada vez más intenso, sobre el futuro de América Latina. Por fin esta región del mundo vuelve a ser objeto de atención, vuelve a situarse en la agenda pública e, incluso, se observa un renovado interés por parte de algunos gobiernos por construir una nueva relación con los países de la región. Llevamos veinte años contemplando cambios acompañados, en bastantes ocasiones, de convulsiones sociales y políticas pero lo cierto es que hoy el continente goza de estabilidad política y económica; las democracias se han consolidado como fórmulas de gobierno y el desarrollo económico mantiene una senda de crecimiento no conocida hasta ahora. Algunos podrán objetar que, aunque se celebren elecciones, persisten riesgos e incertidumbres o que, aunque es real la bonanza económica, el carácter coyuntural de la misma exigiría realizar algunos ajustes. Pues bien, aun aceptando estas observaciones, nunca hasta ahora se habían abierto tantas expectativas de futuro para el conjunto del continente.
El hecho, tan común en otras zonas del mundo, de que los ciudadanos puedan elegir libremente a sus representantes no es un asunto menor. Sobre todo si recordamos las dictaduras que aún persistían no hace mucho en el Cono Sur o las guerras y conflictos que tenían como escenario el istmo centroamericano. No ha pasado tanto tiempo y ya hay quienes alertan de nuevos problemas. ¡Claro que hay problemas! ¿Quién no los tiene? La cuestión está en saber si estas nuevas democracias tienen la suficiente solidez para responder de manera consistente a los retos que se les va a ir planteando. Sobre todo cuando los retos tienen una diferente naturaleza. Por un lado, aparecen en la escena política colectivos sociales que, hasta el momento, no habían participado en la toma de decisiones. Son los grupos indígenas, cuyas aspiraciones, intereses y prioridades pueden ser coincidentes con las de la mayoría de la población, pero también pueden plantear diferencias que obliguen a una armonización de posiciones. Todo ello lleva tiempo, no sólo para la consolidación de las alternativas políticas sino, sobre todo, para valorar la capacidad de los nuevos dirigentes de responder a la confianza que la ciudadanía ha depositado en ellos. Y, por otro lado, se hace necesario trabajar en la construcción de consensos básicos que permita la convivencia democrática y el libre ejercicio de las opciones políticas. Junto a ello nos encontramos con una situación paradójica; la región crece por encima del 5% y, sin embargo, el problema de la pobreza y la desigualdad se ha ido agravando. ¿Puede un continente aspirar a una mayor cota de estabilidad política cuando tiene 210 millones de pobres? Es evidente que los gobiernos tendrán que hacer un gran esfuerzo para reducir esta cifra, pero también para poner en marcha las reformas sociales y fiscales necesarias que garanticen el crecimiento y la cohesión social.
En cualquier caso, América Latina no puede ser tratada como un todo homogéneo. Hay diferencias de mayor o menor estabilidad política ligada, en cierto modo, a su institucionalidad democrática pero, también, al desempeño de sus actores políticos y su credibilidad como gestores de la realidad. Encontramos distintos grados de desarrollo económico, en ocasiones relacionados con situaciones de conflictos políticos y, en otros, más vinculados a problemas estructurales de sus propias economías. Surgen nuevas realidades sociales que, al tiempo que refuerzan el sentimiento identitario de sus pueblos, corren el riesgo de no hacer un planteamiento suficientemente inclusivo que permita rebajar las situaciones de tensión y enfrentamiento. Y junto a ello, esta realidad heterogénea no lo es en una sola dirección: hay países que se ven sacudidos a un mismo tiempo por crisis económicas, descrédito de las instituciones políticas y conflictividad social. Lo que ha provocado -es cierto- en varios países opciones electorales no convencionales, nuevos liderazgos y planteamientos políticos no enteramente alineados con posiciones ideológicas clásicas. ¿Puede esta situación ser calificada de incierta? Posiblemente sí, pues habrá que esperar a ver cómo responden a las necesidades de sus pueblos, pero lo que no se puede poner en duda es la legitimidad de que gozan en la actualidad dichos gobiernos. América Latina ha ganado en soberanía, lo que es un síntoma de madurez democrática, y le corresponde, por tanto, gestionar su complejidad.
Hablar de complejidad supone, por un lado, reconocer las diferencias y tratar de buscar fórmulas estables de relación y colaboración y, por otro, buscar la manera de que la región se inserte en el escenario de la globalización y haga sentir su peso en el ámbito internacional. Para el primer caso, ya se han ido definiendo espacios de integración regional: a Mercosur, la Comunidad Andina y Centroamérica, se han sumado otras opciones como la Comunidad Suramericana de Naciones o el ALBA. Todos ellos pueden ser útiles para la coordinación de iniciativas y el fortalecimiento de posiciones, tanto hacia dentro como con el exterior, pero lo que, en todo caso, sería deseable es que la opción de pertenecer a uno u otro conjunto integrado no conllevara la exclusión del otro ni, mucho menos, del todo. La razón es muy clara: una fractura de estas características sólo debilitaría a la propia América Latina. Y es que difícilmente se puede encontrar en el mundo una región que posea elementos de integración tan fuertes y sólidos; la historia, la cultura, las lenguas o su composición social articulan una identidad común que posee un extraordinario potencial, aún no suficientemente explorado. ¿Es posible pertenecer al Mercosur o a la Comunidad Andina y, al mismo tiempo, mantener una relación política y comercial con México? No sólo es posible, sino deseable. ¿Es compatible un Acuerdo de Libre Comercio entre Estados Unidos y determinados países del área latinoamericana? Sin duda, sí. El problema nunca estaría en la diversidad de acuerdos comerciales y políticos que se puedan concluir, sino en si éstos benefician o no a dichos países. De la misma manera que se suscriben acuerdos entre la Unión Europea y las subregiones o la Unión Europea y determinados países del continente. O entre los países latinoamericanos y el conjunto asiático. Lo que trato de decir es que las variables son infinitas porque el mundo globalizado ha hecho desaparecer las fronteras físicas e, incluso, las ideológicas y políticas pero, a cambio, se fortalecen los sentimientos identitarios construidos en torno a los elementos antes citados y no siempre es fácil identificarlos. América Latina sí puede hacerlo y eso le da una gran fuerza. Fuerza para negociar, para coordinar posiciones, para resolver problemas, para afrontar retos. Pero, para ello, es necesario tener una visión integradora, no excluyente. Una visión política generosa y que no divida. Una actitud valiente que sea capaz de convertir los riesgos en oportunidades.
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