Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 22/03/07):
La irrupción de Bayrou como serio candidato a la presidencia francesa puede ser un claro síntoma de la crisis por la que atraviesan las formas tradicionales de hacer política en los países de nuestro entorno, incluido, por supuesto, el nuestro. A mi modo de ver, esta crisis de la política se proyecta, al menos, en tres campos, todos ellos relacionados entre sí: primero, en la relación entre gobernantes y gobernados; segundo, en las ideas de derecha e izquierda, y, tercero, en el papel actual de los partidos políticos.
En efecto, debido al lenguaje que se usa cada vez con más frecuencia, hay un cierto hartazgo de la política de blanco y negro, del estás conmigo o estás contra mí, de mensajes únicamente dirigidos a criticar al adversario. A su vez, la confianza del ciudadano en su líder comienza a flaquear: ya no se le cree a pies juntillas, ya no convence el simple brillo de su carisma sino que se le exigen explicaciones razonables. Por fortuna, está aumentando el número de ciudadanos sanamente escépticos, personas que no se casan con nadie, que inteligentemente desconfían por principio de sus gobernantes, aun habiéndoles votado.
En segundo lugar, hay una evidente crisis de las ideas de derecha e izquierda que los partidos de uno y otro signo dicen representar. Ojo: no digo, ni mucho menos, que ya no existan la derecha y la izquierda. Ambas nociones se han distinguido históricamente siempre por lo mismo: la derecha quiere conservar el orden existente y la izquierda cambiarlo favoreciendo una mayor libertad e igualdad entre las personas. Lo que digo es que hoy ni los partidos de derecha son absolutamente conservadores ni, sobre todo, los de izquierda ofrecen cambios sustanciales a favor de la libertad y la igualdad. El ciudadano inteligente al que antes aludíamos al contemplar la situación ahonda en su escepticismo y, además de desconfiar de sus gobernantes, pasa a desconfiar también de las tradicionales ideologías acabadas en ismo,tan de moda en el siglo pasado. Su reacción ante cualquier propuesta, de cualquier partido, consiste en decir: “Veamos”. Y, seguidamente, pasa a analizarla desde su propia perspectiva.
En cuanto a los partidos, quizás nunca han sido gran cosa, aparte de instrumentos imprescindibles para representar a los ciudadanos, pero en estos momentos, por lo menos en España (probablemente también en Francia), su crédito está bajo mínimos por diversos factores, entre ellos su ávido sectarismo y su opaco funcionamiento interno, pero, muy especialmente, por sus ansias de controlar todo aquello que en la sociedad se mueve y puede perjudicar sus intereses, empezando por sus deseos de controlar los medios de información, una de las amenazas más graves con las que se enfrenta la actual democracia. Pues bien, a nuestro escéptico ciudadano los partidos tradicionales ya no le sirven como instrumento de participación política, precisamente considera que son el principal factor que impide la participación. Por tanto, se abstiene de asomarse a ellos y, con flema británica, tiende a esperar a que cambien, se sitúa en una cómoda posición de wait and see.
Tengo la impresión de que la inesperada subida electoral de François Bayrou en Francia tiene que ver con todo eso. Bayrou es el antilíder mediático: un francés de origen campesino que, de alguna manera, aún sigue practicando este viejo oficio. Además, no está encerrado en posturas ideológicas dogmáticas, sino que, frente a los graves problemas con los que Francia se enfrenta, ofrece soluciones pragmáticas y razonables, difícilmente encajables en los rígidos esquemas tradicionales. Por último, Bayrou casi no tiene partido: la UDF es una organización minúscula si la comparamos con la UMP de Sarkozy y el PS de Royal. Pero quizás aquí esté una de las razones para atraerse al ciudadano escéptico del que hablábamos, harto de la prepotencia de los grandes aparatos burocráticos y de unos líderes tan radiantes del glamour que les montan sus asesores de imagen como vacíos de ideas propias, siempre lanzando eslóganes ideados por otros asesores y dispuestos a dar el giro ideológico necesario indicado por los gurús que manejan las encuestas.
Nuestro escéptico elector francés prefiere la autenticidad de Bayrou a los indudables encantos de la inconsistente Ségolène Royal o a la contrastada experiencia del duro Nicolas Sarkozy. ¿Y la ideología?, me dirán ustedes. Como hemos dicho antes, el ciudadano escéptico lo es también respecto a las ideologías, a las palabras, palabras, palabras: se trata de un tipo pragmático, confía en los hechos, en la competencia técnica y en el sentido común.
Las actitudes políticas están cambiando en las sociedades occidentales. Hay una parte creciente de la sociedad que no se identifica con las derechas e izquierdas de toda la vida y ha optado por pensar por su cuenta. Para otros, en cambio, derecha o izquierda forman parte de su identidad personal, hablan de lealtad a la derecha o a la izquierda como si con ellos tuvieran una relación personal, dicen “soy” de derechas o de izquierdas con la seguridad de quien está en posesión de la verdad y tiene una indudable superioridad moral sobre los adversarios.
Nuestro ciudadano escéptico sonríe y se dispone a votar a Bayrou con esperanza y sin convencimiento, según el sano espíritu del viejo poeta. Y quizá, tras votar, se tome un Calvados escuchando al irónico y combativo Georges Brassens: “Mourir pour des idées, l´idée est excellente, moi j´ai failli mourir de ne l´avoir pas eu…”.
La irrupción de Bayrou como serio candidato a la presidencia francesa puede ser un claro síntoma de la crisis por la que atraviesan las formas tradicionales de hacer política en los países de nuestro entorno, incluido, por supuesto, el nuestro. A mi modo de ver, esta crisis de la política se proyecta, al menos, en tres campos, todos ellos relacionados entre sí: primero, en la relación entre gobernantes y gobernados; segundo, en las ideas de derecha e izquierda, y, tercero, en el papel actual de los partidos políticos.
En efecto, debido al lenguaje que se usa cada vez con más frecuencia, hay un cierto hartazgo de la política de blanco y negro, del estás conmigo o estás contra mí, de mensajes únicamente dirigidos a criticar al adversario. A su vez, la confianza del ciudadano en su líder comienza a flaquear: ya no se le cree a pies juntillas, ya no convence el simple brillo de su carisma sino que se le exigen explicaciones razonables. Por fortuna, está aumentando el número de ciudadanos sanamente escépticos, personas que no se casan con nadie, que inteligentemente desconfían por principio de sus gobernantes, aun habiéndoles votado.
En segundo lugar, hay una evidente crisis de las ideas de derecha e izquierda que los partidos de uno y otro signo dicen representar. Ojo: no digo, ni mucho menos, que ya no existan la derecha y la izquierda. Ambas nociones se han distinguido históricamente siempre por lo mismo: la derecha quiere conservar el orden existente y la izquierda cambiarlo favoreciendo una mayor libertad e igualdad entre las personas. Lo que digo es que hoy ni los partidos de derecha son absolutamente conservadores ni, sobre todo, los de izquierda ofrecen cambios sustanciales a favor de la libertad y la igualdad. El ciudadano inteligente al que antes aludíamos al contemplar la situación ahonda en su escepticismo y, además de desconfiar de sus gobernantes, pasa a desconfiar también de las tradicionales ideologías acabadas en ismo,tan de moda en el siglo pasado. Su reacción ante cualquier propuesta, de cualquier partido, consiste en decir: “Veamos”. Y, seguidamente, pasa a analizarla desde su propia perspectiva.
En cuanto a los partidos, quizás nunca han sido gran cosa, aparte de instrumentos imprescindibles para representar a los ciudadanos, pero en estos momentos, por lo menos en España (probablemente también en Francia), su crédito está bajo mínimos por diversos factores, entre ellos su ávido sectarismo y su opaco funcionamiento interno, pero, muy especialmente, por sus ansias de controlar todo aquello que en la sociedad se mueve y puede perjudicar sus intereses, empezando por sus deseos de controlar los medios de información, una de las amenazas más graves con las que se enfrenta la actual democracia. Pues bien, a nuestro escéptico ciudadano los partidos tradicionales ya no le sirven como instrumento de participación política, precisamente considera que son el principal factor que impide la participación. Por tanto, se abstiene de asomarse a ellos y, con flema británica, tiende a esperar a que cambien, se sitúa en una cómoda posición de wait and see.
Tengo la impresión de que la inesperada subida electoral de François Bayrou en Francia tiene que ver con todo eso. Bayrou es el antilíder mediático: un francés de origen campesino que, de alguna manera, aún sigue practicando este viejo oficio. Además, no está encerrado en posturas ideológicas dogmáticas, sino que, frente a los graves problemas con los que Francia se enfrenta, ofrece soluciones pragmáticas y razonables, difícilmente encajables en los rígidos esquemas tradicionales. Por último, Bayrou casi no tiene partido: la UDF es una organización minúscula si la comparamos con la UMP de Sarkozy y el PS de Royal. Pero quizás aquí esté una de las razones para atraerse al ciudadano escéptico del que hablábamos, harto de la prepotencia de los grandes aparatos burocráticos y de unos líderes tan radiantes del glamour que les montan sus asesores de imagen como vacíos de ideas propias, siempre lanzando eslóganes ideados por otros asesores y dispuestos a dar el giro ideológico necesario indicado por los gurús que manejan las encuestas.
Nuestro escéptico elector francés prefiere la autenticidad de Bayrou a los indudables encantos de la inconsistente Ségolène Royal o a la contrastada experiencia del duro Nicolas Sarkozy. ¿Y la ideología?, me dirán ustedes. Como hemos dicho antes, el ciudadano escéptico lo es también respecto a las ideologías, a las palabras, palabras, palabras: se trata de un tipo pragmático, confía en los hechos, en la competencia técnica y en el sentido común.
Las actitudes políticas están cambiando en las sociedades occidentales. Hay una parte creciente de la sociedad que no se identifica con las derechas e izquierdas de toda la vida y ha optado por pensar por su cuenta. Para otros, en cambio, derecha o izquierda forman parte de su identidad personal, hablan de lealtad a la derecha o a la izquierda como si con ellos tuvieran una relación personal, dicen “soy” de derechas o de izquierdas con la seguridad de quien está en posesión de la verdad y tiene una indudable superioridad moral sobre los adversarios.
Nuestro ciudadano escéptico sonríe y se dispone a votar a Bayrou con esperanza y sin convencimiento, según el sano espíritu del viejo poeta. Y quizá, tras votar, se tome un Calvados escuchando al irónico y combativo Georges Brassens: “Mourir pour des idées, l´idée est excellente, moi j´ai failli mourir de ne l´avoir pas eu…”.
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