Por Juan Antonio Estrada, catedrático de Filosofía. Universidad de Granada (EL PÁIS, 17/03/07):
El reto de la Iglesia católica en la sociedad moderna estriba, entre otras características, en que no hay súbditos, sino ciudadanos; en que no hay homogeneidad de creencias, sino pluralidad ideológica y axiológica, y en que se pasa de la autoridad del cargo a la de los argumentos. Ya no se cree simplemente en función de quien lo dice, sino que se esperan argumentos y razones que permitan asumir una directriz, mandamiento o doctrina. El pluralismo de las sociedades modernas, que afecta también a la base social del cristianismo, hace inevitables los conflictos, dada la heterogeneidad de mentalidades e intereses. Hay diversas interpretaciones del cristianismo, que han dado lugar a distintas Iglesias y confesiones, y también a distintas corrientes de opinión dentro de cada Iglesia. De ahí, la importancia de una teología plural, como lo es la sociedad y la Iglesia real. Cuando surge una interpretación o corriente teológica que suscite temores, dudas o consecuencias negativas hay que esperar que sea la misma comunidad teológica la que responda a la corriente o autor implicado. En la iglesia hay cientos de instituciones superiores de teología y son innumerables los teólogos que están dispuestos a evaluar, criticar y responder, caso dado, ante cualquier pronunciamiento teológico con el que no se esté de acuerdo. De esta manera, se facilita la labor teológica con las correcciones que plantea una amplia comunidad de pensadores, capacitados y con argumentos para debatir las cuestiones. De la discusión libre, se puede esperar que se impongan los que tienen mejores razones.
En cambio, el modelo tradicional, que se potenció con el Syllabus de Pío IX en 1864, parte de una teología en la que la Iglesia es una sociedad desigual, en la que unos mandan y otros obedecen, unos enseñan y otros aprenden. Desde ahí se propugna el ideal de la unanimidad en las creencias, que son las que determina la Jerarquía, y se defiende una concepción estrictamente vertical de la Iglesia, en la que la obediencia al magisterio es la piedra angular de la teología. Ésta se reduce a comentar, defender y aplicar los pronunciamientos del magisterio eclesiástico, mucho más cuando el magisterio jerárquico desarrolla su propia teología, que se convierte en oficial, y se convierte en el árbitro único que decide en las controversias teológicas, por encima de la misma comunidad de teólogos. Ya no hay dos magisterios autónomos, el de los doctores y el jerárquico, sino que el segundo domina totalmente al primero e interviene cuando lo estima conveniente.
El resultado ha sido que durante los siglos XIX y XX se acumulan los nombres de teólogos de prestigio amonestados, sancionados y condenados por la jerarquía. El que luego les diera la razón la Iglesia y la teología, no quita que se prosiga con el mismo error, porque no se aprende de la historia. El concilio Vaticano II rompió este planteamiento llamando a los teólogos disidentes y sospechosos como peritos y consultores del Concilio. Se procedió a reformar el Oficio de la Santa Inquisición, que pasó a ser Congregación de la Fe, y se escucharon las voces críticas de los teólogos que cuestionaban a un tribunal en que convergen juez y fiscal, sin que los encausados gocen de derechos fundamentales para defenderse como conocer las acusaciones y los acusadores, y tener pleno acceso a todos los documentos. Hay una larga lista de teólogos importantes que se han expresado en este sentido: Rahner, Schillebeeckx, Chenu, Congar, Küng, Häring…
Cuarenta años después del Vaticano II, la teología tiene los mismos problemas. No han cambiado las cosas en lo fundamental, aunque se han modernizado los procedimientos inquisitoriales. En el posconcilio ha habido más de un centenar de teólogos amonestados, sancionados, destituidos o condenados, entre ellos figuras relevantes como antes del Concilio. El peso del antimodernismo y el rechazo de elementos democráticos que se dieron en otros siglos en la Iglesia, se une al lastre de una teología lastrada por el miedo, la autocensura y un control minucioso. Se prefiere repetir viejos textos dogmáticos y magisteriales en lugar de buscar nuevos caminos que respondan a una sociedad diferente. Así se genera una teología que tiene respuestas para las preguntas que ya casi nadie se hace, y pasa de largo sin respuestas ante los nuevos problemas de hoy. Desde ahí la evangelización de la sociedad moderna es inviable, es inevitable la pérdida de autoridad moral por parte de la jerarquía y crece la distancia con la sensibilidad cultural.
Paradójicamente es lo que comentaba el joven teólogo Ratzinger en 1968, comparando al teólogo con un payaso anticuado: “Se conoce lo que dice y se sabe también que sus ideas no tienen que ver con la realidad. Se le puede escuchar confiado, sin temor al peligro de tener que preocuparse seriamente por algo” (Introducción al cristianismo, página 22). La teología para ser creativa y actual necesita libertad, argumentación y pluralidad. Precisamente lo que más cuesta a una Iglesia marcada por la involución tanto mayor cuanto más amenazante se percibe el pluralismo de la sociedad. Una Iglesia que persigue a las corrientes teológicas más creativas y comprometidas que nacen en su seno está condenada a la esterilidad del pensamiento y a que muchos cristianos cada vez prescindan de lo que dicen sus autoridades.
El reto de la Iglesia católica en la sociedad moderna estriba, entre otras características, en que no hay súbditos, sino ciudadanos; en que no hay homogeneidad de creencias, sino pluralidad ideológica y axiológica, y en que se pasa de la autoridad del cargo a la de los argumentos. Ya no se cree simplemente en función de quien lo dice, sino que se esperan argumentos y razones que permitan asumir una directriz, mandamiento o doctrina. El pluralismo de las sociedades modernas, que afecta también a la base social del cristianismo, hace inevitables los conflictos, dada la heterogeneidad de mentalidades e intereses. Hay diversas interpretaciones del cristianismo, que han dado lugar a distintas Iglesias y confesiones, y también a distintas corrientes de opinión dentro de cada Iglesia. De ahí, la importancia de una teología plural, como lo es la sociedad y la Iglesia real. Cuando surge una interpretación o corriente teológica que suscite temores, dudas o consecuencias negativas hay que esperar que sea la misma comunidad teológica la que responda a la corriente o autor implicado. En la iglesia hay cientos de instituciones superiores de teología y son innumerables los teólogos que están dispuestos a evaluar, criticar y responder, caso dado, ante cualquier pronunciamiento teológico con el que no se esté de acuerdo. De esta manera, se facilita la labor teológica con las correcciones que plantea una amplia comunidad de pensadores, capacitados y con argumentos para debatir las cuestiones. De la discusión libre, se puede esperar que se impongan los que tienen mejores razones.
En cambio, el modelo tradicional, que se potenció con el Syllabus de Pío IX en 1864, parte de una teología en la que la Iglesia es una sociedad desigual, en la que unos mandan y otros obedecen, unos enseñan y otros aprenden. Desde ahí se propugna el ideal de la unanimidad en las creencias, que son las que determina la Jerarquía, y se defiende una concepción estrictamente vertical de la Iglesia, en la que la obediencia al magisterio es la piedra angular de la teología. Ésta se reduce a comentar, defender y aplicar los pronunciamientos del magisterio eclesiástico, mucho más cuando el magisterio jerárquico desarrolla su propia teología, que se convierte en oficial, y se convierte en el árbitro único que decide en las controversias teológicas, por encima de la misma comunidad de teólogos. Ya no hay dos magisterios autónomos, el de los doctores y el jerárquico, sino que el segundo domina totalmente al primero e interviene cuando lo estima conveniente.
El resultado ha sido que durante los siglos XIX y XX se acumulan los nombres de teólogos de prestigio amonestados, sancionados y condenados por la jerarquía. El que luego les diera la razón la Iglesia y la teología, no quita que se prosiga con el mismo error, porque no se aprende de la historia. El concilio Vaticano II rompió este planteamiento llamando a los teólogos disidentes y sospechosos como peritos y consultores del Concilio. Se procedió a reformar el Oficio de la Santa Inquisición, que pasó a ser Congregación de la Fe, y se escucharon las voces críticas de los teólogos que cuestionaban a un tribunal en que convergen juez y fiscal, sin que los encausados gocen de derechos fundamentales para defenderse como conocer las acusaciones y los acusadores, y tener pleno acceso a todos los documentos. Hay una larga lista de teólogos importantes que se han expresado en este sentido: Rahner, Schillebeeckx, Chenu, Congar, Küng, Häring…
Cuarenta años después del Vaticano II, la teología tiene los mismos problemas. No han cambiado las cosas en lo fundamental, aunque se han modernizado los procedimientos inquisitoriales. En el posconcilio ha habido más de un centenar de teólogos amonestados, sancionados, destituidos o condenados, entre ellos figuras relevantes como antes del Concilio. El peso del antimodernismo y el rechazo de elementos democráticos que se dieron en otros siglos en la Iglesia, se une al lastre de una teología lastrada por el miedo, la autocensura y un control minucioso. Se prefiere repetir viejos textos dogmáticos y magisteriales en lugar de buscar nuevos caminos que respondan a una sociedad diferente. Así se genera una teología que tiene respuestas para las preguntas que ya casi nadie se hace, y pasa de largo sin respuestas ante los nuevos problemas de hoy. Desde ahí la evangelización de la sociedad moderna es inviable, es inevitable la pérdida de autoridad moral por parte de la jerarquía y crece la distancia con la sensibilidad cultural.
Paradójicamente es lo que comentaba el joven teólogo Ratzinger en 1968, comparando al teólogo con un payaso anticuado: “Se conoce lo que dice y se sabe también que sus ideas no tienen que ver con la realidad. Se le puede escuchar confiado, sin temor al peligro de tener que preocuparse seriamente por algo” (Introducción al cristianismo, página 22). La teología para ser creativa y actual necesita libertad, argumentación y pluralidad. Precisamente lo que más cuesta a una Iglesia marcada por la involución tanto mayor cuanto más amenazante se percibe el pluralismo de la sociedad. Una Iglesia que persigue a las corrientes teológicas más creativas y comprometidas que nacen en su seno está condenada a la esterilidad del pensamiento y a que muchos cristianos cada vez prescindan de lo que dicen sus autoridades.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario