Porfirio Muñoz Ledo.
La presencia de Felipe Calderón en Davos sorprendió a propios y extraños. En contraste con el discurso centrista y el ánimo apaciguador de sus primeras actuaciones, de pronto asumió el tono beligerante y el simplismo reaccionario de su antecesor. Como si el recuerdo de su primera aparición en ese foro, cuando joven militante, lo hubiese devuelto a su verdadera naturaleza. Dejó la impresión de haber perdido la brújula, o de que ya se le estropeó, porque sólo apunta hacia el norte.
En contraste con un periplo europeo cuidadosamente concebido y con el mensaje conciliador de la diplomacia mexicana, decidió granjearse la simpatía del gran capital agrediendo a otros gobiernos de nuestra región. Desmintió el significado de su asistencia a la toma de posesión de Daniel Ortega y del saludo cordial que había brindado a Hugo Chávez. Olvidó su dicho en el sentido de que el futuro de México está en América Latina y, lo que es peor, nadie le va a agradecer ese gesto, que sólo revela pensamiento anacrónico y torpeza política.
Con maniqueísmo pueril, dividió a los gobiernos de nuestra región en buenos y malos. Los primeros son los discípulos incondicionales del neoliberalismo, que supuestamente ofrecen a los inversionistas seguridad y mercado, mientras los otros "regresan a viejas políticas de expropiación y nacionalización, que han causado daño terrible y provocado las peores crisis". Si en verdad así pensara, la única decisión congruente sería solicitar la derogación del artículo 27 de la Constitución, casi en su totalidad.
Negar a otros el derecho a adoptar determinaciones vitales, que nosotros pudimos tomar ejemplarmente en el pasado, significa renegar de nuestra historia e incurrir en afrentosa actitud insolidaria. El presidente Lula tuvo que advertir que "debemos ser cautelosos cuando analizamos el discurso de los otros" y esclarecer: "Lo que quiere Latinoamérica es que nos paguen precios justos por nuestras materias primas; lo mismo hace México con su petróleo". Y el propio secretario general de la OEA hubo de actualizar al mandatario mexicano: "En 1998 hablamos del ALCA, pero éste ya no se va a dar; es un hecho que tenemos que aceptar y encontrar salidas diferentes" y defender por ende el derecho de los países a seguir caminos distintos.
Ignora tal vez Calderón que las políticas nacionalistas seguidas por cada vez más gobiernos de la región, han sido ya valoradas y asumidas en los grandes centros de poder. Esa es la razón por la que la Unión Europea, después de numerosas posposiciones, iniciará en marzo las negociaciones con los países andinos en vista a la suscripción de un acuerdo de asociación económica, cooperación y concertación política. Es obvio que la fe ciega en la economía de mercado pertenece al pasado y que ahora se exploran y consolidan vías diversas para el desarrollo. Ello explica la pujanza cuando menos de China y de la India.
La presencia de Felipe Calderón en Davos sorprendió a propios y extraños. En contraste con el discurso centrista y el ánimo apaciguador de sus primeras actuaciones, de pronto asumió el tono beligerante y el simplismo reaccionario de su antecesor. Como si el recuerdo de su primera aparición en ese foro, cuando joven militante, lo hubiese devuelto a su verdadera naturaleza. Dejó la impresión de haber perdido la brújula, o de que ya se le estropeó, porque sólo apunta hacia el norte.
En contraste con un periplo europeo cuidadosamente concebido y con el mensaje conciliador de la diplomacia mexicana, decidió granjearse la simpatía del gran capital agrediendo a otros gobiernos de nuestra región. Desmintió el significado de su asistencia a la toma de posesión de Daniel Ortega y del saludo cordial que había brindado a Hugo Chávez. Olvidó su dicho en el sentido de que el futuro de México está en América Latina y, lo que es peor, nadie le va a agradecer ese gesto, que sólo revela pensamiento anacrónico y torpeza política.
Con maniqueísmo pueril, dividió a los gobiernos de nuestra región en buenos y malos. Los primeros son los discípulos incondicionales del neoliberalismo, que supuestamente ofrecen a los inversionistas seguridad y mercado, mientras los otros "regresan a viejas políticas de expropiación y nacionalización, que han causado daño terrible y provocado las peores crisis". Si en verdad así pensara, la única decisión congruente sería solicitar la derogación del artículo 27 de la Constitución, casi en su totalidad.
Negar a otros el derecho a adoptar determinaciones vitales, que nosotros pudimos tomar ejemplarmente en el pasado, significa renegar de nuestra historia e incurrir en afrentosa actitud insolidaria. El presidente Lula tuvo que advertir que "debemos ser cautelosos cuando analizamos el discurso de los otros" y esclarecer: "Lo que quiere Latinoamérica es que nos paguen precios justos por nuestras materias primas; lo mismo hace México con su petróleo". Y el propio secretario general de la OEA hubo de actualizar al mandatario mexicano: "En 1998 hablamos del ALCA, pero éste ya no se va a dar; es un hecho que tenemos que aceptar y encontrar salidas diferentes" y defender por ende el derecho de los países a seguir caminos distintos.
Ignora tal vez Calderón que las políticas nacionalistas seguidas por cada vez más gobiernos de la región, han sido ya valoradas y asumidas en los grandes centros de poder. Esa es la razón por la que la Unión Europea, después de numerosas posposiciones, iniciará en marzo las negociaciones con los países andinos en vista a la suscripción de un acuerdo de asociación económica, cooperación y concertación política. Es obvio que la fe ciega en la economía de mercado pertenece al pasado y que ahora se exploran y consolidan vías diversas para el desarrollo. Ello explica la pujanza cuando menos de China y de la India.
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