Por Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay y, actualmente, es abogado y periodista (EL PAÍS, 14/06/11):
En las democracias no se ha inventado nada más estable que un sólido bipartidismo ni nada más saludable que una alternancia de los dos polos. Cuando uno de ellos tiene problemas, el otro avanza, y eso es lo que les suele pasar a los Gobiernos, enfrentados siempre a dificultades que plantean demandas superiores a las posibilidades.
Aun en la exitosa experiencia política de Chile, las turbulencias que se vivieron adentro de la Concertación, después de cuatro Gobiernos excelentes, llevaron al poder a la oposición de centro-derecha, bien alineada detrás de un candidato fuerte. La alternancia no nació de la situación económica o social, cuando el hemisferio vive una coyuntura de comercio internacional tan favorable como no ha conocido nunca antes. Todo provino de insatisfacciones, conformismos y debates mal canalizados en el proceso de selección de las candidaturas.
En el resto del continente, ese viento a favor viene ayudando: pasó en Brasil, pasó en Colombia, pasó en Costa Rica. En todos estos casos, los problemas mayores los tuvieron los opositores. En Brasil, el poderoso Partido de la Social Democracia brasileña tenía una razonable posibilidad de ganarle a una candidata eminentemente técnica como Dilma Rousseff, pero la elección del candidato no fue la mejor en términos electorales: con el carismático Aecio Neves, gobernador de Minas Gerais, la oposición tenía mejores chances que con el gobernador de São Paulo, José Serra, un estadista completo pero de mucho menor tirón popular.
En Perú, el caso ha sido paradigmático. Las corrientes centristas obtuvieron una mitad del electorado en la primera vuelta, pero divididas dejaron al país delante de un balotaje de dos minorías extremas, con una opción de hierro: o la hija del enigmático seudodictador Fujimori o un exmilitar nacionalista y populista de errática ideología. Ganó éste y encomiéndense a la Providencia quienes creen en ella, para pedirle que se hagan realidad las primeras declaraciones -muy conciliadoras- de un candidato hasta anteayer caracterizado por la demagogia populista.
En Argentina, la cuestión es parecida. La segunda vuelta posee allí un sistema muy especial: no se da si un candidato obtiene el 45% de la votación o si, superando el 40%, aventaja al que le sigue por más de un 10%. Nadie duda que la oposición es, por lo menos, la mitad. Pero dividida en tres o cuatro segmentos, lleva a dudar que su mejor opción quede, como diferencia, a menos de ese fatídico 10%, ante un oficialismo tan armado como lo es siempre el peronismo a la hora de luchar por el poder. Pocos Gobiernos han ofrecido tantos flancos de ataque, pero desde la muerte del expresidente Kirchner y el alejamiento de su confrontativa imagen, la sucesión en manos de su viuda ha desconcertado a una oposición que perdió la motivación de un enemigo ríspido y se desgrana en un extraño juego de personalismos. Nada está definido, pero hoy -objetivamente- eso es lo que se ve.
En la propia Venezuela, donde el arbitrario poder de Chávez inevitablemente unifica el sentimiento opositor, no se ha logrado generar y consolidar un liderazgo capaz de enfrentar esa máquina electoral montada desde el Gobierno.
De todo lo cual se desprende que en el ejercicio político hay un arte, un imponderable oficio hecho de racionalidad y oportunismo, mensaje y medio de comunicarlo, sin cuyo buen manejo es difícil salir victorioso. Ello es así, aun en estos tiempos de rápido crecimiento económico y con la velocidad de los Twitter y los Facebook para llegarle a la gente. En una palabra, no hay sustituto para la conducción política.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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