Por Salvador Martí Puig, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca (EL PERIÓDICO, 08/06/11):
Perú vivió el pasado domingo las elecciones más complicadas de su historia reciente. Esta afirmación no significa que hasta ahora la vida electoral peruana haya sido un remanso de paz -pues los comicios en los que ganaron Alberto Fujimori, Alejandro Toledo y Alan García siempre estuvieron empañados por una intensa polarización-, pero lo que ha ocurrido en este país durante los últimos meses fue una novedad, ya que llegaron a la segunda vuelta dos candidatos que eran considerados antisistema. Por un lado, Ollanta Humala, un exmilitar de provincias con credenciales poco democráticas, y por el otro Keiko Fujimori, la hija de quien ejerció de forma despótica la presidencia durante los años 90.
Con estos contendientes, la campaña electoral siguió una dinámica diferente de la de anteriores comicios, ya que por primera vez las dos personas que competían eran ajenas a la blanca élite limeña. Un cholo y una china apelaban al voto y, por tanto, ambos candidatos tuvieron que articular coaliciones multiclasistas en las que diversos sectores sociales pudieran verse representados. El hecho de que las encuestas proyectasen un empate técnico hizo que la campaña fuera muy agresiva. Por eso las dos plataformas definieron sus propuestas destacando tanto lo que ofrecían al electorado como los peligros que entrañaría una victoria de su oponente.
En esta lógica, Ollanta se presentó como un candidato respetuoso con la democracia y con la economía de mercado, pero con la voluntad de generar un crecimiento más incluyente y presentó a su oponente como la vuelta encubierta de Alberto Fujimori al poder. Gracias a este discurso -cuidadosamente elaborado por los asesores de Lula-, sus apoyos provinieron de las clases medias y populares de provincias, de las organizaciones sociales que aún mantienen códigos políticos tradicionales y, con una especial visibilidad, de los intelectuales temerosos de la vuelta del fujimorismo.
A su vez, Keiko, bajo la bandera de Fuerza 2011, tejió una sólida y variopinta comunión de adeptos. Entre sus aliados estaban los sectores más ricos y más pobres del país. Entre los más pobres figuraba el amplio colectivo del comercio informal, los pobres de las periferias urbanas que carecen de redes sociales y la extensa clientela de las iglesias evangélicas. Con respecto a los más ricos, cabe señalar a los representantes de las grandes empresas transnacionales vinculadas a las telecomunicaciones y a las actividades extractivas (petróleo, gas o minerales). Este último sector, vinculado al gran capital, es el que proyectó en la televisión a Keiko como la candidata del crecimiento y la estabilidad, y a Ollanta como un subordinado de Hugo Chávez. Gracias a este mensaje, hasta pocos días antes de las elecciones muchas encuestas daban a Keiko como la candidata con más posibilidades de ganar. Esta previsión, por increíble que parezca fuera de Perú, es una muestra de la fuerte impronta que dejó la década de gobierno de Alberto Fujimori.
El fujimorismo significó la apertura del país al mercado global sin ningún tipo de regulación, la privatización de las empresas y los recursos naturales, la quiebra de los sindicatos, la imposición de políticas de mano dura, la descalificación de la oposición y la eclosión de la prensa amarilla y los programas televisivos de vedetes y chismes. Con la aplicación de esta indigesta receta, Perú se transformó rápidamente: cambiaron las viejas estructuras corporativas, hubo una cierta movilidad social, se diluyeron los códigos de civilidad y el dinero empezó a circular en grandes cantidades. Junto a ello también se dio carta blanca a un Gobierno que bajo el imperativo de la «modernización» no tenía empacho en reprimir a oponentes y corromper a aliados. Este modelo generó ganadores y perdedores. Ganaron los empresarios que se conectaron con el mercado global y los oportunistas que se aliaron con el Gobierno que distribuía discrecionalmente el dinero público. Además, creyeron ganar los sectores más pobres que soñaron que la desregulación, la informalidad y el discurso plebeyo les conducirían al ascenso social. Esta abigarrada y dispar coalición es la que ha apoyado a Keiko y le ha dado casi la mitad de los sufragios.
Al final, sin embargo, el ganador ha sido un Humala muy diferente del que se presentó hace cinco años. Su candidatura, arropada por el expresidente que derrotó a Fujimori y por los intelectuales que antaño lo habían acusado de extremista y autoritario, se ha impuesto por un escaso margen. Dispone de una coalición mayoritaria en la Asamblea Nacional pero carece del apoyo de los grandes grupos económicos y del favor de los sectores más desposeídos del país. Con esta ambivalente correlación de fuerzas será difícil hacer realidad el cambio tranquilo que ha prometido, pero ha conseguido frenar al fujimorismo. No sé cuál sería el diagnóstico de Carlos Iván Degregori, uno de los más lúcidos intérpretes de la realidad peruana, que acaba de abandonarnos, pero -utilizando un peruanismo- el futuro tiene color de hormiga.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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