Por Marc Parés, profesor de Geografía de la Universitat Autònoma de Barcelona e investigador del IGOP (LA VANGUARDIA, 12/06/11):
El movimiento del 15-M ha puesto sobre la mesa el debate en torno a la calidad ética y democrática de nuestro sistema político en un momento en que la incredulidad de la ciudadanía hacia la política institucional es cada vez mayor. Hemos podido constatarlo en las últimas elecciones municipales, con un 45% de abstención y un fuerte aumento tanto del voto en blanco (4,1%) como del voto nulo (1,72%). También son significativos los datos de los últimos comicios autonómicos en Catalunya, a través de los cuales se escogió un Parlamento que sólo representa al 54,83% de la ciudadanía. Tenemos, por lo tanto, una importante crisis de representatividad y, en consecuencia, de legitimidad. Este, sin embargo, no es el único problema de nuestra democracia. Tenemos también un déficit de funcionalidad. En otras palabras, las políticas públicas que están produciendo nuestros gobiernos no son capaces de dar respuestas satisfactorias a las expectativas y las necesidades de los ciudadanos.
Parece, pues, que cada vez se hace más necesario evaluar nuestra democracia y cuestionarse si puede haber otra manera de hacer las cosas. La evaluación de la calidad de las democracias, de hecho, se ha convertido en una práctica bastante extendida a lo largo de la última década. Diversas organizaciones internacionales han desarrollado índices para hacerlo (The Economist,Polity IV, Freedom House).Todos ellos, sin embargo, han tendido a vincular la democracia con el sistema político y sus instituciones, analizando cuestiones como el sistema electoral, la separación de poderes o los derechos y libertades individuales, siempre desde la óptica de la democracia liberal-representativa. En cambio, no se han detenido a analizar la calidad democrática de las políticas públicas impulsadas por los gobiernos.
Para mejorar la calidad de nuestra democracia y hacer frente a la desafección política, sin embargo, no hay bastante con cambiar la ley electoral y llevar a cabo determinadas reformas al sistema. Hace falta que nos fijemos también con las características de los procesos de elaboración de las políticas públicas. Los políticos, de una vez por todas, tendrían que entender que el voto de los ciudadanos no es un cheque en blanco. La democracia no se construye cada cuatro años, se tiene que construir cada día. Para hacerlo hacen falta nuevas maneras de hacer política, nuevos estilos y nuevos instrumentos que permitan canalizar las demandas y que potencien que los poderes públicos no sólo gobiernen para el pueblo sino con el pueblo.
Diversos autores han teorizado sobre esta cuestión. Benjamin Barber publicó el año 1984 el libro Strong democracy: Participatory Politics for a New Age donde cuestionaba la democracia liberal-representativa. Recuperando los principios de la democracia antigua y siguiendo la tradición republicana, Barber apostaba por una democracia fuerte basada en la idea de una comunidad autogobernada de ciudadanos. Siguiendo esta tendencia, autores como Gutmann y Thompson (2004) o Habermas (1999) defienden a un modelo diferente de administración pública, capaz de elaborar sus políticas a partir de la deliberación. Una administración que escuche, fomente el debate y promueva la implicación de la ciudadanía en la toma de decisiones públicas.
Este nuevo modelo de democracia, que puede concretarse con matices y nombres diversos – participativa, deliberativa, directa-,ya se ha empezado a poner en práctica en algunos lugares. Hemos visto recientemente el caso de Islandia, si bien hay otras experiencias, sobre todo a nivel local, que ya hace tiempo que están trabajando en prácticas de profundización democrática que van mucho más allá de un simple referéndum. Ejemplos pioneros como el de los presupuestos participativos del Brasil han demostrado que es posible hacerlo. También en nuestra casa encontramos algunos municipios como El Figaró o Santa Cristina d´Aro que han apostado decididamente por otra manera de hacer política y han tenido éxito.
Es evidente que todavía hay mucho campo para recorrer y no hay recetas mágicas: hay que innovar para encontrar nuevas formas de hacer política que se basen en la transparencia, el rendimiento de cuentas y la participación. Los tradicionales consejos consultivos no son suficientes para hacer frente a este reto. Hay que pensar en otras formas de participación más flexibles, más abiertas y que realmente respondan a las necesidades de la población. Hace falta apostar por nuevos mecanismos que garanticen la pluralidad y la igualdad, que sean capaces de sistematizar las aportaciones de la ciudadanía, que lleguen a resultados concretos, que se apliquen sobre cuestiones realmente relevantes y que doten al pueblo de poder de decisión. Este nuevo modelo requiere voluntad política, tiempo y recursos, es cierto. Pero, al mismo tiempo, revierte en unas mejores políticas públicas, más creativas, más ajustadas a los problemas reales de cada territorio y, sobre todo, más justas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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