Por Tahar Ben Jelloun, escritor marroquí. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 13/06/11):
Muamar Gadafi y Bashar el Assad están de acuerdo, al menos, en una cosa: hay que eliminar la primavera; a partir de ahora, el año no tendrá más que tres estaciones.
Por culpa de ellos, el fenómeno denominado la primavera árabe está ensombreciéndose y empezando a parecer un «infierno árabe». Son hombres de la estirpe de Sadam Huséin. Como él, no toleran la oposición y reaccionan con las armas. Como él, se aferran a su sillón, que ocupan sin legitimidad. Como él, se apoyan en el tribalismo para mantenerse en el cargo. Como él, temen a la justicia. Como él, están convencidos de que tienen razón.
Las revueltas de Túnez y Egipto triunfaron porque el ejército se unió a los manifestantes. Sin el valor y la audacia de unos cuantos altos oficiales, los dos países estarían aún enterrando a sus muertos.
¿Qué ha sucedido, por qué y cómo fue posible que el sueño se hiciera realidad, aunque sea una realidad salpicada, en estos momentos, de dificultades, decepciones e impaciencia? El genio de un pueblo es imprevisible. No se sabe por qué, un día, la gente sale a la calle y se enfrenta con valentía a las balas de la policía o el ejército. Despreciar, humillar, aplastar al ciudadano es una forma de gobernar y garantizar la consolidación del poder. El Raïs se convierte en padre de la nación, en un personaje indiscutible y libre de hacer y poseer lo que quiera; la tradición y la mentalidad árabe enseñan el respeto absoluto al padre. No se critica al padre, no se levanta la voz en su presencia, se le obedece y se le dan las gracias por existir. Por eso tanto Mubarak como Ben Alí, Gadafi y Bashar el Assad son capaces de considerar alegremente que el país y sus recursos son patrimonio suyo y se presentan como padres de sus respectivas naciones.
En Occidente, esta noción del padre no existe. ¿Por qué está tan arraigada en el mundo árabe y musulmán? En esos países hay una constante: el individuo, como entidad única y singular, no existe, no está reconocido, lo más importante es la familia, el clan o la tribu. La novedad que caracterizó las primeras manifestaciones en Túnez y Egipto fue la aparición del individuo; la gente en la calle no reclamaba aumento de sueldo, sino unos valores universales como la libertad, la dignidad, el respeto a los derechos de la persona. Querían reafirmarse como individuos con derechos y obligaciones y se negaban a que los considerasen súbditos del jefe del Estado.
La inmolación de Mohamed Buazizi, que se prendió fuego, es una rebelión contra el padre. El islam prohíbe el suicidio y la inmolación no pertenece a la cultura tradicional árabe.
Hamza al Khatib tenía 13 años. Le detuvieron en Deraa el 29 de abril por gritar «Abajo el régimen sirio». Fue torturado, recibió descargas eléctricas, le quemaron los pies, los codos y las rodillas, luego le hirieron en el rostro y le cortaron los genitales. Le remataron de tres balazos, uno de ellos en pleno pulmón. El 25 de mayo entregaron el cuerpo a sus padres; se encontraba en estado de descomposición. El padre fue detenido y le obligaron a acusar a los salafíes de haber cometido el crimen. Hamza, como Mohamed Buazizi, se ha convertido en símbolo de una rebelión en la que la sangre no deja de correr.
Estas revueltas no son revoluciones. Surgieron de forma espontánea, sin líderes, sin ideología, sin partidos políticos. Fue la voluntad de no seguir viviendo doblegados, de que no les sigan negando su dignidad de hombres y de mujeres; fue la tozudez de una rebelión que no se detuvo hasta la marcha de quien simbolizaba la represión, el robo, la corrupción y el ejercicio del poder absoluto. Fue una misma cólera que habitaba en el cuerpo y alma de millones de ciudadanos de todo el mundo árabe.
Y ahora, a pesar del desorden actual y las improvisaciones más o menos afortunadas en Túnez y Egipto, el viento de esta primavera continúa soplando sobre el mundo árabe en su conjunto. Los dos países en los que los combates contra la dictadura se saldan a diario con docenas de muertos de civiles desarmados, Siria y Libia, están en manos de un sistema que tiene raíces antiguas y estructuradas. Siria siempre ha sido un Estado policial, con un ejército sólido, que se aprovecha de la proximidad de Israel y Líbano, de donde salió expulsado en 2005.
Líbano (sin gobierno desde hace seis meses) vive en un estado de angustia. Su seguridad es frágil. «Los libaneses», me dice Fouad Siniora, que fue primer ministro, «temen que Siria cree dificultades en la frontera para desviar la atención de la prensa internacional, que sigue de lejos y a través de internet (está prohibida en territorio libio) lo que ocurre todos los días en el país».
Los países del Golfo contemplan con especial interés la evolución de la situación en Siria porque saben que detrás de El Assad está Irán, una potencia a la que las monarquías del petróleo tienen miedo.
Tanto Yemen como Libia, aunque haya grandes diferencias entre los dos regímenes, están condenados a librarse de sus dictadores. Alí Abdalá Saleh se aferra a su puesto de una manera indigna. Los muertos se cuentan por centenares. Se sabe que el país es complejo, está dividido, y la gente está armada. Herido por disparos el 3 de junio, el presidente aprovechó para ir a curarse a Arabia Saudí.
Gadafi ya no tiene futuro. El día que sus mercenarios se cansen, caerá. Ha habido 10.000 muertos desde el comienzo de la rebelión. Qué importa, dice él. Sólo saldrá de Libia por voluntad divina, parece que ha asegurado. Pero la voluntad divina no le ha dicho que asesine a su pueblo. Por eso el Consejo de Seguridad aprobó la resolución 1973 y por eso interviene la OTAN. Creer que Gadafi va a ceder a las presiones internacionales y emprender el camino de un exilio negociado es conocerle mal. Su patología no es de hoy. Es un hombre acorralado que no comprende que se le pueda exigir que se vaya. Está convencido de que tiene razón, que es víctima de Occidente y de los elementos de Al Qaeda. Cuando uno lleva 42 años en el poder, se olvida de lo que es real, piensa que lo normal es lo que él decide. Ha perdido toda noción de la realidad. No está loco, está enfermo. Al contrario que Milosevic, Gadafi no tiene nada que negociar, salvo su marcha.
El caso de Bahréin es significativo. En este país de mayoría chií, la población se rebeló para reclamar el fin de la monarquía. Entonces intervino Arabia Saudí (con la bendición de Estados Unidos). Todo debe cambiar, salvo las monarquías del Golfo. Con los recursos petroleros, pocas bromas. El 1 de junio se levantó el estado de emergencia.
La primavera árabe sigue adelante en este comienzo de verano. Una de sus victorias fundamentales es el fracaso del islamismo, la coartada que permitía a Ben Alí y Mubarak mantenerse al mando y negociar con Occidente. Ahora descubrimos que era un engaño. El islamismo se ha visto totalmente superado por unas revueltas en las que no ha participado. Ha pasado el tren, y los islamistas ni siquiera se habían dado cuenta de su llegada. Han perdido la ocasión. Su programa está caduco. Bin Laden ha muerto, y, con él, toda una fantasmagoría que no corresponde a la realidad. En Egipto, los Hermanos Musulmanes se han constituido como partido. Tendrán que aceptar las leyes de la democracia o desaparecerán del panorama político. El islamismo es una corriente más, entre muchas otras. Tiene derecho a existir, pero de acuerdo con las reglas y las leyes del respeto democrático.
La desaparición de Bin Laden no acaba con el terrorismo. Siempre habrá en alguna parte un iluminado, un loco, un grupo de enfermos dispuestos a poner bombas y matar a inocentes, como sucedió en Marraquech el 27 de abril. El terrorismo tendrá más dificultades sencillamente porque las poblaciones se han vuelto más vigilantes y la policía ha hecho de la seguridad su objetivo prioritario.
El mundo árabe es una entidad que no corresponde a nada; no existe unidad ni filosofía común. Hay unos Estados árabes que no se soportan entre sí, aunque celebren reuniones y cumbres. La hipocresía es manifiesta. Marruecos y Argelia no se entienden. Sus fronteras están cerradas. Túnez tiene miedo del vecino libio. Siria juega en todos los tableros al tiempo que consolida su régimen policial y represivo y confía en volver a introducirse en Líbano, que vive en tensión permanente. Irak cuida sus heridas mientras el terrorismo sigue matando. En Jordania, por ahora, hay calma; ha vivido tiempos difíciles. Sudán se encamina hacia un montón de problemas. Yemen corre el peligro de perderse en una guerra civil. E Israel observa este desbarajuste mientras endurece su política colonial, rechaza la unión de los palestinos y deja caer las propuestas de Barack Obama en el olvido.
El rey Mohamed VI previó estos acontecimientos y propuso, en un histórico discurso pronunciado el 9 de marzo, profundas reformas por las que delegará parte de su poder en el primer ministro y el parlamento. Se celebran manifestaciones todos los viernes y domingos. Las del 3 de junio produjeron la muerte de un manifestante por una paliza de la policía, un hecho grave e imperdonable. El papel de la policía es garantizar el orden, no golpear y matar.
El despertar de los pueblos árabes no ha terminado. El miedo ha cambiado de bando. Los dictadores que ocupan el poder sin legitimidad no podrán mantenerse en él. Tarde o temprano, el mundo árabe se deshará de esos locos furiosos que se aferran a sus cargos a costa de multiplicar las matanzas.
La primavera árabe acaba de dar un rodeo por Europa. Los jóvenes de España y Grecia manifiestan todos los días su indignación.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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