Por David Murillo, profesor de Ciencias Sociales de Esade (EL PERIÓDICO, 06/06/11):
Bertha y Ahmed son arquitectos. Ella, nacida en Alemania Oriental hace más de 30 años. Él, en Jerusalén Este hace casi 40. Llegaron a Catalunya hace 15, ella se sacó el nivel C de catalán a golpe de manual y voluntarismo. Se casaron y hace dos años tuvieron una hija que ha aprendido de golpe alemán, árabe, castellano y catalán. Ahmed se quedó sin trabajo hace dos años. La entrada de nuevos proyectos se detuvo en seco y lo despidieron. Ella sorteó el derrumbe del sector privado, pero a inicios de este año comprobó cómo concursos públicos aprobados quedaban frenados y facturas pendientes dejaban de cobrarse. Ayuntamientos y consejos sobreendeudados, a los que no renuevan las pólizas de crédito, terminaron llevándoselos por delante. La nómina de diciembre llegó recortada. La de enero y febrero ya no llegó. En marzo decidió que por el mismo precio se quedaría en casa.
A finales de aquel mismo mes, Ahmed y Bertha decidieron hacer lo que, según las encuestas, piensa hacer un 73% de los arquitectos: las maletas. Era una discusión que se arrastraba desde hacía meses y la decisión se precipitó. Tras meditarlo mucho, a regañadientes eligieron Israel. Una decisión nada fácil para un chico árabe, moreno y de ojos oscuros. El único de su familia que cuenta con pasaporte israelí y el único que pudo estudiar en la Universidad de Tel-Aviv. Ahmed me comenta lo que más teme: la humillación cotidiana que se vive en su ciudad natal. Quince años en Barcelona, dice, hacen muy difícil el regreso. Irse a Palestina implica ver de nuevo el muro que divide la propiedad del padre en dos, los controles de carretera… Ahmed me cuenta cómo, en el distrito donde vivirán, en Jerusalén Este, días atrás unos niños tiraron piedras a una furgoneta militar. El resultado fue una reunión de los militares con jefes de familia y comerciantes: si el incidente se repetía, la comunidad recibiría las consecuencias. Esta es la tesitura del regreso. La adaptación no será nada fácil y Bertha, con la mirada, demuestra que no está segura. Su historia es apenas una de las muchas historias personales de la crisis. Para los dos, su historia de amor con Barcelona acaba con costes anímicos y económicos. Más de una década cotizando en la Seguridad Social, pagando impuestos y haciendo de falsos autónomos por cuenta ajena no les servirá de gran cosa para su futuro.
En el reciente estudio de Joan Elias Immigració i mercat laboral: abans i després de la recessió se hacía el retrato estadístico de esos inmigrantes que han cobrado notoriedad después de las pasadas elecciones. Un retrato, por cierto, que también hablaba de los nuevos catalanes que, como Ahmed y Bertha, van camino ya de dejar de serlo. Entre los datos que se recogen: los inmigrantes, de media, cobran menos pensiones que los españoles; gastan en el sistema público de sanidad menos de lo que les correspondería por peso demográfico y sufren cerca del doble de paro que los locales (30% frente al 18%). Una diferencia récord de toda la UE, solo superada por Estonia. Según el informe, el 50% del superávit de las finanzas públicas de los últimos años se corresponde con impuestos y contribuciones a la Seguridad Social aportados por inmigrantes, mientras que menos del 1% de los perceptores de prestaciones van a extranjeros. Su salario medio se sitúa en la mitad (sí) del de un español. Un dato más: el 60% de las afiliaciones de inmigrantes a la Seguridad Social en el 2009 fueron en el apartado de trabajadoras del hogar, un hecho que hay que vincular al incremento de la tasa de empleo de las mujeres de aquí. La presentación del estudio de Elias se acompañaba de una frase rotunda: «Los inmigrantes asentados en el territorio español aportan más al Estado del bienestar que lo que reciben de él».
¿Detendrán estudios como el de Elias la oleada xenófoba que se introduce poco a poco en los ayuntamientos? Sin miedo a equivocarnos ya podemos avanzar que no. Los cantos de sirena de las soluciones simples a problemas complejos son la receta común de los tiempos de crisis. Son tiempos en los que toca alejarnos de los estudios científicos para entrar de lleno en el mundo de lo irracional. Un hecho que ya han podido comprobar en carne propia los alcaldes que han osado enfrentarse a la percepción social de la inmigración sin avivar el recurso al miedo y el enfrentamiento. Así, el voto xenófobo de los últimos resultados electorales, por escaso que aún sea, no es más que la antesala de lo que puede venir. Causa sorpresa pensar que algún ayuntamiento podrá combatir la diferencia demográfica que separa el Magreb, Asia y Latinoamérica de Europa, o el diferencial de esperanza que propulsa su población juvenil, con recetas que vayan mucho más allá del fuera de aquí.
Tzvetan Todorov, en uno de sus últimos ensayos, delimitaba la línea de demarcación que separa la civilización de la barbarie. Para el autor, la civilización no es más que una categoría moral que separa el mundo de la razón, la cultura y el respeto al otro del discurso basado en el agravio y la rabia. Ahmed y Bertha ya no estarán entre nosotros, pero al menos se ahorrarán tener que ver cómo, lentamente, vamos adentrándonos en la barbarie.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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