Por Juan Villoro, escritor (EL PERIÓDICO, 05/06/11):
Los acontecimientos piden ser narrados. Aunque alguna secta postula que lo decisivo perdura en secreto, la chismosa mayoría juzga que lo importante tiene que saberse. Una vez superado, un cataclismo necesita convertirse en relato. Nadie sobrevive en silencio.
Para no exagerar con ejemplos límite (la guerra, el exilio, la orfandad, el accidente natural), pensemos en un lugar bastante común para que surja una trama: la antesala del médico. Ahí necesitamos el alivio de la ficción. Mientras aguardamos nuestra historia clínica, imaginamos otra que la mitigue.
En los consultorios suele haber revistas del corazón para matar el tiempo. Pero si llevamos en el bolsillo el acuciante resultado de un laboratorio, requerimos de una evasión más fuerte. Para pensar en otra cosa necesitamos un libro que nos ayude a olvidar los glóbulos blancos.
La lectura es como el paracaidismo. En circunstancias normales solo unos espíritus arriesgados lo practican, pero en emergencias le salvan la vida a cualquiera.
¿Qué determina una buena historia? Para interesar al lector es necesario que las cosas sucedan por algo y quede algo pendiente, es decir, que haya sentido de la consecuencia. E. M. Forster lo explica con misteriosa claridad en Aspectos de la novela. Si alguien dice «murió el rey y luego murió la reina», estamos ante una anécdota que revela la pobre higiene de la casa real. En cambio, si alguien dice «murió el rey porque murió la reina», estamos ante una historia. Ese es el poderío de las consecuencias: una cosa ocurre porque sucedió otra. Los mejores cuentos sorprenden de manera lógica; el desenlace resulta inesperado y al mismo tiempo es congruente con lo que había pasado antes y con la psicología de los personajes.
En su cuaderno de notas, Chéjov esbozó un cuento que no llegó a escribir. El tema es sencillo y perturbador: un hombre va al casino, gana una fortuna y se suicida. Lo normal sería que, al saberse millonario, el personaje fuera feliz y se trivializara bebiendo champaña. ¿Qué lo lleva a matarse por triunfar? Establecer la lógica entre el éxito y el castigo -la consecuencia oculta- permitiría escribir el relato. Chéjov dejó esa asignatura pendiente.
Todos hacemos cosas raras. Lo importante, en literatura, es que el desacuerdo entre el sentimiento y la conducta tenga una causa interesante. ¿Por qué se mata el hombre que ganó? La respuesta depende de descubrir por qué el éxito lo lastima.
En el 2003 o el 2004 escuché una conferencia de Alain Robbe-Grillet, en el Instituto Francés de Barcelona, en la que hizo una observación reveladora. Se declaró discípulo de la novela policiaca, pero no de la escuela de Poe, sino de la de Sófocles. De pronto, el trágico del siglo V antes de Cristo regresaba con la gabardina y la cara desvelada del detective.
En toda trama policiaca hay un investigador, un culpable y una víctima. Sófocles demostró que esas tres figuras pueden ser la misma persona. Edipo se considera víctima de un delito, investiga las causas y descubre que el culpable es él mismo.
Toda historia puede pasar por tales fases, aunque no sea policiaca. El desajuste entre las motivaciones y los hechos representa un enigma a descifrar. Para contarlo hay que convencer al lector y nada resulta tan eficaz como revelar lo que el personaje siente.
Lo primero que los gitanos dicen al leer la mano es: «Usted ha sufrido mucho». Una sabia lección narrativa: ¿cómo no creer a quien conoce nuestro dolor? También Edipo comienza sintiéndose víctima.
Para que haya relato es necesario buscar algo; la trama es una línea de investigación. Edipo indaga un crimen. Al hacerlo, descubre una parte de su vida que le había sido ocultada. Se entera de que la mujer con la que ha procreado es su madre. Para perfeccionar la tragedia, ella se suicida y él se saca los ojos. Solo así deja de ser testigo de lo que ha explorado hasta la aniquilación.
Como Edipo, todo relator es culpable de literatura; no puede ser ajeno ni indiferente. Tarde o temprano, quien cuenta la historia advierte que su participación en los sucesos es más determinante de lo que pensaba.
En ‘Antígona’, Sófocles dramatiza la tensión entre la conducta pública y la privada: la protagonista desea celebrar los funerales de su hermano, enemigo de la ciudad. Sus emociones son tan genuinas como las de la época. Ambas se oponen. En Edipo Rey esta encrucijada es interior. La moral pública y la pasión íntima chocan dentro del personaje.
Los impulsos, las corazonadas y el azar producen acciones cuya verdadera lógica es retrospectiva. Las buenas historias se entienden de atrás para adelante.
¿Por qué hacemos lo que hacemos? Una emoción, un recuerdo, un impulso nos lleva a actuar así. En efecto, reaccionamos de manera extraña. Más extraño aún es que eso tenga explicación: historia.
Fue lo que descubrió Edipo, primer investigador privado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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