Por Andrey Piontkovsky, politólogo ruso y miembro visitante del Instituto Hudson en Washington DC (LA VANGUARDIA, 04/06/11):
Recientemente, las autoridades rusas comenzaron a hacer alarde de las masivas medidas de seguridad que se están poniendo en marcha cara a los JJ. OO. de Invierno del 2014 en el complejo de Sochi, en el mar Negro. Tienen buenos motivos para estar preocupados, y no sólo por la seguridad de los atletas y los espectadores.
La violencia en el norte del Cáucaso está dejando de ser un conflicto regional serio para convertirse cada vez más en una amenaza existencial para toda la Federación Rusa – una evolución que refleja casi todos los errores, fracasos y crímenes del liderazgo postsoviético-.
Dos guerras horrorosas con separatistas locales, entre 1994 y 1996 y entre 1999 y el 2006, se libraron por Chechenia, supuestamente para asegurar la integridad territorial de Rusia.
Nosotros los rusos libramos estas guerras para demostrar a los chechenos que ellos, también, eran ciudadanos de Rusia. Lo hicimos destruyendo sus ciudades y pueblos con bombas de artillería y bombardeos aéreos, y secuestramos y asesinamos a civiles, cuyos cuerpos muchas veces mostraban señales de tortura. No debería sorprender a nadie que los chechenos y otros pueblos del Cáucaso no se sientan muy rusos.
A decir verdad, Rusia perdió la guerra contra los separatistas chechenos. El ganador fue Ramzán Radirov, uno de los comandantes de campo en la contienda. Ostensiblemente, Radirov es una persona leal al primer ministro ruso, Vladímir Putin, pero en realidad es prácticamente independiente del Kremlin, que le entrega un respaldo financiero sustancial, no sólo por su declaración formal de lealtad, sino también por su abrazo público de Putin.
La guerra contra el separatismo en el norte del Cáucaso hoy se ha convertido en la guerra contra el fundamentalismo islámico. Encendido por la violencia de las guerras chechenas, el terrorismo patrocinado por el islamismo se propagó ampliamente por la región, conforme las políticas rusas, similares a las que imperaban durante la guerra chechena, hacen aumentar la cantidad de islamistas.
El presidente Dimitri Medvédev, por ejemplo, regularmente insta a que a los extremistas “se los queme hasta reducirlos a cenizas” y a que se aplique un castigo aterrador que también incluya a quienes “les lavan la ropa y les preparan sopa a los terroristas”. Dada la moralidad de las fuerzas federales (o la falta de esta), Medvédev debería haber entendido que una retórica de esta naturaleza sólo podía producir un incremento significativo de la brutalidad y los asesinatos extrajudiciales en todo el norte del Cáucaso.
El caos resultante sólo sirvió para engendrar nuevos atacantes suicidas dispuestos a crear una nueva ola de terror en el corazón de Rusia. De hecho, la paradoja hoy es que los islamistas parecen estar perdiendo influencia en el mundo árabe mientras que fortalecen su posición en el norte del Cáucaso, donde el Kremlin libró una guerra de doce años sin entender el alcance de la tragedia que estaba teniendo lugar – una guerra civil y étnica de la cual el propio Kremlin es significativamente responsable-.
Después de todo, el tributo que el Kremlin rinde a Kadirov y a las élites corruptas de las otras repúblicas caucásicas ha servido para comprar palacios y pistolas de oro para hombres que están llevando a los jóvenes, desempleados y desfavorecidos de la región por el camino de la revolución islámica. En todo el Cáucaso, una generación entera creció absolutamente desapegada de Rusia – y cada vez más susceptible al reclutamiento en las filas de los guerreros de Alá-.
Una brecha mental prácticamente insondable hoy separa a los jóvenes rusos y caucásicos. Jóvenes moscovitas marchan llevando pancartas que dicen “¡A la mierda con el Cáucaso!”. Jóvenes caucásicos, que se consideran a sí mismos como el lado ganador en el norte del Cáucaso, se comportan de manera cada vez más provocadora y agresiva en las calles de las ciudades rusas.
En el corazón y la mente de la gente de ambos bandos, los rusos y los caucásicos se están distanciando cada vez más entre sí. Pero ni el Kremlin ni sus aliados del norte del Cáucaso están dispuestos a una separación formal. El Kremlin sigue amarrado a sus ilusiones imperiales fantasmales sobre una “zona de intereses privilegiados” que se extiende más allá de las fronteras de Rusia, mientras que los aliados del Norte del Cáucaso, empezando por Kadirov, gobiernan como autócratas independientes felices de aceptar dádivas del presupuesto estatal ruso.
La ironía es que, al igual que el Kremlin y sus aliados, los islamistas no quieren separarse. Sueñan con un califato que incluyera mucho más de la Federación Rusa que el norte del Cáucaso.
Recientemente, Medvédev convocó una gran reunión pública en Vladikavkaz. Allí acusó a enemigos anónimos (sus anónimos ellos supuestamente incluían gobiernos occidentales) de perseguir una agenda destinada a destruir Rusia, y alentó a sus fuerzas de seguridad a hacerlos retroceder. En el universo mental de Medvédev, las represalias salvajes de hoy de alguna manera convertirán el norte del Cáucaso en una zona de turismo internacional de esquí el día de mañana.
Eso no es probable que suceda. El día después de la partida de Medvédev de Vladikavkaz, los terroristas hicieron estallar las cabinas del teleférico en el complejo de Nalchik, no muy lejos de Sochi, donde, para Rusia, lo que estará en juego en el 2014 será mucho más que el ganar medallas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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