Por A. Serra Ramoneda, presidente de Tribuna Barcelona (EL PERIÓDICO, 10/07/11):
Cuando las ovejas que pacen dispersas oyen aullidos que indican la vecina presencia de lobos, tienden inmediatamente a formar un compacto rebaño. Lo mismo ocurre, tal como hemos visto en muchas películas del Oeste, cuando los vaqueros disparan al aire sus revólveres y lanzan gritos para atemorizar a las reses y conseguir que formen una manada que luego puede ser fácilmente conducida al rancho. Un biólogo, Hamilton, sostiene que en tal proceder no hay altruismo alguno, sino el afán de cada animal de interponer a otro miembro del colectivo entre él y el potencial depredador. Todos, a empellones, pugnan por ponerse en el centro del grupo para así conseguir la máxima protección. Quienes se quedan en el exterior corren mayor riesgo.
Este comportamiento gregario también se da entre los humanos. Los economistas ven en él una de las razones de la formación de burbujas especulativas. Se cuenta que en una de las más sonadas, conocida como la South Sea Bubble, que tuvo lugar en Inglaterra en el siglo XVIII, nada menos que Isaac Newton también participó de la locura colectiva -la exuberancia irracional, que diría Shiller- al invertir y perder 20.000 libras esterlinas en la compra de unas acciones que resultaron ser papel mojado. Al comprobar el fracaso, el famoso físico manifestó: «Puedo calcular el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de la gente».
Son numerosas las personas que en España alegan ahora que en su día sostuvieron que el disparatado ritmo de la construcción inmobiliaria y el consiguiente endeudamiento masivo de familias y bancos era insostenible. Pero fueron muy pocas las que se atrevieron a proclamar en voz alta sus temores. Y a reclamar medidas que cambiasen el peligroso rumbo de la economía. Mantenerse dentro de la manada es mucho más cómodo. Esta puede equivocarse en sus decisiones, pero a ninguno de sus miembros se le puede individualmente imputar el error.
Este comportamiento gregario se da también en las organizaciones donde discrepar de la opinión predominante, y sobre todo de la del superior jerárquico, es muy peligroso. La prensa económica norteamericana ha publicado diversos casos de ejecutivos de instituciones bancarias que osaron poner en duda la ortodoxia de los criterios aplicados en el cálculo del riesgo de los sofisticados títulos que iban a emitir. Fueron despedidos sin contemplaciones ante las sonrisas de sus colegas que se embolsaban millones en primas por colocarlos a incautos ahorradores. A la larga los hechos les dieron la razón. Pero nunca se les rehabilitó en el cargo ni se les compensó por los perjuicios ocasionados, mientras que quienes habían seguido a la manada pudieron disfrutar de sus millones a pesar del daño que para su consecución habían inferido. Claro que lo mismo, pero agravado, le ocurrió a Galileo. Al final, los hechos le dieron la razón, pero nadie desde el Vaticano intentó el milagro de tornarle la vida.
Un comportamiento gregario de un grupo humano significa que hay unas creencias y unas preferencias compartidas. Eso tiene aspectos positivos, pues facilita los intercambios y la cooperación incluso cuando sus miembros actúan por motivos egoístas. Pero llevado demasiado lejos, si se castiga en exceso la desviación respecto de la conducta predominante, tiene inconvenientes. El primordial es la pérdida de información privada que puede ser relevante para el grupo. De haber temido Galileo el castigo que sufrió, seguramente no habría revelado una verdad de trascendental importancia para el progreso de la humanidad. De haber sido más numerosos quienes elevaron la voz para dejar claro el peligro del rumbo de nuestra economía, quizá se hubieran tomado medidas que ahora nos harían más dulce la crisis.
En el cuento es un niño quien se atreve a denunciar una evidencia: el rey está desnudo. Seguramente fue su ingenuidad la que le impulsó a dar este paso. Es evidente que todos los adultos que contemplaban el cortejo veían la misma escena, pero alguna razón, tal vez la fuerte pena a la que se exponían, les mantenía la boca cerrada. Caso extremo de comportamiento gregario pero que aún hoy se da en ocasiones. Sería contraproducente conducir al ostracismo en Catalunya a quienes no fueran incondicionales de un triunfante club de fútbol, suscriptores de un diario siempre comedido, clientes de una potente entidad financiera o de un pujante bufete jurídico ni estuvieran claramente identificados con el partido en el poder. Todo coto cerrado empobrece. Aceptar la discrepancia, fomentar la individualidad, reducir los costes de defender otras opciones, enriquece a la colectividad. No al gregarismo, que no somos ni ovejas ni reses.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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