Por Juan Gabriel Vásquez, escritor. Su novela El ruido de las cosas al caer ha ganado el Premio Alfaguara 2011 (EL PAÍS, 17/07/11):
Ahora lo sé porque lo he vivido, y por eso puedo decir que hay pocas experiencias tan intensas como la primera vez que alguien se hace pasar por uno. El año pasado, mientras yo asistía con fascinación a las artes que se da Dick Whitman para robar la identidad de Don Draper en Mad Men, un agente comercial de Iberdrola llenaba un contrato a mi nombre, inventaba mi fecha de nacimiento, firmaba con firma inventada ese contrato y firmaba además dos cartas en las que yo anunciaba a mis proveedores de servicios que me daba de baja con ellos para, por supuesto, irme con Iberdrola.
Mucho después, cuando me di cuenta del fraude, pedí que me enviaran prueba de mi consentimiento, y recibí el contrato con mi firma falsa y con los datos biográficos inventados (y con el alegato insolente de que todo se “ha hecho de forma correcta”). Y aunque sé bien que la prosaica realidad de un comercial corrupto y de la guerra sucia entre proveedores tiene poco que ver con la dignidad de las grandes imposturas -el conde de Montecristo, el talentoso Mr. Ripley-, la situación me ha impresionado de una forma que no había previsto, y he llegado a pensar que lo único comparable a la primera vez que te roban la identidad es el descubrimiento de la muerte que hace un niño: la misma sensación de vulnerabilidad y de impotencia, de que allá fuera hay poderes que no controlamos y que nos pueden dañar en cualquier momento. Y esa epifanía, quién lo iba a decir, se la debo a Iberdrola.
La identidad ha sido siempre nuestra posesión más frágil, pero en estos tiempos su fragilidad se ha acentuado, quizás porque también se ha acentuado su importancia: mucho depende en el curso de un día cualquiera de que podamos probar -con un carnet, con una tarjeta de la Seguridad Social- que somos quienes decimos ser. Es en este sentido que Internet se ha vuelto la encarnación de nuestros peores miedos, el lugar donde nuestra vulnerabilidad es total y es total nuestra impotencia.
Hace unos meses, el escritor argentino Rodrigo Fresán recibió la noticia de que Rodrigo Fresán estaba en Twitter. Ante el primer amigo que le habló de sus opiniones en 140 caracteres, Fresán negó cualquier autoría. “Pero ahí dice que eres tú”, le dijo el amigo. “Y hasta tiene tu foto”. Y Fresán: “No soy yo”. Y el amigo: “Pues ya me parecía. Es que dices cosas tan absurdas…”. Relatando el episodio en su columna de Página 12, escribe Fresán: “Y yo me quedo pensando por qué será que los impostores y los falsificadores siempre son peores que el original”. (También la firma que el agente comercial de Iberdrola había inventado para mí era de una simpleza tosca: “Juan G”, escribió el majadero).
El escritor colombiano Héctor Abad es otra de las víctimas de la impostura en Internet. “Hace unos años”, contaba recientemente en su columna de El Espectador, “el escritor Efraím Medina suplantó las identidades de otros jóvenes escritores colombianos y empezó a mandar, a nombre de ellos, ataques contra mí a varios medios colombianos. Yo estaba bastante asombrado por estos ataques emprendidos por personas que consideraba, incluso, buenos amigos”. Al cabo de los días, Medina se vio obligado a reconocer la grosera suplantación; pero siguió insultando a Abad -llamándolo, por ejemplo, “mediocre escritora”-, y la sutil represalia de Abad, contada como la cuenta en la columna, es la otra cara de la impostura, o bien la impostura puesta a servicio de un objetivo noble como es noble derrotar con sus propias armas a un ladrón de identidades: Abad se hizo pasar por una joven escritora residente en Canadá y comenzó a escribirle a Medina seductores correos, con el resultado de que Medina le declaró su amor y Abad tuvo que darle a su personaje ficticio un final inesperado. “Al cabo del tiempo, y mirándolo con cabeza fría”, escribe Abad, “yo creo que uno tiene derecho a hacerse pasar por otro que no existe, pero hacerse pasar por otro que vive, y escribir a nombre de él, es un delito”.
Lo cual no quiere decir, desde luego, que los perpetradores de las imposturas respondan como deberían responder, y así el carácter de Internet, que favorece el anonimato y la arbitrariedad y la impunidad y la cobardía, ha convertido la Red en el hábitat natural de los ladrones de identidades.
Hace poco un lector se me acercó a felicitarme por las valientes denuncias que había hecho en una serie de correos colectivos. El objeto era alguno de los ejércitos ilegales que pululan en mi país, no recuerdo cuál, pero sí recuerdo que aquel hombre se decepcionó cuando supo que no era yo el osado escritor de esos e-mails. Le dije que yo, cuando quería meterme en problemas, lo hacía en mi propia columna, y en todo caso en un medio impreso, pero no dejó de sorprenderme la facilidad con que alguien puede estar usurpando mi nombre y mi cara en cualquier momento: esos rasgos que yo, con imperdonable inocencia, había creído intransferibles.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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