Por Pere Puigdomènech, director del Centro de Investigación Agrigenómica (EL PERIÓDICO, 09/07/11):
A primera vista parece una idea magnífica. Los combustibles líquidos que hacen correr nuestros coches y aviones son esenciales para el estilo de vida que llevamos. Pero sabemos que los obtenemos del petróleo y que, aunque lo hay, no es infinito y algún día se acabará. También sabemos que cuando quemamos el petróleo se producen gases que están teniendo un efecto sobre el clima, y esto nos preocupa. Podemos imaginar producir gasolina de las plantas. Si fuera posible no dependeríamos del petróleo y el carbono emitido vendría del que las plantas habrían fijado. Las cosas no son tan sencillas.
Nuestra vida y nuestras actividades utilizan energía que obtenemos de nuestro entorno. Durante siglos solo hemos utilizado la energía de lo que comemos nosotros y nuestros animales domésticos y la madera que quemábamos. Ahora, con el estilo de vida que llevamos, hemos multiplicado por 25 nuestras necesidades de energía. Pero ya sabemos que la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma, como nos dice la física. Una parte de la energía que usamos proviene del origen de nuestro planeta, como la energía nuclear o la geotérmica. El resto, de forma directa o indirecta, viene del Sol.
El petróleo, el gas o el carbón son energía solar convertida en energía química por microorganismos y plantas durante cientos de millones de años y que se ha transformado en las profundidades de la corteza de nuestro planeta. Todos estos organismos fijaron el carbono de la atmósfera en un proceso muy lento. Cuando quemamos esos combustibles, devolvemos de manera rápida el carbono a la atmósfera. Por tanto, si queremos nuevas fuentes de energía es normal que nos dirijamos hacia el Sol, que mueve el viento y el agua que utilizamos en molinos de viento y embalses. Pero una buena solución sería rehacer lo que pasó hace millones de años y aprovechar la energía solar que fijan las plantas y los microorganismos y tener una fuente continua de carburantes. En un proceso llamado fotosíntesis, las plantas, por acción de la luz, producen azúcar rico en energía a partir del dióxido de carbono de la atmósfera y agua.
Actualmente ya se utilizan dos tipos de biocarburantes: etanol y biodiésel. El etanol se produce por fermentación del azúcar, sobre todo de caña en Brasil y partiendo del almidón de maíz en Estados Unidos. El biodiésel procede de aceites como el de colza, que se tratan para obtener un combustible similar al gasóleo. Tanto uno como otro tienen dos problemas. Uno de ellos es que para obtenerlos hay que plantarlos, recogerlos, transportarlos y producirlos, y en muchos casos se termina lanzando a la atmósfera más carbono del que se fija. De hecho, la fotosíntesis es un proceso poco eficiente de fijar la energía solar. Solo entre un 1% y un 2% de la energía que llega a una superficie con plantas se convierte en energía química. El otro gran problema es que el etanol y el biodiésel se producen con plantas que también utilizamos como alimentos. Si utilizamos una parte de estos cultivos para producir combustible, disminuye la disponible para la alimentación. En algún momento esto puede haber sido causa del aumento del precio de los alimentos, y no es de extrañar que los biocarburantes tengan detractores acérrimos.
El uso de los biocarburantes se ha ido extendiendo gracias a las subvenciones públicas. En EEUU estas subvenciones se han justificado para reducir la dependencia energética del petróleo importado y porque plantar cultivos dedicados a la energía es interesante para los agricultores. También en Europa se pide que los combustibles tengan un porcentaje de etanol o de biodiésel. En los objetivos sobre energías renovables, los biocarburantes están siempre presentes, pero en el marco de políticas en general bastante erráticas.
Somos conscientes de que si queremos mantener un nivel de vida como el actual hay que preocuparse de resolver nuestras necesidades de energía. Sabemos que debemos ahorrarla, pero también que debemos producirla de manera diferente a como lo hacemos ahora. Y parece razonable que las plantas nos ayuden a obtener carburantes que no dependan del petróleo y que rebajen nuestra emisión de carbono a la atmósfera. Pero los actuales procesos de producción no son muy eficientes y pueden competir con la producción de alimentos. Por lo tanto, seguramente solo tiene sentido producir biocarburantes en países como Brasil, donde la superficie cultivada es muy grande, o en tierras marginales que no se utilizan para producir alimentos. Y hay que trabajar para encontrar nuevos procedimientos. Se trabaja en obtener combustibles que no provengan de los azúcares o los aceites, sino de la celulosa, el producto vegetal más abundante y que no lo comemos. Se investiga sobre microalgas que no necesitan ser plantadas, pero que aún son costosas. Por lo tanto, el uso de biocarburantes dependerá de nuestra investigación y del precio de otras fuentes de energía. Son condiciones necesarias para que participen en una proporción cada vez mayor como fuente de energía.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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