Por Tomás Pérez Viejo, profesor-investigador de la Escuela Nacional de Antropología e Historia -INAH de México (ABC, 15/07/11):
Ciertamente, la presencia de España, lo español y los españoles en la vida pública de las repúblicas hispanoamericanas ha sido constante desde la proclamación de las independencias, superior a la de cualquier otra región del mundo y para nada comparable a la que se ha dado a la inversa. Una presencia en la que los factores coyunturales, diferentes de unos momentos históricos a otros, han sido importantes, pero cuya persistencia a lo largo del tiempo revela un problema de fondo, al que podríamos denominar el «problema español» de Hispanoamérica, difícil de entender y hasta de percibir desde España, pero que condiciona de manera decisiva las relaciones entre los países hispánicos de uno y otro lado del Atlántico.
El origen de este «problema español» habría que buscarlo en las peculiaridades de un modelo de imaginación de la nación diferente del que se dio en otros territorios coloniales. Las elites que hicieron las independencias americanas, como todas las que vivieron la sustitución de un sistema de legitimidad dinástico-religioso por otro de tipo nacional, tuvieron que enfrentarse al arduo problema de imaginar naciones capaces de dar legitimidad a Estados basados en la soberanía nacional y no en la fidelidad al rey. Un proceso en el que la invención del otro, la frontera que define lo que somos y lo que no somos, fue determinante.
En las naciones surgidas de la disgregación de un orden imperial «el otro» es, se podría decir que por necesidad, la antigua metrópoli. La peculiaridad hispanoamericana deriva de que los autores de las independencias fueron los descendientes biológicos y culturales de los antiguos conquistadores y colonizadores españoles. El otro era, en sentido literal y metafórico, parte de uno mismo y de la comunidad imaginada nacional. Tenía como consecuencia un complicado y conflictivo papel en el relato de nación. No resultaba fácil estigmatizarlo como extraño y ajeno, pero tampoco incluirlo como parte del «nosotros» colectivo. El relato de nación podía ir, y fue, desde la negación de España como el otro absoluto, la adherencia de la que era necesario liberarse para recuperar el ser nacional auténtico y verdadero, hasta su conversión en la parte más íntima y preciada, aquella que era preciso conservar y mantener como fuente y origen de la nacionalidad. Un dilema que va a hacer de la herencia española el centro de una larga y compleja polémica identitaria, desde México hasta Venezuela, Argentina y Chile.
Frente a los que afirmaban que las naciones hispanoamericanas, hijas de la conquista y de la colonia, eran herederas y continuadoras del legado español, se alzaban los que proclamaban que, hijas del mundo prehispánico, muertas con la conquista y resucitadas con la independencia, tenían en España su principal y secular enemigo. Para los primeros, la defensa de España y lo español se convirtió en uno de los centros de su ideario político; para los segundos, la desespañolización era el objetivo patriótico que permitiría borrar cualquier huella de una civilización ajena, oscurantista y degradada. Este conflicto identitario se coloreó, desde muy pronto, con un fuerte componente ideológico. Mientras que el liberalismo hispanoamericano fue, de manera general, hispanófobo, el conservadurismo tendió a ser hispanófilo, dicotomía que ha pervivido, con distintos matices, en la posterior división entre izquierdas y derechas. No se debe olvidar, sin embargo, que se trata de un conflicto identitario, no ideológico, y que las líneas de fractura entre uno y otro no siempre son coincidentes.
El problema español, y la dicotomía ideológico-identitaria que lo sustenta, lejos de atenuarse se ha visto fortalecido en las últimas décadas del siglo XX y primera del XXI por la irrupción de dos factores nuevos: el desembarco de empresas multinacionales españolas y la coloración indigenista de las izquierdas hispanoamericanas. La llegada de las multinacionales españolas ha resucitado todos los fantasmas del español explotador y colonialista. Las referencias a la «segunda conquista» se han hecho habituales en los medios de comunicación de izquierda y la presencia de capitales españoles, destacada como elemento de movilización en todo tipo de conflictos, desde los sindicales a los ecológicos. Todo líder social sabe que las injusticias laborales o los ataques al medio ambiente son siempre más lacerantes cuando la responsable es una multinacional española. Muchas de estas inversiones españolas, además, lo han sido en antiguas empresas públicas, en procesos de privatización no necesariamente transparentes, y en sectores como la banca, la electricidad o la telefonía, con una incidencia directa en la vida cotidiana de la población. El chivo expiatorio perfecto, un capitalismo español que remite, a la vez y sin solución de continuidad, a los crueles encomenderos del siglo XVI, origen de todos los males que asuelan el continente y al neoliberalismo responsable del desmantelamiento del capitalismo de Estado, tan caro a la izquierda latinoamericana.
La deriva indigenista de la izquierda latinoamericana, por su parte, es un proceso que viene de lejos pero que se ha agudizado en las últimas décadas. Fenómenos tan dispares como el auge del multiculturalismo, el éxito de los estudios literarios postcoloniales, el crecimiento de la conciencia ecológica o el desarrollo de movimientos antiglobalización buscaron, y encontraron, en «el indio» un sujeto histórico ideal. Si a esto añadimos una tradición victimista, que ha tendido a explicar los males de América a partir de causas externas y que ha impregnado tanto al mundo académico, a través de la teoría de la dependencia, como las percepciones populares (ahí está el éxito de un libro como Las venas abiertas de América Latinade Eduardo Galeano) se hace innecesario cualquier comentario al respecto. Se ha creado el marco perfecto para la conversión del indio en símbolo de todas la injusticias de la tierra. El indigenismo, como consecuencia, se ha convertido en seña de identidad de una parte importante de la izquierda hispanoamericana, con un fuerte componente antihispánico. España representa el enemigo, causa y origen de todos los males que afligen a las clases populares, indígenas pero no sólo, desde el momento de la conquista. Lo es así, sin duda, en la Bolivia de Evo Morales, cuya voluntad explícita de refundar una nación indígena es clara en todo su proyecto político, pero las llamadas a la refundación nacional, o lo que es lo mismo, el rechazo de la nación criolla salida de las guerras de independencia, están presentes en muchos de los movimientos de izquierda, en el poder y fuera de él, de un extremo a otro del continente. Propugnar la refundación de la nación, no del Estado, incluye, de manera general, una clara voluntad de ruptura con el pasado español y la herencia española en la que la recuperación del alma indígena comparte programa, sin el mínimo conflicto, con la abolición de las corridas de toros. Al fin, el «problema español» en Hispanoamérica no sólo sigue vigente sino posiblemente mucho más activo que nunca y con posturas y planteamientos que poco o nada han cambiado en los dos últimos siglos. Ignorarlo desde esta orilla del Atlántico constituye tanto una temeridad como un desatino.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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