Por Otto Granados, director del Instituto de Administración Pública del Tecnológico de Monterrey (EL PAÍS, 16/07/11):
Las elecciones estatales del pasado 3 de julio dieron el pistoletazo de salida en la disputa por la presidencia de México en el año 2012. Y la pregunta que muchos se hacen es por qué el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el gran derrotado en el año 2000, está ganando elecciones nuevamente.
Lo primero que conviene señalar es que los números muestran que en los últimos años el PRI ha sido el partido más votado tanto en las elecciones legislativas como en las estatales y municipales. En estricto sentido, el que un partido gane o pierda elecciones en condiciones de normalidad electoral y sin grandes niveles de conflictividad no solo no debiera llamar particularmente la atención, sino que podría significar incluso que una democracia incipiente va procesando con razonable eficacia uno de los aspectos elementales de todo sistema político.
Pero ni México tiene todavía un sistema político plenamente homologable al de otras democracias más asentadas, ni la historia del régimen construido en torno al PRI, cuyas bases sociológicas e institucionales aún subsisten, puede calificarse de ordinaria. Quizá por ello, la profecía de que la derrota del PRI del año 2000 lo llevaría a reinventarse y decapitar a los dinosaurios para sobrevivir o, de lo contrario, terminaría perdiendo sucesivamente elecciones hasta ser borrado del mapa político, resultó, en ambos supuestos, fallida.
Once años después, el PRI gobierna en 19 de los 32 Estados del país, en 23 de las 32 ciudades capitales, es mayoría en la Cámara de Diputados y, aun como minoría, en la práctica domina en el Senado. ¿Qué pasó?
La explicación más inmediata, pero no la única, es que el PRI se ha beneficiado fuertemente del pobre desempeño que el Partido Acción Nacional (PAN) ha tenido como Gobierno. Si bien la economía crece y hay un ensanchamiento de las clases medias, la percepción de incompetencia de las dos presidencias panistas, el desencanto con las promesas de cambios reales en el país y la mala calificación ciudadana acerca de la estrategia contra la inseguridad y la violencia han producido la sensación de que la capacidad del PAN para gobernar está agotada. De hecho, hoy el nivel de aprobación de Calderón apenas alcanza el 49%, muy lejano del 66% del que disfrutó al principio de su Gobierno.
Si en las democracias tempranas la formación que ha liderado la transición se debilita y los nuevos gobernantes son poco efectivos, suele ser natural que dicho sentimiento se exprese en un castigo electoral. De hecho, como documentó Samuel Huntington en otras transiciones, los partidos y líderes que emergieron en diversos escenarios de alternancia “fueron derrotados más veces de las que ganaron cuando intentaron ser reelegidos”.
Por el lado de la izquierda, el PRI se ha beneficiado de un paisaje donde el Partido de la Revolución Democrática (PRD) ha mostrado tendencias suicidas muy arraigadas y, por ende, el saldo electoral de esta temporada ha sido, sin matices, un verdadero desastre. Hay al menos tres problemas que el PRD enfrenta para constituir una opción electoral exitosa. Por un lado, parece vivir una galopante crisis de identidad que le impide ocupar el espacio del centro-izquierda que le era más o menos natural cuando nació, a finales de los años ochenta, y en el que ahora compite, con todo y sus indefiniciones, con la retórica general del discurso priista. El segundo punto es que sus debilidades orgánicas no le permiten ofrecer una alternativa realmente original: donde han ganado elecciones ha sido en alianza con el PAN y con candidatos que eran, apenas semanas antes, miembros destacados del PRI. Y el tercero es que el comportamiento de Andrés Manuel López Obrador ha generado serias divisiones internas que han contribuido a destruir la mayor parte del capital político y electoral del PRD.
El segundo factor es el papel del PRI. A despecho de quienes entonaron su réquiem en el 2000, el PRI parece haber conseguido hacer de sus debilidades su principal fortaleza.
A contracorriente de muchas opiniones que le aconsejaban seguir una estrategia rupturista, el PRI se ha desempeñado con eficacia combinando varios ingredientes. Además de su notable instinto de supervivencia, ha sabido evitar escisiones profundas y privilegiar su rodaje pragmático. En segundo lugar, su implantación nacional, ahora fortalecida por el peso de los gobernadores, le ha permitido aprovechar tanto una enorme capacidad de movilización como una poderosa maquinaria electoral en la cual confluyen los residuos del corporativismo que aún simpatiza con el PRI, la militancia histórica (y sociológica) que constituye el núcleo central de su voto duro, y una parte de electores modernos, jóvenes y de zonas urbanas, antes monopolizados por el PAN. Y, por último, ha ejecutado una operación muy hábil para construir, en un México que pasó de la monarquía presidencial al feudalismo regional, una efectiva arquitectura política, presupuestaria y electoral dirigida por los barones del PRI en los Estados.
Esos factores ayudan a explicar por qué los años en que el PRI perdía en los Estados del norte moderno, rico y cercano a EE UU y del centro católico y conservador, y ganaba solo en los del México rural, pobre, caciquil y atrasado, son cosa del pasado. Hoy el PRI gobierna en 19 Estados de muy variada composición económica, social, urbana y demográfica, y está captando tanto los votos tradicionales de la población rural, adulta, con menor escolaridad e ingresos más bajos, como porciones relevantes de jóvenes más educados y de clases medias urbanas y profesionales. En 2011, por ejemplo, el PRI controla 66 de los 100 Ayuntamientos de las ciudades más pobladas y con mayores niveles de urbanización de México.
Y la tercera causa de la resurrección del PRI es que, a menos que realicen una gestión muy notable, cosa que evidentemente no ha ocurrido con el PAN, la evidencia sugiere que las nuevas democracias suelen presentar un síndrome que mezcla desconfianza en la política, percepción de ineficacia de los nuevos líderes, bajos niveles de valoración de las instituciones democráticas e insatisfacción con el desempeño de las instituciones representativas, lo que lleva, entre otras cosas, a la abstención o al voto de castigo al partido gobernante, como hoy ocurre en México.
Más aún: de acuerdo con la experiencia comparada, cuando los regímenes autoritarios fueron más o menos moderados, tuvieron algún éxito económico y sus líderes fueron desplazados de manera democrática y estable, como fue el caso de México en 2000, la sensación de los ciudadanos de que, ante el desencanto con el desempeño del nuevo régimen, el viejo no era tan malo, surge de manera casi espontánea.
Este es un punto del que, consciente o no, el PRI se ha beneficiado. Sabe bien que, tras una historia tan peculiar como la suya, no puede presentarse como un partido muy diferente, y juega con la posibilidad de que, vistas las alternativas, se valore mejor -o menos negativamente- su legado político y su experiencia de gobierno. Es decir, como la memoria es a menudo selectiva, es probable que, a la luz de los problemas del México actual, la gente mire hacia atrás con nostalgia en cuanto a sus logros y que resulte tentador por ello, como apuntaba Fernando Henrique Cardoso hace unos años hablando de América Latina, “comparar un pasado idealizado con un presente frustrado”. Algo de eso revelan los estudios demoscópicos de estos meses.
Finalmente, ¿el saldo electoral de 2011 anticipa automáticamente lo que viene? Puede ser. Todos los sondeos de intención de voto, sin excepción, le dan al PRI una amplia ventaja para las próximas elecciones presidenciales, pero un año es demasiado largo y la política en México es la más inexacta de las ciencias.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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