Por Manuel Castells (LA VANGUARDIA, 16/07/11):
“Cuando un amigo se va, queda un tizón encendido, que no se puede apagar ni con las aguas de un río”. Y así se fue cantando Facundo Cabral, el amigo de todos los que sueñan con un mundo de amor invulnerable a esa violencia multiforme que pudre nuestras vidas. Lo mataron los violentos porque no soportaban escuchar palabras de paz y ternura desde las sombras atroces en donde merodean alimañas que alguna vez fueron humanos. Matar y descuartizar como forma de no ser. Desangrar un corazón que latía por todos. Reflejar la monstruosidad de su existencia. Negar la vida mediante el culto a la muerte. Sin cálculo ni propósito aunque la demencia asesina se disfrace de estrategia de negocio y siga consignas de poderes ignotos.
Dícese que fue un error de los sicarios zetas, la banda mexicana que aterroriza Guatemala en alianza con ex comandos del ejército guatemalteco, como los zetas lo fueron del mexicano. Según informaciones difundidas con sospechosa celeridad, el objetivo era el empresario nicaragüense Fariñas, organizador de los conciertos de Cabral, a quien conducía al aeropuerto en su coche. Tal vez. Aunque parece extraño tratándose de profesionales que Fariñas sobreviviera y Cabral no. Para Rigoberta Menchú, Cabral murió por sus ideales, fueron a por él. Fariñas vive en Guatemala y podían haberlo liquidado con menos publicidad. A menos de que se buscara la repercusión social del asesinato. Silenciar a periodistas, intelectuales, poetas, cantores, líderes morales capaces de dar fuerza a las personas para que desde esa fuerza sean capaces de resistir, de perder el miedo. Porque si la sociedad pierde el miedo, los violentos están perdidos.
Aún podrán matar a muchos pero, poco a poco, la ciudadanía, con su constante presión sobre gobiernos corruptos e ineficaces, con su vigilancia y denuncia, con su condena moral y su desprecio personal irá introduciendo anticuerpos de paz en esa guerra sórdida que se expande por el mundo, no sólo en México o América Central. Superar el miedo se consigue juntándose con otros en torno a la comunidad de sentirnos seres humanos. Y esa comunidad se alimenta de la otra emoción básica de nuestra especie: el amor, el amor que damos y recibimos en todas sus formas, el amor de donde nacen tanto el sentido espiritual de la vida como la alegría de vivir por estar con quienes queremos y nos quieren. La violencia, ya sea la barbarie de los sicarios o la paliza a la pareja en la soledad del hogar, es lo contrario de la convivencia sobre la que se funda la vida. Por eso construir la convivencia ha sido la dimensión decisiva de nuestra historia. De ahí vienen contratos sociales, compromisos éticos e instituciones democráticas. Y de ahí también que cada ordeno y mando, cada amenaza de recurrir al monopolio de la violencia en el que se funda todo Estado, sin atender razones o diálogos, remite a lo peor de nosotros.
La violencia que asuela muchos lugares de América Latina (pero también de Áfricay de Asia y de Estados Unidos (¿recuerda Colombine?) o de Europa (las masacres en Bosnia aún están calientes) tiene raíces concretas, propias de cada sociedad, pero se manifiesta también en las redes globales de la economía criminal, en el fanatismo terrorista o en las dictaduras a sangre y fuego.
El horror llega a su cúspide en ese aquelarre sangriento desatado por los cárteles mexicanos tras la incompetente ofensiva de Calderón. Pero la violencia insensata tiene su propia dinámica que va más allá de lo instrumental. No es sólo para vencer al otro. Ni siquiera para aterrorizar y prevenir cualquier resistencia. Hay una deriva propia del hecho violento que transforma a sus perpetradores. Probar sangre humana droga a quien lo hace. Según los estudios y reportajes realizados sobre los sicarios, una vez están en esa vida nada es comparable como fuente de excitación. El sentimiento de poder total, la simplicidad extrema del patrón de conducta (matar o ser matado), la pulsión sádico-sexual de torturar los cuerpos y transgredir cualquier moral, el construir un universo en el que no hay otras normas que las que se derivan de la propia comunidad de desalmados que renunciaron a su especie. Por eso no hay salida para los sicarios, porque ya nunca podrán ser otra cosa que sicarios, incluso cuando se reciclan como infiltrados al servicio de la policía. Y por eso les es intolerable cualquier palabra que les recuerde lo que fueron cuando aún podían amar y ser amados. Por eso el amor es lo más subversivo porque las instituciones de la sociedad están construidas sobre el miedo como realidad concreta y el amor como sueño inalcanzable. Porque si la gente pudiera amar seria autónoma con respecto a todas las formas de dominación.
Eso cantaba Facundo Cabral, de eso hablaba, del amor en todas sus formas. Y proponía empuñar las guitarras y dejar las pistolas, para sentir y volver a sentir. Que su asesinato fuera el objetivo primario o el secundario no es lo que realmente importa, aunque sea esencial esclarecerlo y castigar a los culpables (pero ¿cuáles?, ¿dónde? ¿Al Cachetes en la cárcel de Guatemala? ¿A los capos de los zetas? ¿A sus protectores policiales en Guatemala y México?). Lo significativo es que el mundo entero, empezando por las gentes sencillas de América Latina, han tomado la muerte de Cabral como un intento de silenciar una canción de amor y paz. Y han dicho no. La llamada del amor será más fuerte.
Y así llegaremos a la paz, en nosotros, entre nosotros y con los otros. Facundo Cabral se acababa de casar, a sus 74 años, con la psicóloga marplatense Silvia Pousa, su amor desde hacía 15 años. Y volvía a Argentina para vivir ese amor porque el “no era de aquí, ni era de allá, no tenía edad ni porvenir y ser feliz era su color de identidad”. Murió en el amor y por el amor y nos dejó el amor como único antídoto contra la violencia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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