Por Paolo Flores d’Arcais, filósofo y editor de la revista MicroMega. Traducción de Carlos Gumpert (EL PAÍS, 08/07/11):
El nombramiento del cardenal Angelo Scola como arzobispo de Milán es tan increíblemente atípico que exige una explicación razonable. El cargo de Patriarca de Venecia es uno de los más prestigiosos de la Iglesia. Es más, el traslado a Milán constituye, desde un punto de vista protocolario, una suerte de retroceso, porque el de Patriarca de Venecia es título superior al de cardenal y arzobispo. En definitiva, nadie se “muda” de tan venerable sede hacia otra, por importante y grande que sea, a menos que no se trate de la de Roma, para convertirse en sumo pontífice, algo que en el siglo XX solo ha ocurrido en tres ocasiones (con Pío X, Juan XXIII y Juan Pablo I).
No se sostiene la explicación de que Ratzinger pretendía cerrar radicalmente el último reducto del catolicismo democrático, la Milán de Martini y Tettamanzi, de las ACLI (Asociaciones Cristianas de los Trabajadores Italianos), a través de un gesto “brutal” de discontinuidad. O mejor dicho, para ponerla en práctica Scola no era la única personalidad relevante de la que Ratzinger disponía. Es cierto que en su nombramiento confluye un elemento de “afrenta” hacia el catolicismo ambrosiano del que carecerían otros candidatos (a Scola le fue negado el sacerdocio en el seminario diocesano lombardo de Venegono, de modo que para ordenarse tuvo que trasladarse a Teramo: ahora vuelve como arzobispo), pero es altamente improbable que la voluntad de Ratzinger de subrayar que en Milán ha de cambiar el viento tuviera la apremiante necesidad de un ingrediente tan “venenoso”.
Así pues, semejante mudanza hacia una ostentosa normalización podía llevarse a cabo sin esa inaudita novedad del desplazamiento desde Venecia a Milán. Si para Benedicto XVI Angelo Scola resulta por lo tanto “único”, debe haber alguna causa más, una causa realmente excepcional que justifique el carácter atípico e ineludible de semejante decisión. Causa que tiene que ver con la sucesión. Tal nombramiento posee el significado de una investidura: Benedicto XVI está señalando a los cardenales que como sucesor suyo quiere a Angelo Scola. Una atipicidad que explica la atipicidad.
Por lo demás, también Karol Wojtyla realizó un gesto atípico que evidenciaba su propensión hacia Ratzinger como sucesor, dedicando un libro “al amigo de confianza” y promoviendo que se difundiera en los sagrados palacios tan notablemente insólito e hiperlisonjero “título”. Cada cónclave, naturalmente, decide al final como prefiere, en la convicción de que quien elige es en realidad el Espíritu Santo, “viento” de Dios que, como es sabido, “sopla por donde quiere”. Pero el sentido profundo y perentorio de investidura y testamento, por parte de Benedicto XVI, del nombramiento de Scola para la cátedra de Ambrosio no se le habrá escapado desde luego a ninguno de los purpurados que forman el Sacro Colegio. Porque, repitámoslo, otra explicación no cabe, a menos que llamemos en causa categorías inadmisibles para un pontífice como el capricho y el ultraje.
Tal vez otra razón por la que Ratzinger haya sentido la necesidad de hacer tan teatral la investidura de Scola sea el handicap que actualmente -tras siglos de predominio de la situación opuesta- representa para todo papable el ser italiano. En el (casi ex) Patriarca de Venecia, Benedicto XVI ve la más firme (y a sus ojos inigualable) garantía de continuidad con su propio pontificado bajo dos aspectos por lo menos: el creciente relieve asegurado a movimientos “carismáticos” como Comunión y Liberación (CL) en detrimento del asociacionismo tradicional unido a diócesis y parroquias, y el privilegio del diálogo con Oriente, en el doble sentido de cristiandad ortodoxa y del islam. Si el primer tema lo subrayan todos los observadores, el segundo se descuida más a menudo, por mucho que resulte más influyente incluso. El hilo conductor del papado de Ratzinger es, en efecto, la oferta a los demás monoteísmos, y al de Mahoma de manera especial, de una Santa Alianza contra la modernidad atea y escéptica. Ese era el sentido del desafortunado discurso de Ratisbona, que a causa de una torpe cita académica provocó, por el contrario, resentimiento y desórdenes.
Diálogo con el islam, pero bajo el signo del anatema común contra el desencanto de la ilustración, del pensamiento crítico, de la democracia consecuente, y como alternativa a la apertura hacia “lo diverso” del catolicismo democrático de signo conciliar. La Fundación y la revista Oasis, promovidas en Venecia por Scola, son el eficacísimo instrumento de esta línea ideológica-pastoral de aliento “global” pero de evidentes implicaciones europeas, dada la presencia del islam como segunda religión (en galopante expansión demográfica) por las grandes metrópolis del viejo continente. Solo con una óptica más “angosta” puede pensarse que con la investidura de Scola Ratzinger pague la deuda de gratitud hacia CL, lobby que tan pujante se mostró para su propia elección. En realidad, Ratzinger ve en Scola a un sucesor capaz de proseguir con más coherencia y éxito que los demás papables el desafío oscurantista de la revancha de Dios sobre las luces que caracterizan su pontificado: intransigencia dogmática, “frente integrista” con el islam, presencia decisiva de la fe católica en la legislación civil, falta de prejuicios en la confrontación pública con el ateísmo, todo ello acompañado por una afabilidad pastoral superior a la suya.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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