Por Miquel Porta Perales, crítico y escritor (ABC, 01/04/11):
No es cierto que la paz sea un valor absoluto del género humano. El enaltecimiento, la glorificación y la dignificación de la guerra vienen de lejos. Más allá de consideraciones morales, la guerra siempre ha estado aquí. Y se ha pensado y practicado en términos de estrategia y filosofía políticas. De Sun Tzu a William S. Lind y Edward Luttwak, pasando por Carl von Clausewitz y Raymond Aron, la guerra ha sido considerada un arte. Una técnica. Y no sólo eso, sino que la guerra ha sido vista como una manera de resolución del conflicto político. Carl von Clausewitz (1780-1831), con su De la guerra, es el clásico por excelencia de esta concepción estratégico-política del conflicto bélico. ¿Clausewitz? El hijo de un ex oficial del ejército prusiano que se alista a la temprana edad de doce años, entra en combate por primera vez a los trece, se licencia en la Academia de Guerra de Berlín a los veintitrés, interviene en diversas batallas al servicio del Rey de Prusia y del Zar de Rusia, es nombrado director de la Kriegschule berlinesa y muere víctima de una epidemia de cólera que el ejército prusiano le había encomendado —a él, que únicamente se había enfrentado a ejércitos enemigos— detener. Clausewitz es el paradigma del pensamiento militar ilustrado —su época es la de las Luces y la Revolución francesa— que estudia la guerra como un objeto en sí y busca su lógica interna liberándola de juicios de valor, que analiza minuciosamente la realidad para responder a los retos militares y políticos del tiempo que le tocó en suerte. Para Clausewitz —para nosotros—, la guerra es una cuestión de recursos, un asunto de ejércitos preparados, dirigidos por oficiales competentes que conocen la historia militar, que entienden la preeminencia del ataque. Pero Clausewitz —como nosotros— va más allá del estudio de la guerra y capta la relación existente entre guerra y política. De hecho —según advierte en su célebre frase «la guerra no es más que la continuación de la política del Estado por otros medios»—, la guerra no es una práctica autónoma, sino un instrumento, un medio para obtener un fin político. La paz, por ejemplo. «Si quieres la paz, prepara la guerra», reza la conocida máxima latina formulada por Vegecio.
Durante buena parte del XX —el «siglo de la megamuerte», en palabras de Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional de Jimmy Carter—, el valor paz ganó enteros en detrimento del valor guerra. La inusitada crueldad de una I Guerra Mundial que provocó casi cincuenta millones de víctimas, las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, así como el equilibrio del terror de una Guerra Fría fundamentada en la perpetua amenaza del ingenio nuclear, todo ello explica que la paz adquiriese el estatuto de valor absoluto —casi absoluto— del género humano. Y explica también la irresistible ascensión del movimiento pacifista de los setenta y ochenta del pasado siglo. Pero la historia y la realidad seguían ahí. ¿Criticar a los aliados por declarar la guerra a la barbarie nazi? ¿Cuestionar el intervencionismo norteamericano que resultó clave en la derrota de la Alemania nazi? ¿Dialogar con Hitler para lograr la resolución pacífica del conflicto? ¿Doblegarse —en nombre de una supuestamente beatífica paz perpetua— ante el despotismo comunista que quería finlandizar Europa? ¿Tolerar los genocidios de Somalia, Ruanda o Bosnia? ¿Transigir con Al Qaeda, Saddam Hussein, Muammar al-Gaddafi y otros de semejante condición? ¿Confiar en ese sueño de adolescencia que es la Alianza de Civilizaciones? Prosigo. ¿Habrá que recordar que, con demasiada frecuencia, la reconciliación y la paz sólo han sido posibles —un ejemplo dramático: la Segunda Guerra Mundial— gracias a la coacción y la guerra? En definitiva, frente a la imposibilidad de alcanzar la sociedad reconciliada por vías exclusivamente pacíficas, el valor guerra —guste o no— reaparece y se afianza. Con las limitaciones del caso —¿quién se atreverá con determinadas autocracias?—, pero se afianza.
La guerra no gusta y no nos gusta. Pero —en determinadas circunstancias— resulta necesaria para alcanzar la paz. La paz verdadera. ¿Cómo es posible que la guerra llegue a ser imprescindible para la paz? ¿Acaso la guerra y la paz no son opuestos? ¿La paz verdadera? Más allá del diccionario, hay que entender lo siguiente: que la paz no es un bien en sí que deba preservarse siempre y a cualquier precio; que los bienes que sí debemos preservar son la vida digna y la libertad; que para alcanzar la vida digna y la libertad —esos son los valores absolutos del género humano— hay que recurrir, a veces —aunque no guste—, a un cierto grado de violencia que nos instale en la paz verdadera. ¿La paz verdadera? Ni la paz del cementerio de las autocracias, ni la paz conformista propia del zoologismo pacifista ni la paz en estado de promesa permanente característica de la infantiloide Alianza de Civilizaciones. La paz verdadera es la que garantiza la dignidad —la libertad y la vida digna, decíamos— del ser humano.
La consecución de la libertad y la vida digna conduce a la idea de guerra justa. La guerra justa existe. Pensadores antiguos y modernos como Cicerón, San Ambrosio, San Agustín, Santo Tomás, Grocio, Ágnes Heller, Michael Walzer o Michael Ignatieff se han encargado de teorizarla. Y la ONU (2005) ha hecho lo propio instaurando el principio de la Responsabilidad de Proteger. La guerra, al modo tomista clásico, es justa cuando concurren el ius ad bellum (legítima defensa ante la agresión) y el ius in bello(proporcionalidad de la respuesta). Con dichos argumentos se afirma la guerra para «defenderse de los bárbaros» (San Ambrosio), o «con la intención de alcanzar la paz» (San Agustín), o como «justa razón» para lograr la paz (Grocio), o como «necesidad» —cuando hay una causa que la justifique, cuando difícilmente hay otra alternativa, cuando la violencia es proporcionada, cuando es reconocida por una autoridad legítima— frente a ciertos hechos y realidades (Michael Walzer). Por su parte, Ágnes Heller afirma que hay guerras «absolutamente justas» cuando se trata de defender la libertad. Y, según sostiene Michael Ignatieff, la derrota del terrorismo requiere un cierto grado de violencia.
A buen seguro que alguien insistirá en la «cultura de la paz y la no violencia» como método de «resolución pacífica de conflictos». Pero ¿qué hacer —en situaciones extremas en que están en juego la vida, la libertad y la dignidad del individuo— mientras no llega el gran día en que la cultura de la paz y la no violencia sea moneda de circulación corriente? En dicha circunstancia —en dichas situaciones extremas—, conviene volver al Cicerón que, hace veintiún siglos, escribió que «habiendo dos maneras de combatir, basada una en la discusión, y otra en la fuerza, hay que recurrir a la última cuando no sea posible utilizar la primera». ¿Alguna alternativa a Cicerón? Cedo la palabra a Clausewitz: a «las almas filantrópicas que podrían fácilmente pensar que hay una manera artificial de desarmar o derrotar al adversario sin causar demasiadas heridas» conviene recordarles que «por bien que suene esto, hay que destruir semejante error, porque en cosas tan peligrosas como la guerra aquellos errores que surgen de la bondad son justamente los peores». A veces, los tambores de guerra son tambores de paz.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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