Por Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, abogado y periodista (EL PAÍS, 06/04/11):
La historia nos dice que Wellington fue el único militar de su tiempo a la altura de Napoleón. No solo por sus valores tácticos, tan distintos a los del corso, un artillero de golpes fulminantes, sino por una inteligente prudencia, que le impedía avanzar sin tener claro el día siguiente.
Como buen infante británico, notable empleador de la táctica de guerrillas (la independencia de España es un ejemplo histórico elocuente) y experto en la administración de la logística, la precipitación no era su característica. Frecuentemente, incluso, se le cuestionaba su parsimonia, que no era otra cosa que su principio de no entrar en operaciones sin una exacta definición del objetivo de la intervención y la adecuada interpretación de su contexto.
Lo demostró acabadamente en Irlanda, en la unificación de la India y, para el caso que nos interesa, en la toma de Copenhague, en 1807, que fue un modelo de esa doctrina militar.
Temerosos de que Napoleón, en uno de sus siempre sorprendentes golpes de mano, secuestrara la flota danesa, los británicos le encargaron que se le adelantara y la tomara él. Era un acto militar poco digno porque Dinamarca era neutral pero el general lo asumió con su clásica disciplina. Y allá fue, rodeó Copenhague, derrotó a la fuerza defensiva pero trató muy bien a la población civil, le intimó su rendición a la autoridad y cuando en Londres se festejaba la conquista de Dinamarca, negoció no atacar la hermosa ciudad a cambio de la flota. Los daneses, que ya estaban resignados a que algo les pasaría con sus navíos y advertían que lo contrario suponía la destrucción de la capital, se los entregaron y hasta le agradecieron el ahorro de vidas y penurias.
Se subió a la flota y apareció en Londres con ella. Los políticos no quedaron demasiado satisfechos, pero con claridad él les respondió que había cumplido con el objetivo fijado, que era la flota y no la conquista territorial de un país neutral.
Ejemplos parecidos pueden encontrarse en Francia, cuando tras la caída del emperador se enfrentó al intento prusiano de desmembrar al Estado derrotado, con la poderosa razón de que de ese modo no se terminaba la guerra sino que se la eternizaba.
En España mismo, tras su brillante campaña, intentó contribuir a la institución de una monarquía constitucional; sin embargo, al verse envuelto en los lodazales de Fernando VII, se retiró, considerando cumplida su misión.
Todos estos recuerdos vienen a cuento a propósito de esta guerra que hemos comenzado. Parecidas evocaciones hicimos allá por 2004, cuando no se sabía si el episodio de Irak se iniciaba con la meta de eliminar las famosas armas de destrucción masiva en manos de Sadam Husein, de derrocarlo a él mismo, de lograr la instalación de un Gobierno proclive a Occidente o bien de edificar una democracia en un país sin formación cívica. El objetivo fue cambiando con el desarrollo de las acciones y, no hace falta decirlo, todavía se está allí sin conclusiones demasiado claras a la vista.
En este momento la cuestión es si el objetivo de la intervención en Libia es preservar las vidas humanas, tal cual dice la resolución de Naciones Unidas; liquidar al régimen de Gadafi e intentar juzgarlo; eventualmente liquidarlo; ayudar a los rebeldes a consolidarse aun al precio de la división del país; impedir que el petróleo, riqueza del país y su pueblo, sea explotado por un dictador megalómano o bien instalar un nuevo régimen político después de controlar todo el territorio. No es una definición sencilla, pero inevitable. Porque si no se sabe bien cuál es ese objetivo nunca se sabrá dónde está el final, en qué momento habrá una victoria, o una derrota, o un largo y penoso empate como los que ya hemos visto.
No se puede entrar en una guerra sin saber exactamente qué se quiere. Y ello condiciona también los medios a emplear. Por ejemplo, no hay control territorial posible sin infantería, cuando hasta hoy la consigna en Libia es no arriesgar soldados en la fase siempre más penosa de cualquier enfrentamiento.
Esta indefinición debilita a la coalición, pese a sus buenos propósitos y a su inobjetable legitimación jurídica. Dispuesta la intervención, hay que poner los logros a la altura del propósito. Y esto nunca se alcanzará con objetivos superpuestos y confusos.
“Nada, salvo una derrota, es tan melancólico como una victoria”, dijo una vez nuestro recordado general. El desafío está no solo en ganar, sino evitar que, al día siguiente, los hechos nos arrastren a esa melancolía.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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