Por Matt Browne, colaborador del Center for American Progress y de la Fundación IDEAS. Carlos Mulas-Granados es profesor de Economía de la UCM y director de la Fundación IDEAS. Ha dirigido el estudio del FMI Regaining Control After the Storm: Debt Sustainability Following Banking Crises. (www.imf.org). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 06/04/11):
El sábado, el primer ministro José Luis Rodríguez Zapatero anunció que no iba a presentarse para tratar de obtener un tercer mandato y, con ello, puso en marcha un proceso de primarias que culminará con la elección de un nuevo candidato del partido y un programa político renovado.
El lunes, el presidente Barack Obama inició oficialmente sus 18 meses de campaña para la reelección y, con ello, puso en marcha un largo proceso de renovación política que los demócratas esperan que vuelva a atraer a los votantes progresistas.
Y el jueves, la Fundación IDEAS y el Center for American Progress van a convocar una reunión de la red para el Progreso Global, que agrupará a destacados estrategas políticos de Europa y Norteamérica. Continuando el trabajo de reuniones anteriores en Washington, Berlín, Nueva York y Madrid, los participantes debatirán sobre cómo responder a las aspiraciones de las jóvenes generaciones progresistas de todo el mundo.
El momento es oportuno, porque nos permite tomar un respiro tras los frenéticos acontecimientos de la semana pasada y recordar que nuestra reacción ante los retos actuales debe tener una perspectiva a largo plazo, estar orientada hacia el futuro y ser innovadora. Hoy, más que nunca, es importante que los progresistas recuerden la primera regla de la política: la gente vota a alguien pensando en lo que va a hacer por ellos, no en lo que ha hecho antes. Lo malo es que la crisis parece haber arrinconado a muchos progresistas en una actitud conservadora, de defender los logros del pasado en vez de seguir avanzando a partir de ellos.
Quizá no es extraño. La ofensiva actual de la derecha es intensa. Mientras que, en plena crisis económica mundial, a los progresistas les resultaba difícil distinguirse de un movimiento de derechas que parecía -al menos en Europa- haber adoptado muchos de los principios fundamentales de la política económica progresista, hoy vemos cómo se lanzan duros ataques contra el papel del Estado y el gasto público. Para la opinión pública, lo que comenzó como una crisis del capitalismo de casino -con mercados financieros sin regulación y banqueros irresponsables- se ha convertido en una crisis del Estado despilfarrador, con unos déficits públicos excesivos y unas intervenciones innecesarias e inútiles del Gobierno.
Este nuevo relato conservador combina una atractiva historia en la que se unen el declive económico, unas potencias emergentes en Asia y unos Gobiernos derrochadores, con el intento de generar miedo al otro, que pueden ser los inmigrantes, las minorías o los extranjeros. Es una política con mucho mensaje pero poca sustancia, carente de verdaderas soluciones a los problemas económicos y sociales de nuestros países. Su idea central es un llamamiento al consuelo de las viejas identidades, los viejos modos de pensar y las viejas estructuras. Por desgracia, en estos momentos todo eso está teniendo éxito en las urnas.
Tal vez no debe sorprendernos, porque, como descubrió el Partido Laborista británico, para su desgracia, el verano pasado, los partidos progresistas que defienden lo que han hechoy son incapaces de modernizar su programa para afrontar el futuro ofrecen, muchas veces, una imagen de gestores más que de motores del cambio, y un mensaje que parece poco más que la promesa de gestionar el declive mejor que sus rivales.
El empeño en la defensa de los logros anteriores no solo coloca a los progresistas en el lado equivocado de la dicotomía entre futuro y pasado, sino que agrava la fragmentación del voto progresista. Mientras se aplacan los temores de los privilegiados empleados del sector público y los puestos de trabajo protegidos por los sindicatos, se ignoran los ruegos de los jóvenes, los desempleados y los que aspiran a un futuro más sostenible e integrador. Y, aunque no es muy probable que estos grupos, en Europa, voten a la derecha populista, sí lo es que acaben no votando a nadie.
A la larga, pues, los progresistas no tienen más remedio que presentar un programa nuevo, que tranquilice a los grupos tradicionales y tienda la mano a otros nuevos. En resumen, para construir una nueva coalición de progreso deben avanzar más allá del conservadurismo progresista.
Para ello, dicho programa no solo debe incluir la inversión en los sectores económicos del futuro, sino que debe ofrecer más oportunidades de movilidad social y reconocer que la mejora de la calidad de vida de muchos ciudadanos exige nuevas instituciones que les permitan contribuir al bien común de la forma que ellos prefieran. Los ciudadanos deben poder invertir personalmente en sus comunidades.
Ahora bien, los españoles a los que, como a Rajoy, les seduzca la noción de Gran Sociedad de David Cameron como sustituta del Estado, deben tener cuidado; las sociedades fuertes solo prosperan cuando cuentan con el apoyo de un Gobierno fuerte e innovador. El Estado y la sociedad deben apoyarse mutuamente, no sustituirse. Una era de nuevas oportunidades necesitará un papel mucho más fuerte del Estado para conseguir que nuestras economías sean más competitivas mediante inversiones a largo plazo en educación, infraestructuras energéticas y transporte y la creación de empleos bien remunerados.
Del mismo modo, la construcción de sociedades más cohesionadas y sostenibles dependerá de que el sector público sea capaz de hacer las inversiones sociales adecuadas y crear nuevas instituciones que movilicen y canalicen la energía de los ciudadanos deseosos de contribuir al bien común.
Las líneas divisorias para el futuro están trazadas. Es hora de que los progresistas se libren de sus miedos conservadores y luchen por el mañana.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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