Por Carlos Fuentes, escritor mexicano (EL PAÍS, 28/03/07):
Visité Europa por primera vez en 1950. Las bombas de la Blitzkrieg habían dejado vastos huecos en el centro de Londres y las bombas de la Real Fuerza Aérea Británica habían devastado la ciudad alemana de Dresde. Viena estaba ocupada por las cuatro potencias victoriosas (los Estados Unidos, la URSS, Gran Bretaña y Francia). Las efigies de Lenin y Stalin cubrían la fachada imperial del Hofburg. De Milán a Nápoles, los niños robaban, pedían limosna y carecían de zapatos.
Medio siglo más tarde, Europa es el principal bloque económico y comercial del mundo. Con 500 millones de habitantes, posee el nivel de educación, comunicaciones y bienestar general más alto del orbe. Con un ingreso per cápita medio de 29.000 dólares anuales. El dolor de la posguerra ha desaparecido. Hoy Europa, en términos generales, respira satisfacción. El continente es un gran éxito histórico. Cuando Jean Monet y Robert Schumann se unieron a Konrad Adenauer un 1950 para plantar las semillas de la Comunidad Europea, un propósito les dominaba: que no volviese a haber una guerra entre Francia y Alemania. Que las catástrofes de 1870, 1914 y 1939 no se repitiesen jamás.
Construida sobre el eje pacífico de la cooperación franco-germana, Europa es hoy, en gran medida, un hecho que sus habitantes dan por asegurado. Sin embargo, la voluntad histórica que llevó a la creación de la Comunicad Económica Europea, precisamente porque tuvo éxito, tiende a ser olvidada. Por una parte, toda una juventud europea no piensa dos veces en el pasado. El presente le es grato y le es cómodo. No hay fronteras cerradas, la cultura popular no requiere pasaporte, el pasado no regresará, la historia es el olvido. La complacencia que se nota en vastos sectores de la población europea puede resultar gratificante a la luz de un pasado violento. Pero no autoriza a soslayar la nueva problemática que el siglo XXI les impone a los europeos, dentro y fuera de sus fronteras.
Hace medio siglo, los trabajadores españoles e italianos emigraban a Francia, Inglaterra y Alemania. Eran necesarios pero sospechosos. Hoy, España e Italia reciben migración masiva del África subsahariana y del Magreb: 200 millones de migrantes. En Alemania, viven y trabajan siete millones de turcos. La presencia del trabajador migratorio suscita y resucita viejos prejuicios nacionalistas y racistas, poniendo en peligro una de las grandes conquistas de la posguerra, que ha sido ejercer influencia política y económica sin banderas nacionalistas.
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Visité Europa por primera vez en 1950. Las bombas de la Blitzkrieg habían dejado vastos huecos en el centro de Londres y las bombas de la Real Fuerza Aérea Británica habían devastado la ciudad alemana de Dresde. Viena estaba ocupada por las cuatro potencias victoriosas (los Estados Unidos, la URSS, Gran Bretaña y Francia). Las efigies de Lenin y Stalin cubrían la fachada imperial del Hofburg. De Milán a Nápoles, los niños robaban, pedían limosna y carecían de zapatos.
Medio siglo más tarde, Europa es el principal bloque económico y comercial del mundo. Con 500 millones de habitantes, posee el nivel de educación, comunicaciones y bienestar general más alto del orbe. Con un ingreso per cápita medio de 29.000 dólares anuales. El dolor de la posguerra ha desaparecido. Hoy Europa, en términos generales, respira satisfacción. El continente es un gran éxito histórico. Cuando Jean Monet y Robert Schumann se unieron a Konrad Adenauer un 1950 para plantar las semillas de la Comunidad Europea, un propósito les dominaba: que no volviese a haber una guerra entre Francia y Alemania. Que las catástrofes de 1870, 1914 y 1939 no se repitiesen jamás.
Construida sobre el eje pacífico de la cooperación franco-germana, Europa es hoy, en gran medida, un hecho que sus habitantes dan por asegurado. Sin embargo, la voluntad histórica que llevó a la creación de la Comunicad Económica Europea, precisamente porque tuvo éxito, tiende a ser olvidada. Por una parte, toda una juventud europea no piensa dos veces en el pasado. El presente le es grato y le es cómodo. No hay fronteras cerradas, la cultura popular no requiere pasaporte, el pasado no regresará, la historia es el olvido. La complacencia que se nota en vastos sectores de la población europea puede resultar gratificante a la luz de un pasado violento. Pero no autoriza a soslayar la nueva problemática que el siglo XXI les impone a los europeos, dentro y fuera de sus fronteras.
Hace medio siglo, los trabajadores españoles e italianos emigraban a Francia, Inglaterra y Alemania. Eran necesarios pero sospechosos. Hoy, España e Italia reciben migración masiva del África subsahariana y del Magreb: 200 millones de migrantes. En Alemania, viven y trabajan siete millones de turcos. La presencia del trabajador migratorio suscita y resucita viejos prejuicios nacionalistas y racistas, poniendo en peligro una de las grandes conquistas de la posguerra, que ha sido ejercer influencia política y económica sin banderas nacionalistas.
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