Por Shlomo Ben-Ami, ex ministro de Asuntos Exteriores de Israel. Actualmente ocupa la vicepresidencia del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Traducción de Emilio G. Muñiz (EL PAÍS, 12/04/07):
Tras cuatro años de una desastrosa aventura militar en Irak y sin que haya terminado todavía la guerra global contra el terrorismo y las mal definidas fuerzas de la oscuridad, el fracaso de la estrategia de Estados Unidos ha puesto de manifiesto hasta qué punto estaba mal concebida su receta simplista para el cambio democrático en el mundo árabe.
La paradoja es que Estados Unidos podría estar ganando la guerra por la democracia árabe, aunque sea por omisión, pero no puede recoger los beneficios, simplemente porque el patrón emergente de la política pluralista islámica no coincide con el tipo occidental de democracia liberal secular. La transición de los movimientos fundamentalistas dominantes del mundo árabe hacia la política democrática equivale al rechazo de las estrategias apocalípticas del proyecto yijadista y de Al Qaeda. El fracaso del yijadismo -político, aunque Al Qaeda y sus asociados aún conservan capacidad para matar como muestran los atentados de Argel y Casablanca- está preparando el camino para una potencial y prometedora reestructuración de la política islámica, pero Occidente tampoco reconoce los cambios o muestra hostilidad hacia ellos.
El ascenso de los islamistas en toda la región como el único poder capaz de aprovechar las oportunidades de elecciones libres -la victoria de Hamás en Palestina y el espectacular avance de los Hermanos Musulmanes en las elecciones egipcias de 2005 son muy dignas de tenerse en cuenta-, el papel hegemónico del Irán chií, y la sensación, que gana terreno entre los mandatarios árabes, de que la sitiada Administración Bush está perdiendo aliento, se han combinado para llevar a un callejón sin salida el prometedor impulso para la reforma política de la región.
EE UU desistió de sus designios democráticos una vez comprobado que la democracia árabe no se identifica con la oposición liberal secular, una fuerza que prácticamente no existe en el mundo árabe, sino con los radicales islámicos que buscan el rechazo de las políticas estadounidenses y de la causa de la reconciliación con Israel. Esto tiene mucho que ver, desde luego, con la tradicional política norteamericana de apoyar a los dictadores árabes prooccidentales.
Sin embargo, la idea de que los genios de la democratización puedan volver a meterse ahora en la botella es una fantasía interesada. El tránsito de los islamistas dominantes, como es el caso de los Hermanos Musulmanes en Egipto, el Frente de Acción Islámica en Jordania, Hamás en Palestina, el Partido del Renacimiento en Túnez, o el partido Justicia y Desarrollo en Marruecos, desde el yijadismo a la participación política, se inició mucho antes de la campaña estadounidense de promoción de la democracia, y no es un intento de agradar a Occidente. Es una respuesta genuina a las necesidades y demandas de quienes lo apoyan.
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Tras cuatro años de una desastrosa aventura militar en Irak y sin que haya terminado todavía la guerra global contra el terrorismo y las mal definidas fuerzas de la oscuridad, el fracaso de la estrategia de Estados Unidos ha puesto de manifiesto hasta qué punto estaba mal concebida su receta simplista para el cambio democrático en el mundo árabe.
La paradoja es que Estados Unidos podría estar ganando la guerra por la democracia árabe, aunque sea por omisión, pero no puede recoger los beneficios, simplemente porque el patrón emergente de la política pluralista islámica no coincide con el tipo occidental de democracia liberal secular. La transición de los movimientos fundamentalistas dominantes del mundo árabe hacia la política democrática equivale al rechazo de las estrategias apocalípticas del proyecto yijadista y de Al Qaeda. El fracaso del yijadismo -político, aunque Al Qaeda y sus asociados aún conservan capacidad para matar como muestran los atentados de Argel y Casablanca- está preparando el camino para una potencial y prometedora reestructuración de la política islámica, pero Occidente tampoco reconoce los cambios o muestra hostilidad hacia ellos.
El ascenso de los islamistas en toda la región como el único poder capaz de aprovechar las oportunidades de elecciones libres -la victoria de Hamás en Palestina y el espectacular avance de los Hermanos Musulmanes en las elecciones egipcias de 2005 son muy dignas de tenerse en cuenta-, el papel hegemónico del Irán chií, y la sensación, que gana terreno entre los mandatarios árabes, de que la sitiada Administración Bush está perdiendo aliento, se han combinado para llevar a un callejón sin salida el prometedor impulso para la reforma política de la región.
EE UU desistió de sus designios democráticos una vez comprobado que la democracia árabe no se identifica con la oposición liberal secular, una fuerza que prácticamente no existe en el mundo árabe, sino con los radicales islámicos que buscan el rechazo de las políticas estadounidenses y de la causa de la reconciliación con Israel. Esto tiene mucho que ver, desde luego, con la tradicional política norteamericana de apoyar a los dictadores árabes prooccidentales.
Sin embargo, la idea de que los genios de la democratización puedan volver a meterse ahora en la botella es una fantasía interesada. El tránsito de los islamistas dominantes, como es el caso de los Hermanos Musulmanes en Egipto, el Frente de Acción Islámica en Jordania, Hamás en Palestina, el Partido del Renacimiento en Túnez, o el partido Justicia y Desarrollo en Marruecos, desde el yijadismo a la participación política, se inició mucho antes de la campaña estadounidense de promoción de la democracia, y no es un intento de agradar a Occidente. Es una respuesta genuina a las necesidades y demandas de quienes lo apoyan.
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