Por Gabriel Tortella, catedrático de Historia Económica de la Universidad de Alcalá. Su último libro es Los orígenes del siglo XXI (EL PAÍS, 11/04/07):
Hay dos concepciones de lo que es un cargo público: puede concebirse como un empleo remunerado cuyo objetivo es el bien común; o bien se lo puede ver como una sinecura o incluso como una satrapía. Naturalmente, todos creemos que es, y debe ser, lo primero; pero hay abundante evidencia de que en muchos momentos y latitudes ha predominado de hecho la segunda concepción, por supuesto sin que se proclame abiertamente. Recordemos que “sinecura”, en latín “sin cuidado”, es un empleo o situación que no da trabajo y sin embargo está bien remunerado; y que los sátrapas, gobernadores del antiguo imperio persa, eran famosos por su codicia y despotismo.
Pues bien, en España (y no sólo en España, en toda la Europa absolutista) hay una larga tradición de concebir los empleos públicos como, en el mejor de los casos, sinecuras, y, muy frecuentemente, algo parecido a las satrapías. No hay prueba más clara de esto que la acendrada práctica de la “venta de oficios” en la España de los Austrias, comenzada por Carlos V.
Esta práctica consistía en que la Corona exigiera un pago determinado para nombrar a un individuo a un cargo público. La venta de cargos u oficios se convirtió pronto en una saneada fuente de ingresos para las arcas públicas, hasta el extremo de que se multiplicaron estos puestos, que se creaban simplemente para allegar fondos al erario. Los que más frecuentemente se concedían eran los de regidor (concejal) y jurado (empleado de abastos). Puede imaginarse que quien compraba estos cargos no lo hacía por afán de servir al pueblo, sino de cobrar un sueldo sin trabajar y, a ser posible, de utilizar sus prerrogativas para compensarse del desembolso inicial y enriquecerse. Al fin y al cabo, el flamante funcionario se sentía más propietario que nunca del cargo, puesto que lo había pagado. En consecuencia, el oficio era un bien de capital, como pudiera serlo una casa o una finca, y era lógico que así actuara el oficial: tratando de maximizar la renta que de él obtenía. El bien común sería, lógicamente, la última de sus preocupaciones.
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Hay dos concepciones de lo que es un cargo público: puede concebirse como un empleo remunerado cuyo objetivo es el bien común; o bien se lo puede ver como una sinecura o incluso como una satrapía. Naturalmente, todos creemos que es, y debe ser, lo primero; pero hay abundante evidencia de que en muchos momentos y latitudes ha predominado de hecho la segunda concepción, por supuesto sin que se proclame abiertamente. Recordemos que “sinecura”, en latín “sin cuidado”, es un empleo o situación que no da trabajo y sin embargo está bien remunerado; y que los sátrapas, gobernadores del antiguo imperio persa, eran famosos por su codicia y despotismo.
Pues bien, en España (y no sólo en España, en toda la Europa absolutista) hay una larga tradición de concebir los empleos públicos como, en el mejor de los casos, sinecuras, y, muy frecuentemente, algo parecido a las satrapías. No hay prueba más clara de esto que la acendrada práctica de la “venta de oficios” en la España de los Austrias, comenzada por Carlos V.
Esta práctica consistía en que la Corona exigiera un pago determinado para nombrar a un individuo a un cargo público. La venta de cargos u oficios se convirtió pronto en una saneada fuente de ingresos para las arcas públicas, hasta el extremo de que se multiplicaron estos puestos, que se creaban simplemente para allegar fondos al erario. Los que más frecuentemente se concedían eran los de regidor (concejal) y jurado (empleado de abastos). Puede imaginarse que quien compraba estos cargos no lo hacía por afán de servir al pueblo, sino de cobrar un sueldo sin trabajar y, a ser posible, de utilizar sus prerrogativas para compensarse del desembolso inicial y enriquecerse. Al fin y al cabo, el flamante funcionario se sentía más propietario que nunca del cargo, puesto que lo había pagado. En consecuencia, el oficio era un bien de capital, como pudiera serlo una casa o una finca, y era lógico que así actuara el oficial: tratando de maximizar la renta que de él obtenía. El bien común sería, lógicamente, la última de sus preocupaciones.
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