domingo, abril 15, 2007

Las miserias del perdón

Por Pedro Larrea (EL CORREO DIGITAL, 05/04/07):

El pasado verano supimos por los medios de comunicación que el antiguo ministro de Policía de Sudáfrica, Adriaan Vlok, había lavado rodilla en tierra los pies del reverendo Frank Chikane, ex secretario general del Consejo de Iglesias Sudafricanas, al que en varias ocasiones había intentado liquidar; y que, días después, repetía el gesto con las madres de diez jóvenes negros torturados y asesinados en las dependencias policiales. El 3 de noviembre paseaban a orillas del Urumea dos personas a las que el crimen político había emparejado: Jo Berry, hija del parlamentario británico asesinado en 1984 en atentado del IRA contra el Gran Hotel de Brighton, y Pat Magee, el activista que colocó la bomba. El 27 de enero, también en Donosti, fallecía Esperanza Chaos, viuda de De Juana y madre de Iñaki y Altamira, casada ésta con el hijo de un comandante del Ejército asesinado por ETA en 1977. Aquejada de Alzheimer, la madre del terrorista recibía diaria y puntualmente la asistencia abnegada de su consuegra. Y a principios de febrero, María Fida Moro, hija del primer ministro italiano asesinado, y Adriana Faranda, antigua dirigente de las Brigadas Rojas, presentaban conjuntamente sendos libros, desvelando haber estado en contacto en los últimos veinte años.

Sorprendentemente, estas cuatro historias y otras similares han merecido un escueto tratamiento mediático, salvo excepciones, y una discretísima atención de parte de una sociedad a la que se predica con reiteración que el arrepentimiento y el perdón son clave para un futuro en paz. Es cierto que el discurso de la reconciliación y el perdón es un obstáculo insalvable para aquellos partidos amigos de capitalizar sin ningún pudor patrias, símbolos y hasta muertos, como munición para su particular guerra política. Pero son sin duda otras razones más sutiles y profundas las que explican por qué la reconciliación de una víctima con su verdugo causa tanto incomodo y dolor: según la vulgata psicoanalítica, el imaginario ciudadano tendería a reprimir y expulsar del consciente, personal y colectivo, todo hecho percibido como traumático.

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