Por Paolo Flores d’Arcais, filósofo y director de la revista MicroMega. Autor de El soberano y el disidente (Montesinos-Ediciones de Intervención Cultural). Traducción de Carlos Gumpert (EL PAÍS, 01/04/07):
La modernidad que conocemos, la modernidad occidental que lleva a la democracia, se basa en la idea de la autonomía del hombre. Autos nomos, el hombre que es ley (nomos) para sí mismo (autos). El hombre es soberano, establece su propia ley, en vez de recibirla desde lo Alto y desde lo Otro, de un Dios trascendente. El hombre es libre precisamente por no estar ya obligado a obedecer normas que le vienen impuestas desde el exterior (eteros nomos, heteronomía), aunque en realidad por poderes terrenos que dicha voluntad divina pretendo encarnar (Papas y/o Reyes). La premisa de la modernidad es la autonomía, su promesa es la soberanía del autogobierno.
El largo papado de Karol Wojtyla supuso una ininterrumpida denuncia y crítica de esta modernidad (modernidad incompleta: las democracias realmente existentes están bien lejos de realizar la soberanía de los ciudadanos). El Papa polaco denunciaba el espíritu ilustrado como el alambique que produjo -precisamente a partir de la pretensión de la autonomía del hombre- el nihilismo moral y, como consecuencia, los totalitarismos del siglo XX y sus homicidios de masa. En pocas palabras, ¡Voltaire en la raíz de los campos de concentración nazis y del Gulag!
Tanto Wojtyla como su sucesor hicieron suya, por tanto, la célebre frase de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Joseph Ratzinger, que del papa Wojtyla fue por lo demás el principal ideólogo, no ha hecho más que radicalizar el anatema de Juan Pablo II contra la modernidad, enmarcándolo en una auténtica estrategia cultural y política. En una eficaz cruzada oscurantista, que tiene hoy nuevas posibilidades de éxito (parcial por lo menos) gracias, entre otras cosas, al clima de fundamentalismo cristiano que está acompañando en Estados Unidos a la presidencia de Bush.
La piedra angular de esta estrategia es la idea de que -frente a la crisis de valores que está llevando al mundo globalizado a su quiebra, a través de conflictos incontrolables y desconfianza de las democracias en sí mismas- “sólo un Dios puede salvarnos”. El verdadero choque de civilizaciones vería oponerse a las religiones en su conjunto por una parte y, por otra, a la inevitable deriva nihilista de toda sociedad que pretenda prescindir de Dios (y de una “ley natural” que sin embargo coincide puntualmente con la ley de Dios).
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La modernidad que conocemos, la modernidad occidental que lleva a la democracia, se basa en la idea de la autonomía del hombre. Autos nomos, el hombre que es ley (nomos) para sí mismo (autos). El hombre es soberano, establece su propia ley, en vez de recibirla desde lo Alto y desde lo Otro, de un Dios trascendente. El hombre es libre precisamente por no estar ya obligado a obedecer normas que le vienen impuestas desde el exterior (eteros nomos, heteronomía), aunque en realidad por poderes terrenos que dicha voluntad divina pretendo encarnar (Papas y/o Reyes). La premisa de la modernidad es la autonomía, su promesa es la soberanía del autogobierno.
El largo papado de Karol Wojtyla supuso una ininterrumpida denuncia y crítica de esta modernidad (modernidad incompleta: las democracias realmente existentes están bien lejos de realizar la soberanía de los ciudadanos). El Papa polaco denunciaba el espíritu ilustrado como el alambique que produjo -precisamente a partir de la pretensión de la autonomía del hombre- el nihilismo moral y, como consecuencia, los totalitarismos del siglo XX y sus homicidios de masa. En pocas palabras, ¡Voltaire en la raíz de los campos de concentración nazis y del Gulag!
Tanto Wojtyla como su sucesor hicieron suya, por tanto, la célebre frase de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Joseph Ratzinger, que del papa Wojtyla fue por lo demás el principal ideólogo, no ha hecho más que radicalizar el anatema de Juan Pablo II contra la modernidad, enmarcándolo en una auténtica estrategia cultural y política. En una eficaz cruzada oscurantista, que tiene hoy nuevas posibilidades de éxito (parcial por lo menos) gracias, entre otras cosas, al clima de fundamentalismo cristiano que está acompañando en Estados Unidos a la presidencia de Bush.
La piedra angular de esta estrategia es la idea de que -frente a la crisis de valores que está llevando al mundo globalizado a su quiebra, a través de conflictos incontrolables y desconfianza de las democracias en sí mismas- “sólo un Dios puede salvarnos”. El verdadero choque de civilizaciones vería oponerse a las religiones en su conjunto por una parte y, por otra, a la inevitable deriva nihilista de toda sociedad que pretenda prescindir de Dios (y de una “ley natural” que sin embargo coincide puntualmente con la ley de Dios).
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