A Occidente le está costando mucho salir del lodazal en que le metió Bush. Aún nos debatimos en la “guerra contra el terrorismo” de la que los políticos occidentales dan estos días la impresión de no saber cómo salir. Y corremos el peligro de ver cómo algunos de ellos terminen por hacerse cargo del entuerto diciéndonos que nuestros soldados están en Afganistán tratando de construir un Estado democrático. Como si la democracia fuese una mercancía más que pudiera exportarse con las bayonetas, los tanques y los misiles de aviación de un Ejército o una coalición de Ejércitos extranjeros.
Los países se desarrollan de un modo desigual a lo largo de la Historia. Y los países occidentales que han alcanzado a desarrollar sistemas democráticos lo han conseguido sobre la base de un nivel interno de las fuerzas productivas de la cultura y la civilización muy elevado. Y, en algunos casos, gracias a la derrota de los Ejércitos extranjeros que los ocupaban. El caso de la democracia norteamericana es modélico: antes de constituirse como tal tuvo que derrotar y expulsar de su territorio al Ejército británico.
La “guerra contra el terrorismo” de George W. Bush ha tenido su efecto más claro en la extensión y multiplicación del terrorismo. Si antes Bin Laden dirigía una organización peligrosa, pero limitada y conocida, ahora existe una infinidad de grupos y personas implicadas en el terrorismo. Y ha surgido la figura del terrorista que se inmola.
Lo más grave es que las intervenciones militares de Ejércitos extranjeros que invaden países terminan afectando al conjunto de la población. Y ahí surgen ya dos factores que dan al “terrorismo” un carácter popular: el factor religioso y el factor nacional. A partir de ahí, el “terrorismo” es ya otra cosa: la guerrilla, la única forma de defenderse que posee un país débil militarmente, frente a un ocupante en posesión de una potente fuerza militar. Y la historia es pródiga en experiencia mostrando que cuando aparecen los factores citados los Ejércitos más potentes, al final, tienen que retirarse con el rabo entre las piernas.
Los españoles solemos estar muy orgullosos de la resistencia ofrecida por nuestros antepasados a las tropas de Napoleón. Pero con ciertos criterios actuales las guerrillas de entonces eran grupos “terroristas”. Como los nazis consideraban “terroristas” a los patriotas que en Francia, Checoslovaquia, Yugoslavia, Polonia y otros países ocupados realizaban atentados contra el ocupante. Entrando en juego el factor nacional, como suele suceder en caso de invasión, lo que para unos son “terroristas”, para otros son héroes nacionales. Si además juega el factor religioso, las cosas se agravan: el “terrorista” es un soldado de Dios, con la entrada al Paraíso asegurada.
En la época actual los enfrentamientos entre “terroristas” e invasores tienen consecuencias más dolorosas que antes. Es una consecuencia de la sofisticación de las armas, por un lado, y, por otro, del hecho de que los electores en países democráticos no suelen amar la guerra y pueden derrotar en las urnas a los Gobiernos culpables de la muerte de demasiados soldados propios. Y aparecen además los que púdicamente se llaman “daños colaterales”. Para arriesgar lo menos posible a sus soldados utilizan lo que podríamos considerar “armas de destrucción masiva” porque no dejan persona viva alguna en un área precisa. Así, en cada enfrentamiento hay una desproporción escalofriante entre las bajas de unos y otros, y muchas entre la población civil porque además la guerrilla se disimula y se confunde muchas veces con la población civil. Pero estas acciones profundizan el odio al invasor y movilizan constantemente nuevos “terroristas”, para unos, o héroes populares, para otros.
Ésa es la dinámica en que Occidente está sumergida en Afganistán y de la que aún no ha salido en Irak. Ésa es la herencia de Bush. Y no hay más que una forma de cortarla: sacar de allí a las tropas. Así se crearía una situación nueva que habría que afrontar con políticas distintas: diplomacias, comercio, ayuda al desarrollo… Ése es el cambio de estrategia aconsejable.
Habrá dificultades, sin duda. Pero lo actual es un pozo sin fondo, en el que todo lo que se echa, se pierde. Estoy convencido de que eso Obama lo sabe mejor que nadie, pero en su país hay fuerzas muy poderosas que se le oponen. Por eso, ayudar a Obama no es enviar más tropas a Afganistán, sino darle argumentos para vencer la resistencia de los partidarios de la guerra. Lo que aconseja responder a los que piden más soldados: ¡ni uno más! Creo que así piensan la mayoría de los españoles y de la opinión pública en Occidente.
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