Por Juan Pablo Fusi (ABC, 05/09/09):
«Si tuviese que escoger un epitafio para todas las novelas que he escrito», escribió Graham Greene en uno de sus libros autobiográficos, Una especie de vida (1971), «sería de Apología del obispo Blougram», un poema de Robert Browning, escrito en 1855: «Nuestro interés está en el lado peligroso de las cosas/ el ladrón honesto, el asesino afectuoso/ el ateo supersticioso…». Greene (1904-1991) escribió 24 novelas (y 54 libros: novelas, libros de viaje, relatos autobiográficos, guiones de cine, ensayo, críticas, obras de teatro, relatos cortos). Algunas de sus novelas fueron, efectivamente, lo que él mismo llamaría «entretenimientos». Pero las más fueron, también en sus propias palabras, «novelas serias», novelas perfectamente construidas, escritas con excepcional maestría técnica, un estilo moderno y ágil y un gran sentido de la acción y de las situaciones (aunque Greene se consideraba entre los «buenos» pero no entre los «grandes» novelistas contemporáneos). Casi todas ellas (Brighton parque de atracciones, El tren de Estambul, El poder y la gloria, El revés de la trama, El tercer hombre, El fin de la aventura, El americano tranquilo, El cónsul honorario, Los comediantes, Nuestro hombre en La Habana, El factor humano…) fueron obras de gran éxito: Greene vendió en vida en torno a 24 millones de ejemplares de sus libros. Varias fueron llevadas al cine: El tercer hombre (1950), concretamente, fue primero un guión cinematográfico y luego una novela corta. Fuese como fuese, Greene tenía razón en un punto. El tema recurrente de sus novelas fue, en efecto, el filo peligroso de las cosas: el crimen, la traición, la deslealtad, el espionaje, la violencia; y con ellos, los sentimientos de culpa y arrepentimiento, la ansiedad y el sufrimiento moral, la necesidad de elegir entre el bien y el mal.
El poder y la gloria (1940), por ejemplo -por cierto, su mejor novela-, era la historia de la persecución por las tropas revolucionarias mexicanas de un cura alcoholizado -y con una hija natural- que no obstante su desorden moral y vida religiosa indigna tiene el valor y el sentido vocacional suficientes para llevar la religión, a costa de su vida, a los pueblos perdidos en el interior del estado mexicano de Tabasco, en plena represión religiosa. El revés de la trama (1948) abordaba los graves problemas de conciencia -salvación, condenación- que, para Greene, plantea la moral católica: la historia de un oficial colonial británico, católico y recto, en Sierra Leona que, por compasión hacia su mujer, opta por comulgar sacrílegamente y finalmente, abrumado por la culpa, por suicidarse. El tercer hombre (1950) era un relato sobre traición y lealtad en la amistad, y sobre la ambigüedad del mal, bajo la forma de una apasionante historia de tráfico de medicinas adulteradas en la Viena ocupada de la posguerra. El fin de la aventura (1951) era una historia de amor, en el Londres de la II Guerra Mundial, saturada de obsesiones religiosas. El americano tranquilo (1955) narraba la relación triangular en el Saigón de los años finales de la dominación francesa y de inicio de la intervención norteamericana en la región, entre un cínico y ya veterano periodista británico (Fowler), una joven vietnamita (Phuong) y un joven agente americano (Pyle), que detestaba el colonialismo y el comunismo y trabajaba en la formación de una fuerza militar anticomunista como garantía de la estabilidad del país. El factor humano (1978), por poner un último ejemplo, era una historia de amor y espionaje, la historia de Maurice Castle, un miembro de los servicios secretos británicos que por amor a su mujer Sarah, una joven comunista negra surafricana, optó por pasar información secreta sobre África a la Unión Soviética a cambio de que el espionaje ruso salvase a Sarah de la Policía surafricana.
Greene dio, pues, con un gran tema, un tema intenso, profundo: la ambigüedad moral del hombre. Los personajes de sus novelas -el cura mexicano; Scobie, el oficial colonial inglés; Harry Lime, en El tercer hombre; Fowler, Pyle, en El americano tranquilo; Castle; Smith, Jones y Brown en Los comediantes (1966); Charles Fortnum, en El cónsul honorario (1973)…- eran, en efecto, casi siempre tipos desplazados, anodinos, excéntricos, semimarginales y de moralidad vacilante e incierta, que viven en lugares exóticos, desolados (regiones tropicales de México, África occidental, Vietnam, Haití, la frontera entre Argentina y Paraguay, escenario de El cónsul honorario…), y que están de alguna forma forzados a vivir y decidir en situaciones extremas, en el filo peligroso de la vida. La literatura de Greene combinó, así, la novela de aventuras, que él tomó de Conrad, Buchan y Rider Haggard, con preocupaciones religiosas y dilemas morales. O si se prefiere, y como se ha dicho, Greene fue una mezcla de Mauriac y Malraux, con ingredientes de Somerset Maugham. Le molestaba que se le considerase como escritor «católico», pero lo cierto es que Greene -un agnóstico pese a su conversión al catolicismo- pensaba, como Mauriac, que sólo la novela con sentido religioso captaba la importancia de la vida humana.
Con su universo de personajes sórdidos en lugares igualmente sórdidos -lo que se llamó Greeneland-, Greene fue, en palabras del escritor británico William Golding, el cronista de la ansiedad y la conciencia morales del siglo XX, un siglo en el que los criterios del bien y del mal naufragarían, clamorosamente, en la ambigüedad y el relativismo. Graham Greene -un hombre alto, bien parecido, de ojos transparentemente azules, elegante, reservado, huidizo, solitario (aunque tuviese buenos amigos: Eliot, Waugh, Read, Tom Burns, Ian Fleming, Korda, etcétera)- encarnó en buena medida las contradicciones y ambigüedades morales de sus personajes literarios. Terriblemente inglés, hijo del director de un colegio y educado en Oxford, viajó con frecuencia a países y lugares peligrosos y conflictivos. Mantuvo una relación singular con el catolicismo. Trabajó para los servicios secretos británicos durante la II Guerra Mundial (en Liberia y Sierra Leona). Casado con Vivien Dayrell-Browning -para casarse con ella se convirtió, en 1926, al catolicismo-, fue un marido infiel, un hombre mujeriego y adicto a la prostitución, un padre desastroso.
La literatura era para él un medio de escapar de la monotonía, de la mediocridad. Le fascinó el mundo del espionaje, de la traición (o de «la lealtad diferente», como hace decir a un personaje de El factor humano, donde el protagonista, Castle, termina viviendo en Moscú sin otras amistades que otros espías británicos huidos a la URSS, tratados con comprensión en la novela y trasunto evidente de Philby, Burgess y Maclean, los espías de Cambridge). Antiamericano -un prurito de superioridad británica-, simpatizante de Torrijos y Castro, de Ho Chi Minh y Allende, pero también de Dayán, el formidable general israelí -Greene no tuvo simpatía alguna por el mundo islámico; por su parte, Reagan y Juan Pablo II le parecieron un “horror”-, vivió confortablemente en Londres, Capri y Antibes. Separado de Vivien en 1948, hubo otras cinco mujeres importantes en su vida, pero solía llevar consigo la lista anotada de sus 47 prostitutas favoritas. Al final, Graham Greene vivía en Vevey (Suiza), con Ivonne Cloetta, y murió allí el 3 de abril de 1991.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
«Si tuviese que escoger un epitafio para todas las novelas que he escrito», escribió Graham Greene en uno de sus libros autobiográficos, Una especie de vida (1971), «sería de Apología del obispo Blougram», un poema de Robert Browning, escrito en 1855: «Nuestro interés está en el lado peligroso de las cosas/ el ladrón honesto, el asesino afectuoso/ el ateo supersticioso…». Greene (1904-1991) escribió 24 novelas (y 54 libros: novelas, libros de viaje, relatos autobiográficos, guiones de cine, ensayo, críticas, obras de teatro, relatos cortos). Algunas de sus novelas fueron, efectivamente, lo que él mismo llamaría «entretenimientos». Pero las más fueron, también en sus propias palabras, «novelas serias», novelas perfectamente construidas, escritas con excepcional maestría técnica, un estilo moderno y ágil y un gran sentido de la acción y de las situaciones (aunque Greene se consideraba entre los «buenos» pero no entre los «grandes» novelistas contemporáneos). Casi todas ellas (Brighton parque de atracciones, El tren de Estambul, El poder y la gloria, El revés de la trama, El tercer hombre, El fin de la aventura, El americano tranquilo, El cónsul honorario, Los comediantes, Nuestro hombre en La Habana, El factor humano…) fueron obras de gran éxito: Greene vendió en vida en torno a 24 millones de ejemplares de sus libros. Varias fueron llevadas al cine: El tercer hombre (1950), concretamente, fue primero un guión cinematográfico y luego una novela corta. Fuese como fuese, Greene tenía razón en un punto. El tema recurrente de sus novelas fue, en efecto, el filo peligroso de las cosas: el crimen, la traición, la deslealtad, el espionaje, la violencia; y con ellos, los sentimientos de culpa y arrepentimiento, la ansiedad y el sufrimiento moral, la necesidad de elegir entre el bien y el mal.
El poder y la gloria (1940), por ejemplo -por cierto, su mejor novela-, era la historia de la persecución por las tropas revolucionarias mexicanas de un cura alcoholizado -y con una hija natural- que no obstante su desorden moral y vida religiosa indigna tiene el valor y el sentido vocacional suficientes para llevar la religión, a costa de su vida, a los pueblos perdidos en el interior del estado mexicano de Tabasco, en plena represión religiosa. El revés de la trama (1948) abordaba los graves problemas de conciencia -salvación, condenación- que, para Greene, plantea la moral católica: la historia de un oficial colonial británico, católico y recto, en Sierra Leona que, por compasión hacia su mujer, opta por comulgar sacrílegamente y finalmente, abrumado por la culpa, por suicidarse. El tercer hombre (1950) era un relato sobre traición y lealtad en la amistad, y sobre la ambigüedad del mal, bajo la forma de una apasionante historia de tráfico de medicinas adulteradas en la Viena ocupada de la posguerra. El fin de la aventura (1951) era una historia de amor, en el Londres de la II Guerra Mundial, saturada de obsesiones religiosas. El americano tranquilo (1955) narraba la relación triangular en el Saigón de los años finales de la dominación francesa y de inicio de la intervención norteamericana en la región, entre un cínico y ya veterano periodista británico (Fowler), una joven vietnamita (Phuong) y un joven agente americano (Pyle), que detestaba el colonialismo y el comunismo y trabajaba en la formación de una fuerza militar anticomunista como garantía de la estabilidad del país. El factor humano (1978), por poner un último ejemplo, era una historia de amor y espionaje, la historia de Maurice Castle, un miembro de los servicios secretos británicos que por amor a su mujer Sarah, una joven comunista negra surafricana, optó por pasar información secreta sobre África a la Unión Soviética a cambio de que el espionaje ruso salvase a Sarah de la Policía surafricana.
Greene dio, pues, con un gran tema, un tema intenso, profundo: la ambigüedad moral del hombre. Los personajes de sus novelas -el cura mexicano; Scobie, el oficial colonial inglés; Harry Lime, en El tercer hombre; Fowler, Pyle, en El americano tranquilo; Castle; Smith, Jones y Brown en Los comediantes (1966); Charles Fortnum, en El cónsul honorario (1973)…- eran, en efecto, casi siempre tipos desplazados, anodinos, excéntricos, semimarginales y de moralidad vacilante e incierta, que viven en lugares exóticos, desolados (regiones tropicales de México, África occidental, Vietnam, Haití, la frontera entre Argentina y Paraguay, escenario de El cónsul honorario…), y que están de alguna forma forzados a vivir y decidir en situaciones extremas, en el filo peligroso de la vida. La literatura de Greene combinó, así, la novela de aventuras, que él tomó de Conrad, Buchan y Rider Haggard, con preocupaciones religiosas y dilemas morales. O si se prefiere, y como se ha dicho, Greene fue una mezcla de Mauriac y Malraux, con ingredientes de Somerset Maugham. Le molestaba que se le considerase como escritor «católico», pero lo cierto es que Greene -un agnóstico pese a su conversión al catolicismo- pensaba, como Mauriac, que sólo la novela con sentido religioso captaba la importancia de la vida humana.
Con su universo de personajes sórdidos en lugares igualmente sórdidos -lo que se llamó Greeneland-, Greene fue, en palabras del escritor británico William Golding, el cronista de la ansiedad y la conciencia morales del siglo XX, un siglo en el que los criterios del bien y del mal naufragarían, clamorosamente, en la ambigüedad y el relativismo. Graham Greene -un hombre alto, bien parecido, de ojos transparentemente azules, elegante, reservado, huidizo, solitario (aunque tuviese buenos amigos: Eliot, Waugh, Read, Tom Burns, Ian Fleming, Korda, etcétera)- encarnó en buena medida las contradicciones y ambigüedades morales de sus personajes literarios. Terriblemente inglés, hijo del director de un colegio y educado en Oxford, viajó con frecuencia a países y lugares peligrosos y conflictivos. Mantuvo una relación singular con el catolicismo. Trabajó para los servicios secretos británicos durante la II Guerra Mundial (en Liberia y Sierra Leona). Casado con Vivien Dayrell-Browning -para casarse con ella se convirtió, en 1926, al catolicismo-, fue un marido infiel, un hombre mujeriego y adicto a la prostitución, un padre desastroso.
La literatura era para él un medio de escapar de la monotonía, de la mediocridad. Le fascinó el mundo del espionaje, de la traición (o de «la lealtad diferente», como hace decir a un personaje de El factor humano, donde el protagonista, Castle, termina viviendo en Moscú sin otras amistades que otros espías británicos huidos a la URSS, tratados con comprensión en la novela y trasunto evidente de Philby, Burgess y Maclean, los espías de Cambridge). Antiamericano -un prurito de superioridad británica-, simpatizante de Torrijos y Castro, de Ho Chi Minh y Allende, pero también de Dayán, el formidable general israelí -Greene no tuvo simpatía alguna por el mundo islámico; por su parte, Reagan y Juan Pablo II le parecieron un “horror”-, vivió confortablemente en Londres, Capri y Antibes. Separado de Vivien en 1948, hubo otras cinco mujeres importantes en su vida, pero solía llevar consigo la lista anotada de sus 47 prostitutas favoritas. Al final, Graham Greene vivía en Vevey (Suiza), con Ivonne Cloetta, y murió allí el 3 de abril de 1991.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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