Por Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea de la UB (EL PERIÓDICO, 07/09/09):
La invasión militar de Afganistán en el otoño del 2001 fue relativamente fácil, y el fin del régimen talibán se dio por hecho. Pero la realidad era bastante más compleja. El régimen talibán no configuraba un Estado en el sentido en el que lo entendemos habitualmente. Era, como tantas otras veces en el pasado, un acuerdo entre jefes tribales, líderes religiosos y señores de la guerra bajo la preeminencia ideológica del sector más radicalizado del movimiento deobandi, que preconiza una versión muy rigurosa, rígida y conservadora del islam, la discriminación de sexo, la prohibición de la música y los juegos (las estrellas dejaron de surcar los cielos de Afganistán con los talibanes) y las ejecuciones y castigos públicos.
El movimiento nació a finales del siglo XIX y se extendió por Pakistán, Afganistán y otros países asiáticos. Actualmente, se encuentra fuertemente implantado en la región fronteriza pastún, entre Afganistán y Pakistán, y los talibanes surgieron de las escuelas deobandis de esa región.
En realidad, pues, la invasión no acabó con los talibanes, sino que estos se diluyeron entre una población que, en buena medida, comparte unos principios tradicionales similares a los suyos. Un país en el que, además, secularmente, los señores de la guerra y los líderes religiosos y tribales tienen más fuerza y credibilidad que las instituciones de un Estado que apenas existe más allá de los barrios residenciales de Kabul. Un ejemplo paradigmático es la ascendencia del general uzbeco Abdul Rashid Dostum, que controla con mano de hierro el norte del país. Primero luchó con el Ejército Rojo contra los muyahidines; después, contra los soviéticos; más tarde. contra los talibanes, y ahora, tras haber sido jefe de las fuerzas armadas y de un breve exilio en Turquía, Hamid Karzai lo ha incorporado a su candidatura a cambio de olvidar sus crímenes de guerra y del 10% de los votos que le garantiza.
Hoy, después de ocho años de esfuerzos militares, la realidad es que los talibanes tienen una presencia permanente en buena parte del país y que la democracia no ha arraigado. Difícilmente podía ser de otro modo, puesto que las tropas de la OTAN han fracasado en la reconstrucción de un país devastado por décadas de guerra, no pueden garantizar la paz en buena parte del territorio y sus acciones militares causan daños colaterales (el viernes murieron al menos 90 personas, la mayoría civiles, como consecuencia de un bombardeo de la OTAN en Kunduz) que provocan el rechazo de la población a la presencia de unas tropas progresivamente consideradas de ocupación.
Las fiestas organizadas por los guardias de seguridad en la embajada de EEUU en Kabul tampoco ayudan a mejorar la imagen de los extranjeros. Las elecciones presidenciales del pasado 20 de agosto, boicoteadas por los talibanes, no lograron ni tan solo llegar al 50% de la participación. Y es que, en las actuales circunstancias y mientras no exista una misión clara (reconstrucción y pacificación) para las tropas desplazadas a Afganistán, los talibanes tienen todas las de ganar. Se identifican y se ocultan entre la población y disponen de un vivero inagotable en las zonas fronterizas con Pakistán. Además, sin Estado no existe democracia posible, y con miseria, señores de la guerra, líderes tribales y religiosos y cultivo de opio no hay Estado.
Es por ello que las incidencias que han tenido las tropas españolas en Afganistán en los últimos días deberían constituir un serio punto de reflexión. No es un problema de si fueron delincuentes comunes (el incidente en el que resultó herido un sargento del Ejército español), como dijo la ministra de Defensa, Carme Chacón, o talibanes, porque con frecuencia los dos se confunden y son, al mismo tiempo, una cosa y la otra. La realidad es que, con la excepción de determinadas zonas de Kabul, las tropas extranjeras no pueden garantizar la seguridad mucho más allá de sus acuartelamientos sin exponerse a los ataques de los talibanes que utilizan las mismas emboscadas y técnicas militares que los muyahidines utilizaron contra el Ejército Rojo.
Tampoco el Gobierno de Karzai es capaz de garantizar un mínimo de seguridad: el pasado 2 de septiembre el número dos de los servicios secretos afganos perdió la vida en un atentado en Laghman.
En conclusión, a pesar de que Chacón estudia mandar más tropas a Afganistán, en las actuales circunstancias sería conveniente que, primero, se aclararan cuáles son los objetivos y la misión de las tropas españolas; segundo, que la decisión no dependa solo del Gobierno, sino que sea fruto de un amplio debate parlamentario en el que todas las fuerzas políticas expongan claramente su posición.
Esta reflexión es urgente, porque los mandos de los principales países implicados consideran que es preciso cambiar la estrategia militar en Afganistán: la acción terrestre es efectiva contra la insurgencia, pero provoca muchas bajas entre los soldados de la OTAN, con las consecuencias electorales correspondientes en los países implicados. Los bombardeos son efectivos, pero no discriminan entre población civil e insurgentes, lo cual incrementa el rechazo de los afganos a la presencia de tropas extranjeras. Este es el dilema, de difícil salida. Hay que ir con pies de plomo, no fuera el caso de que Afganistán acabara siendo el Vietnam de la OTAN, como le sucedió en la década de los años 80 del siglo XX al Ejército Rojo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La invasión militar de Afganistán en el otoño del 2001 fue relativamente fácil, y el fin del régimen talibán se dio por hecho. Pero la realidad era bastante más compleja. El régimen talibán no configuraba un Estado en el sentido en el que lo entendemos habitualmente. Era, como tantas otras veces en el pasado, un acuerdo entre jefes tribales, líderes religiosos y señores de la guerra bajo la preeminencia ideológica del sector más radicalizado del movimiento deobandi, que preconiza una versión muy rigurosa, rígida y conservadora del islam, la discriminación de sexo, la prohibición de la música y los juegos (las estrellas dejaron de surcar los cielos de Afganistán con los talibanes) y las ejecuciones y castigos públicos.
El movimiento nació a finales del siglo XIX y se extendió por Pakistán, Afganistán y otros países asiáticos. Actualmente, se encuentra fuertemente implantado en la región fronteriza pastún, entre Afganistán y Pakistán, y los talibanes surgieron de las escuelas deobandis de esa región.
En realidad, pues, la invasión no acabó con los talibanes, sino que estos se diluyeron entre una población que, en buena medida, comparte unos principios tradicionales similares a los suyos. Un país en el que, además, secularmente, los señores de la guerra y los líderes religiosos y tribales tienen más fuerza y credibilidad que las instituciones de un Estado que apenas existe más allá de los barrios residenciales de Kabul. Un ejemplo paradigmático es la ascendencia del general uzbeco Abdul Rashid Dostum, que controla con mano de hierro el norte del país. Primero luchó con el Ejército Rojo contra los muyahidines; después, contra los soviéticos; más tarde. contra los talibanes, y ahora, tras haber sido jefe de las fuerzas armadas y de un breve exilio en Turquía, Hamid Karzai lo ha incorporado a su candidatura a cambio de olvidar sus crímenes de guerra y del 10% de los votos que le garantiza.
Hoy, después de ocho años de esfuerzos militares, la realidad es que los talibanes tienen una presencia permanente en buena parte del país y que la democracia no ha arraigado. Difícilmente podía ser de otro modo, puesto que las tropas de la OTAN han fracasado en la reconstrucción de un país devastado por décadas de guerra, no pueden garantizar la paz en buena parte del territorio y sus acciones militares causan daños colaterales (el viernes murieron al menos 90 personas, la mayoría civiles, como consecuencia de un bombardeo de la OTAN en Kunduz) que provocan el rechazo de la población a la presencia de unas tropas progresivamente consideradas de ocupación.
Las fiestas organizadas por los guardias de seguridad en la embajada de EEUU en Kabul tampoco ayudan a mejorar la imagen de los extranjeros. Las elecciones presidenciales del pasado 20 de agosto, boicoteadas por los talibanes, no lograron ni tan solo llegar al 50% de la participación. Y es que, en las actuales circunstancias y mientras no exista una misión clara (reconstrucción y pacificación) para las tropas desplazadas a Afganistán, los talibanes tienen todas las de ganar. Se identifican y se ocultan entre la población y disponen de un vivero inagotable en las zonas fronterizas con Pakistán. Además, sin Estado no existe democracia posible, y con miseria, señores de la guerra, líderes tribales y religiosos y cultivo de opio no hay Estado.
Es por ello que las incidencias que han tenido las tropas españolas en Afganistán en los últimos días deberían constituir un serio punto de reflexión. No es un problema de si fueron delincuentes comunes (el incidente en el que resultó herido un sargento del Ejército español), como dijo la ministra de Defensa, Carme Chacón, o talibanes, porque con frecuencia los dos se confunden y son, al mismo tiempo, una cosa y la otra. La realidad es que, con la excepción de determinadas zonas de Kabul, las tropas extranjeras no pueden garantizar la seguridad mucho más allá de sus acuartelamientos sin exponerse a los ataques de los talibanes que utilizan las mismas emboscadas y técnicas militares que los muyahidines utilizaron contra el Ejército Rojo.
Tampoco el Gobierno de Karzai es capaz de garantizar un mínimo de seguridad: el pasado 2 de septiembre el número dos de los servicios secretos afganos perdió la vida en un atentado en Laghman.
En conclusión, a pesar de que Chacón estudia mandar más tropas a Afganistán, en las actuales circunstancias sería conveniente que, primero, se aclararan cuáles son los objetivos y la misión de las tropas españolas; segundo, que la decisión no dependa solo del Gobierno, sino que sea fruto de un amplio debate parlamentario en el que todas las fuerzas políticas expongan claramente su posición.
Esta reflexión es urgente, porque los mandos de los principales países implicados consideran que es preciso cambiar la estrategia militar en Afganistán: la acción terrestre es efectiva contra la insurgencia, pero provoca muchas bajas entre los soldados de la OTAN, con las consecuencias electorales correspondientes en los países implicados. Los bombardeos son efectivos, pero no discriminan entre población civil e insurgentes, lo cual incrementa el rechazo de los afganos a la presencia de tropas extranjeras. Este es el dilema, de difícil salida. Hay que ir con pies de plomo, no fuera el caso de que Afganistán acabara siendo el Vietnam de la OTAN, como le sucedió en la década de los años 80 del siglo XX al Ejército Rojo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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