Por Jaume Aulet , profesor de Literatura Catalana de la Universitat Autònoma de Barcelona (LA VANGUARDIA, 06/09/09):
Decían nuestros abuelos que lo que había que aprender en la escuela era a leer, a escribir y las famosas cuatro reglas. Parece que los tiempos han cambiado y que ahora la escuela tiene objetivos más complejos que requieren la secuenciación didáctica de los contenidos de cada materia (con distinción entre competencias “conceptuales”, “procedimentales” y “actitudinales”, además de la adecuación de todas ellas a las necesidades de la “transdisciplinariedad” y de la “interdisciplinariedad”); o por la necesidad de determinar, antes de empezar las clases (perdón: “la actividad docente con soporte presencial”), el porcentaje de horas dedicadas a discusiones, a presentación oral de trabajos, a tareas fuera del aula o a “tutorías integradas”.
Me atrevo a pensar que las cosas deben de ser mucho más sencillas. Ya lo dijo Horacio: “Simplex dumtaxat et unum”. Osea: el secreto está en la sencillez, en procurar que aquello que uno pretende sea simple. La mayoría de nuestros abuelos, lógicamente, no había leído nunca a Horacio. Sin embargo, su mentalidad entroncaba con la tradición clásica. Debe de ser porque las ideas que perduran son las que responden a la lógica de la razón. Los nuevos tiempos ya no están para latinismos: ahora las cosas son inmediatas y permanentemente cambiantes. Son esos tiempos modernos los que hacen que los planes de estudios en la universidad o los currículos de la enseñanza secundaria deban renovarse continuamente, prácticamente sin haber sido implementados.
Modestamente, me atrevo a pensar que nuestros abuelos tenían razón. La función básica de la escuela (e incluso de algunas carreras universitarias) es enseñar a leer, a escribir y media docena de cosas más, que seguramente ya no son las cuatro reglas pero que tampoco distan excesivamente de aquellas. Y no hace falta redactar extensos documentos para ejemplificarlo porque son conceptos muy elementales. Es evidente que no debemos olvidar los conocimientos específicos en materias diversas, pero todos ellos tienen sentido si previamente asumimos la función básica. Si no, pueden convertirse en conocimientos poco aprovechables. ¿De qué nos va a servir un gran médico, un excelente economista o un buen vendedor de neveras si no es capaz de verbalizar correctamente sus ideas? ¿Qué pasará si un ingeniero tiene importantes dificultades para redactar sus informes y sus proyectos? Y más aún si resulta que no son conscientes de sus déficits porque nadie de su entorno ha concedido a la lengua la importancia que merece. Ya está sucediendo, por ejemplo, en el campo de la publicidad cuando un gran banco español nos invitaba hace un tiempo a entrar con nuestro dinero en sus oficinas y nos ofrecía salir de ellas con un diez por ciento. Demonios: ¡y qué pasaba con el noventa restante!
El 12 de enero del 2006 un colectivo de profesores de literatura publicamos un artículo, en este mismo periódico, titulado “Por qué no enseñamos a leer”. “Estamos hartos – decíamos-de ver alumnos que terminan la secundaria y no saben leer ni escribir”. Y defendíamos que la literatura era una vía fantástica para garantizar estos aprendizajes. Hay que admitir que en estos tres años y medio se han hecho algunos esfuerzos para corregir el déficit. La literatura, por ejemplo, es ahora más visible en el currículo de bachillerato. En la práctica, sin embargo, estos esfuerzos están dando pocos resultados. La reducción del número de horas de la materia en bachillerato es una causa importante porque impide consolidar las aptitudes de lectura y de escritura, pero no la única. Hay que romper la inercia en la manera como enseñamos los contenidos de lengua a nuestros alumnos. Y en la universidad es necesario – imprescindible-que no sólo los filólogos, sino también los futuros maestros, traductores, periodistas, publicistas, etcétera, estén bien formados en lengua y en literatura. Porque a leer y a escribir se aprende continuamente. Y sin este aprendizaje, difícilmente formaremos buenos profesionales. Me temo que los nuevos planes de estudios universitarios se han elaborado sin tener en cuenta estos principios. Los futuros profesionales de la enseñanza, de la traducción, del periodismo, de la publicidad, etcétera, quedarán condicionados por estos déficits de formación. No sé si estamos a tiempo de corregirlo, pero valdría la pena intentarlo. Porque la culpa no es de Bolonia: es nuestra.
La palabra y la lectura siguen siendo los principales valores de la enseñanza y los mejores recursos didácticos. Sabemos que para el desarrollo de la inteligencia una palabra vale más que mil imágenes. El lenguaje es el arma principal de una sociedad civilizada. Demos a la enseñanza de la lengua y de la literatura la importancia que merece si no queremos construir una sociedad de analfabetos: de gente con dificultades para expresar y defender propuestas argumentadas o para hacer un esfuerzo de comprensión del mundo que nos rodea.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Decían nuestros abuelos que lo que había que aprender en la escuela era a leer, a escribir y las famosas cuatro reglas. Parece que los tiempos han cambiado y que ahora la escuela tiene objetivos más complejos que requieren la secuenciación didáctica de los contenidos de cada materia (con distinción entre competencias “conceptuales”, “procedimentales” y “actitudinales”, además de la adecuación de todas ellas a las necesidades de la “transdisciplinariedad” y de la “interdisciplinariedad”); o por la necesidad de determinar, antes de empezar las clases (perdón: “la actividad docente con soporte presencial”), el porcentaje de horas dedicadas a discusiones, a presentación oral de trabajos, a tareas fuera del aula o a “tutorías integradas”.
Me atrevo a pensar que las cosas deben de ser mucho más sencillas. Ya lo dijo Horacio: “Simplex dumtaxat et unum”. Osea: el secreto está en la sencillez, en procurar que aquello que uno pretende sea simple. La mayoría de nuestros abuelos, lógicamente, no había leído nunca a Horacio. Sin embargo, su mentalidad entroncaba con la tradición clásica. Debe de ser porque las ideas que perduran son las que responden a la lógica de la razón. Los nuevos tiempos ya no están para latinismos: ahora las cosas son inmediatas y permanentemente cambiantes. Son esos tiempos modernos los que hacen que los planes de estudios en la universidad o los currículos de la enseñanza secundaria deban renovarse continuamente, prácticamente sin haber sido implementados.
Modestamente, me atrevo a pensar que nuestros abuelos tenían razón. La función básica de la escuela (e incluso de algunas carreras universitarias) es enseñar a leer, a escribir y media docena de cosas más, que seguramente ya no son las cuatro reglas pero que tampoco distan excesivamente de aquellas. Y no hace falta redactar extensos documentos para ejemplificarlo porque son conceptos muy elementales. Es evidente que no debemos olvidar los conocimientos específicos en materias diversas, pero todos ellos tienen sentido si previamente asumimos la función básica. Si no, pueden convertirse en conocimientos poco aprovechables. ¿De qué nos va a servir un gran médico, un excelente economista o un buen vendedor de neveras si no es capaz de verbalizar correctamente sus ideas? ¿Qué pasará si un ingeniero tiene importantes dificultades para redactar sus informes y sus proyectos? Y más aún si resulta que no son conscientes de sus déficits porque nadie de su entorno ha concedido a la lengua la importancia que merece. Ya está sucediendo, por ejemplo, en el campo de la publicidad cuando un gran banco español nos invitaba hace un tiempo a entrar con nuestro dinero en sus oficinas y nos ofrecía salir de ellas con un diez por ciento. Demonios: ¡y qué pasaba con el noventa restante!
El 12 de enero del 2006 un colectivo de profesores de literatura publicamos un artículo, en este mismo periódico, titulado “Por qué no enseñamos a leer”. “Estamos hartos – decíamos-de ver alumnos que terminan la secundaria y no saben leer ni escribir”. Y defendíamos que la literatura era una vía fantástica para garantizar estos aprendizajes. Hay que admitir que en estos tres años y medio se han hecho algunos esfuerzos para corregir el déficit. La literatura, por ejemplo, es ahora más visible en el currículo de bachillerato. En la práctica, sin embargo, estos esfuerzos están dando pocos resultados. La reducción del número de horas de la materia en bachillerato es una causa importante porque impide consolidar las aptitudes de lectura y de escritura, pero no la única. Hay que romper la inercia en la manera como enseñamos los contenidos de lengua a nuestros alumnos. Y en la universidad es necesario – imprescindible-que no sólo los filólogos, sino también los futuros maestros, traductores, periodistas, publicistas, etcétera, estén bien formados en lengua y en literatura. Porque a leer y a escribir se aprende continuamente. Y sin este aprendizaje, difícilmente formaremos buenos profesionales. Me temo que los nuevos planes de estudios universitarios se han elaborado sin tener en cuenta estos principios. Los futuros profesionales de la enseñanza, de la traducción, del periodismo, de la publicidad, etcétera, quedarán condicionados por estos déficits de formación. No sé si estamos a tiempo de corregirlo, pero valdría la pena intentarlo. Porque la culpa no es de Bolonia: es nuestra.
La palabra y la lectura siguen siendo los principales valores de la enseñanza y los mejores recursos didácticos. Sabemos que para el desarrollo de la inteligencia una palabra vale más que mil imágenes. El lenguaje es el arma principal de una sociedad civilizada. Demos a la enseñanza de la lengua y de la literatura la importancia que merece si no queremos construir una sociedad de analfabetos: de gente con dificultades para expresar y defender propuestas argumentadas o para hacer un esfuerzo de comprensión del mundo que nos rodea.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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