Por Félix Ovejero Lucas, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Un pueblo de demonios (EL PAÍS, 02/09/09):
No resulta sencillo tasar los proyectos políticos. Entre otras razones porque en el camino hasta las decisiones se emborronan los principios y, al final, cuesta distinguir entre unos partidos y otros. En una cata a ciegas, aliviados de la facundia de las primeras páginas de los programas, yo por lo menos no las tendría todas conmigo. La política diaria, con sus palabras vacías y ofensas atronadoras, materiales de prendería, tampoco ayuda al deslinde.
Con todo, de vez en cuando, sí que caben algunas cuentas, si no de los partidos, sí de los idearios que supuestamente los inspiran. Y, además, cuentas con problemas importantes. La gripe A y, en general, la política frente a las epidemias, es un buen calibrador. Un calibrador que deja en un pésimo lugar unas cuantas tesis que circulan en el bazar de las ideas conservadoras.
La primera tesis sirve para criticar las intervenciones públicas, las iniciativas planificadoras y, en particular, al Estado como institución capaz de contribuir a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. La argumentación presenta diversas variantes pero, en lo esencial, arranca con un elogio sin matices del mercado, demostración de la bondad de las “soluciones privadas” o “descentralizadas”. El funcionamiento social se resolvería espontáneamente, mediante un mecanismo de mano invisible. Las decisiones dispersas de las gentes, cada uno procurando por su propio bienestar, apuntarían en la misma senda que el bienestar de todos.
Muchas veces es así. Sin ir más lejos en la difusión de las palabras, y aun de las lenguas, cada uno, cuando quiere hacerse entender, recala en aquellas que circulan más y, con ello, allana el camino a los demás. “El poder del uso y el vulgo”, que decía Cervantes. Que el mercado, el mercado eficiente, el que asegura una óptima asignación de recursos, sea un mecanismo de esa naturaleza, descentralizado, no es cosa fuera de disputa entre economistas competentes, por ejemplo, Bernard Guerrien. Pero, en todo caso, lo que es puro desatino es levantar el vuelo y concluir que todos los problemas sociales se solucionan por esa vía. Basta con pensar en el cambio climático. O las epidemias. Coordinar información, aislar o desplazar poblaciones, controlar fronteras, sacrificar cabañas de animales, imponer vacunaciones generalizadas, cerrar espectáculos de masas, paralizar el curso escolar, son acciones que es improbable que se produzcan cuando cada uno va a lo suyo. Es cosa de instituciones poderosas que, entre otras cosas, requieren recursos públicos, impuestos.
La segunda tesis sirve para descalificar las intervenciones radicales y sistémicas. En cierto modo es una concesión respecto a la tesis anterior. Intervengamos, sí, pero de a poquito, paso a paso, se nos dice. Si cambiamos demasiadas cosas a la vez, no sabríamos a qué atribuir los aciertos o los errores. Un juicio sensato, según y cuando, pero, desde luego, en ningún caso de validez incondicional. Las intervenciones tienen que ser sistémicas, sobre todo las importantes.
Mediante unos experimentos de simulación de distintos paisajes sociales, Dietrich Donner, en The logic of failure, ha mostrado cómo las intervenciones parciales desencadenan calamidades sin cuento al enfrentarnos a retos importantes, como la contaminación, la pobreza, la fertilización de cosechas, la escasez de agua, etcétera. Se concentran en un problema y se les escapa el mapa de consecuencias.
Uno de sus ejemplos favoritos son las enfermedades contagiosas. Para combatirlas se requieren medidas que atañen simultáneamente a dimensiones dispares: alimentación, calidad del agua, relación con otras especies animales, picaduras de insectos, higiene, vacunación, contactos personales. Ante el cólera, de poco sirve ducharse dos veces al día si no se controla la calidad de las aguas, esto es, del urbanismo (de la ubicación de fosas sépticas, por ejemplo).
La tercera tesis sirve para defender una idea tibia de democracia, según la cual, la competencia electoral aseguraría el control de las élites políticas por parte de unos ciudadanos de los que no se espera mucho, egoístas y desinformados. Al igual que los consumidores que, incluso si no reconocen una sartén, con sus elecciones como clientes penalizan a los malos restaurantes, los ciudadanos, con su voto, identificarían a los mejores. Suena bien, aunque desafortunadamente las cosas resultan más complicadas.
La dificultad última radica en la particular naturaleza de la actividad política. Mientras en los restaurantes, salvo en los de postín -en los que, en realidad, nosotros no probamos los platos, sino que los platos nos prueban a nosotros y, si no nos gustan, tenemos un problema-, uno, mal que bien, es capaz de reconocer lo mejor, en política no hay un modo inequívoco de identificar la buena gestión. Sobre todo, la gestión que evita que los problemas aparezcan, gestión que, por definición, no deja trazas y, por ende, no luce. Las epidemias que no prosperan son el mejor ejemplo. Cuando se desencadenaron enfermedades como la de las vacas locas o la gripe aviar no faltaron los que, al ver que las cosas no pasaban a mayores, acusaron de tremendista a la OMS, que, precisamente, con su rápida intervención contribuyó en buena parte a que las cosas no pasasen a mayores. Una reacción parecida a la del ex seleccionador de fútbol, Clemente, quien descalificaba los controles antidoping porque “no sirven para nada, como lo prueba el que no hayan pillado a nadie”.
El problema de fondo, la asimetría informativa, es pan de cada día en política, y se desparrama en diversas direcciones, todas ellas pésimas. Una, que los políticos que se anticipan a los problemas no tienen modo de hacerlo saber, de rentabilizar su gestión. Otra, que los Gobiernos intentarán escamotear dificultades para las que no tienen solución o cuya solución exija cambios importantes y fatigosos en la conducta de los ciudadanos. Antes al contrario, la proximidad de las elecciones invitará a políticas de cohetería que, entre otras cosas, aplazan -si no complican- las dificultades.
Si hay elecciones en los próximos seis meses es improbable que se apliquen unas medidas anticrisis que reclamen un esfuerzo inmediato y cuyos resultados se verán el año que viene. El problema no es de un partido u otro, sino de la dinámica de las instituciones, sobre el trasfondo de unos ciudadanos de los que no se espera nada, antes al contrario, de los que se espera lo peor. Entre otras razones porque, a la vista de que nadie ha ganado elecciones con los votos de las generaciones futuras, el mecanismo de la competencia, se abastece y alienta, entre las diversas disposiciones, los comportamientos más miopes, cortoplacistas, o, directamente, irracionales.
Un par de ejemplos entre mil. El primero: un 63% los ciudadanos norteamericanos están de acuerdo en que ha de mejorarse el medioambiente a cualquier precio y, a la vez, otro 52% se niega a apoyar el tratado de Kioto si para ello cada familia ha de pagar 50 dólares mensuales. Aten esa mosca por el rabo.
El segundo: muchos experimentos confirman que valoramos exageradamente la conservación de nuestra situación, aunque esté en la frontera del infierno, y nos mostramos incapaces de anticipar un beneficio futuro, por más cierto que sea. Por eso nos empecinamos en mantener inversiones ruinosas en la bolsa o parejas insufribles. Políticos que no tienen incentivos para contar la verdad y unos votantes que sólo quieren escuchar fantasías, con ese combustible se han diseñado nuestras instituciones.
Las enseñanzas no acaban aquí. Pero tampoco hay que recordar lo obvio; aunque eso nunca se sabe, sobre todo, en un país en el que cada autonomía tiene su calendario de vacunación y los consejeros se reúnen para “negociar” las fechas, empezando por la de la propia reunión, claro; esto es, para redescubrir -aunque, claro, eso no lo dirán- la importancia de un Ministerio que tome las decisiones.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No resulta sencillo tasar los proyectos políticos. Entre otras razones porque en el camino hasta las decisiones se emborronan los principios y, al final, cuesta distinguir entre unos partidos y otros. En una cata a ciegas, aliviados de la facundia de las primeras páginas de los programas, yo por lo menos no las tendría todas conmigo. La política diaria, con sus palabras vacías y ofensas atronadoras, materiales de prendería, tampoco ayuda al deslinde.
Con todo, de vez en cuando, sí que caben algunas cuentas, si no de los partidos, sí de los idearios que supuestamente los inspiran. Y, además, cuentas con problemas importantes. La gripe A y, en general, la política frente a las epidemias, es un buen calibrador. Un calibrador que deja en un pésimo lugar unas cuantas tesis que circulan en el bazar de las ideas conservadoras.
La primera tesis sirve para criticar las intervenciones públicas, las iniciativas planificadoras y, en particular, al Estado como institución capaz de contribuir a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. La argumentación presenta diversas variantes pero, en lo esencial, arranca con un elogio sin matices del mercado, demostración de la bondad de las “soluciones privadas” o “descentralizadas”. El funcionamiento social se resolvería espontáneamente, mediante un mecanismo de mano invisible. Las decisiones dispersas de las gentes, cada uno procurando por su propio bienestar, apuntarían en la misma senda que el bienestar de todos.
Muchas veces es así. Sin ir más lejos en la difusión de las palabras, y aun de las lenguas, cada uno, cuando quiere hacerse entender, recala en aquellas que circulan más y, con ello, allana el camino a los demás. “El poder del uso y el vulgo”, que decía Cervantes. Que el mercado, el mercado eficiente, el que asegura una óptima asignación de recursos, sea un mecanismo de esa naturaleza, descentralizado, no es cosa fuera de disputa entre economistas competentes, por ejemplo, Bernard Guerrien. Pero, en todo caso, lo que es puro desatino es levantar el vuelo y concluir que todos los problemas sociales se solucionan por esa vía. Basta con pensar en el cambio climático. O las epidemias. Coordinar información, aislar o desplazar poblaciones, controlar fronteras, sacrificar cabañas de animales, imponer vacunaciones generalizadas, cerrar espectáculos de masas, paralizar el curso escolar, son acciones que es improbable que se produzcan cuando cada uno va a lo suyo. Es cosa de instituciones poderosas que, entre otras cosas, requieren recursos públicos, impuestos.
La segunda tesis sirve para descalificar las intervenciones radicales y sistémicas. En cierto modo es una concesión respecto a la tesis anterior. Intervengamos, sí, pero de a poquito, paso a paso, se nos dice. Si cambiamos demasiadas cosas a la vez, no sabríamos a qué atribuir los aciertos o los errores. Un juicio sensato, según y cuando, pero, desde luego, en ningún caso de validez incondicional. Las intervenciones tienen que ser sistémicas, sobre todo las importantes.
Mediante unos experimentos de simulación de distintos paisajes sociales, Dietrich Donner, en The logic of failure, ha mostrado cómo las intervenciones parciales desencadenan calamidades sin cuento al enfrentarnos a retos importantes, como la contaminación, la pobreza, la fertilización de cosechas, la escasez de agua, etcétera. Se concentran en un problema y se les escapa el mapa de consecuencias.
Uno de sus ejemplos favoritos son las enfermedades contagiosas. Para combatirlas se requieren medidas que atañen simultáneamente a dimensiones dispares: alimentación, calidad del agua, relación con otras especies animales, picaduras de insectos, higiene, vacunación, contactos personales. Ante el cólera, de poco sirve ducharse dos veces al día si no se controla la calidad de las aguas, esto es, del urbanismo (de la ubicación de fosas sépticas, por ejemplo).
La tercera tesis sirve para defender una idea tibia de democracia, según la cual, la competencia electoral aseguraría el control de las élites políticas por parte de unos ciudadanos de los que no se espera mucho, egoístas y desinformados. Al igual que los consumidores que, incluso si no reconocen una sartén, con sus elecciones como clientes penalizan a los malos restaurantes, los ciudadanos, con su voto, identificarían a los mejores. Suena bien, aunque desafortunadamente las cosas resultan más complicadas.
La dificultad última radica en la particular naturaleza de la actividad política. Mientras en los restaurantes, salvo en los de postín -en los que, en realidad, nosotros no probamos los platos, sino que los platos nos prueban a nosotros y, si no nos gustan, tenemos un problema-, uno, mal que bien, es capaz de reconocer lo mejor, en política no hay un modo inequívoco de identificar la buena gestión. Sobre todo, la gestión que evita que los problemas aparezcan, gestión que, por definición, no deja trazas y, por ende, no luce. Las epidemias que no prosperan son el mejor ejemplo. Cuando se desencadenaron enfermedades como la de las vacas locas o la gripe aviar no faltaron los que, al ver que las cosas no pasaban a mayores, acusaron de tremendista a la OMS, que, precisamente, con su rápida intervención contribuyó en buena parte a que las cosas no pasasen a mayores. Una reacción parecida a la del ex seleccionador de fútbol, Clemente, quien descalificaba los controles antidoping porque “no sirven para nada, como lo prueba el que no hayan pillado a nadie”.
El problema de fondo, la asimetría informativa, es pan de cada día en política, y se desparrama en diversas direcciones, todas ellas pésimas. Una, que los políticos que se anticipan a los problemas no tienen modo de hacerlo saber, de rentabilizar su gestión. Otra, que los Gobiernos intentarán escamotear dificultades para las que no tienen solución o cuya solución exija cambios importantes y fatigosos en la conducta de los ciudadanos. Antes al contrario, la proximidad de las elecciones invitará a políticas de cohetería que, entre otras cosas, aplazan -si no complican- las dificultades.
Si hay elecciones en los próximos seis meses es improbable que se apliquen unas medidas anticrisis que reclamen un esfuerzo inmediato y cuyos resultados se verán el año que viene. El problema no es de un partido u otro, sino de la dinámica de las instituciones, sobre el trasfondo de unos ciudadanos de los que no se espera nada, antes al contrario, de los que se espera lo peor. Entre otras razones porque, a la vista de que nadie ha ganado elecciones con los votos de las generaciones futuras, el mecanismo de la competencia, se abastece y alienta, entre las diversas disposiciones, los comportamientos más miopes, cortoplacistas, o, directamente, irracionales.
Un par de ejemplos entre mil. El primero: un 63% los ciudadanos norteamericanos están de acuerdo en que ha de mejorarse el medioambiente a cualquier precio y, a la vez, otro 52% se niega a apoyar el tratado de Kioto si para ello cada familia ha de pagar 50 dólares mensuales. Aten esa mosca por el rabo.
El segundo: muchos experimentos confirman que valoramos exageradamente la conservación de nuestra situación, aunque esté en la frontera del infierno, y nos mostramos incapaces de anticipar un beneficio futuro, por más cierto que sea. Por eso nos empecinamos en mantener inversiones ruinosas en la bolsa o parejas insufribles. Políticos que no tienen incentivos para contar la verdad y unos votantes que sólo quieren escuchar fantasías, con ese combustible se han diseñado nuestras instituciones.
Las enseñanzas no acaban aquí. Pero tampoco hay que recordar lo obvio; aunque eso nunca se sabe, sobre todo, en un país en el que cada autonomía tiene su calendario de vacunación y los consejeros se reúnen para “negociar” las fechas, empezando por la de la propia reunión, claro; esto es, para redescubrir -aunque, claro, eso no lo dirán- la importancia de un Ministerio que tome las decisiones.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario