Por Daniel Reboredo, historiador (EL CORREO DIGITAL, 09/09/09):
Rusia es un país con espíritu europeo, insertado geográficamente en Asia, que siempre ha respirado la dicotomía entre sus dos almas, la europea y la asiática. Este fenómeno se alimentó durante los últimos siglos no sólo por la indiferencia de la Europa biempensante y desarrollada, sino que también se avivó por la disputa entre rusos ‘eslavófilos’ y rusos ‘europeístas’, actualmente ‘nacionalistas’ y ‘occidentalistas’. La historia del gigante ruso desde Pedro el Grande es la de un país donde llevan siglos intentando definir el camino de su desarrollo en un maremágnum de ideas populistas, eslavófilas, nacionalistas, comunistas y occidentales que siempre han estado, y están, pugnando por su preeminencia sobre las demás. En un país tan lleno de contrastes, tan grande que se extiende a lo largo de once zonas horarias desde Kaliningrado hasta Anadyr, en la costa del Pacífico, de tanta diversidad climática y humana, esta situación no debe sorprendernos.
La llegada al poder de Vladimir Putin a principios del año 2000 inició un periodo de cambio en la política rusa que ha llegado a nuestros días con Dmitri Medvédev. Después de la deriva de la época Yeltsin, Putin intentó que el país se volviera a convertir en una superpotencia mundial como lo fue en la época soviética, a la par que intentó superar el legado de la rápida liberalización que se había producido tras la caída del régimen comunista en 1991 y hallar la manera de combinar el carácter de Rusia con las normas universales de la democracia que dominaban el continente y la integración internacional. ¿Cómo podía combinar todo esto una Rusia que nacía truncada, con un sentido confuso de su propia identidad y temerosa del futuro? Putin intentó crear una nación política en la que todo el mundo sería igual como ciudadano, pero quedó aplazado cómo se convertiría en una nación cultural en la que los individuos fueran diferentes como personas y los pueblos distintos como comunidades culturales.
Los deseos iniciales de combinar los principios universales de la economía de mercado y la democracia con la realidad rusa fueron arrinconados por las diferentes acciones e iniciativas que buscaron recuperar el papel de superpotencia perdido con la caída del comunismo y su protagonismo como contrapeso de EE UU en un sistema bipolar. Las enormes reservas de gas y petróleo y un poderío militar y nuclear enorme son los avales de una aspiración condicionada por las características geopolíticas, económicas y culturales que han fijado la mentalidad rusa y las políticas de sus diferentes gobiernos. Putin las utilizó para retar a EE UU respecto a su hegemonía imperial en América Latina, Asia, Medio Oriente e Irán; para eliminar la concepción de gran parte de los rusos considerando que su país había pasado a ser el patio trasero del mundo contemporáneo; para frenar la influencia occidental en la Europa oriental y en nuevos países que formaron parte de la URSS; y, en definitiva, para recuperar la fortaleza y el protagonismo de tiempos pasados. Contrastan estos anhelos con las líneas maestras que iniciaron la era Putin: crecimiento económico desde fundamentos de libre mercado, cooperación con la Iglesia y buenas relaciones con EE UU. El crecimiento económico de años pasados, la mano dura en Chechenia y la seguridad frente al reformismo apuntalaron su popularidad.
Claro que esto ha conllevado también una riqueza desmesurada de la que sólo se ha beneficiado un 10% de la población, los nuevos rusos, los que se aprovecharon de las privatizaciones salvajes de las empresas estatales en la década de los noventa del siglo XX, los que controlan los antiguos monopolios soviéticos y participan en la vida política rusa dirigiendo medios de comunicación y grupos de presión. Los que hacen una ostentación obscena de su riqueza y que son la prueba del amiguismo y de la corrupción que gangrena el país, los que se mantienen indiferentes al empobrecimiento del resto de la población, los que son insensibles a una precariedad económica que no ha cesado de aumentar en un periodo de fuerte crecimiento económico -desde la crisis financiera de 1998- que ha permitido a Rusia corregir los pagos de una deuda descomunal y convertirse en el cuarto país con mayores reservas de divisas del mundo. Si a ello añadimos el incremento del autoritarismo en torno a la figura de Putin, reformando y modificando leyes electorales a conveniencia, generando una nueva casta política engendrada en las antiguas agencias gubernamentales soviéticas, ahogando y criminalizando cualquier atisbo de oposición y controlando completamente los medios de comunicación, podemos entender las líneas maestras de la Rusia actual que preside Medvédev.
Los últimos meses han visto nacer una corriente de opinión respecto a Rusia que impregna diferentes círculos políticos e intelectuales del continente y que se reduce a la idea de que la nación eslava ha renunciado a su papel de superpotencia y quiere asumir otra función en el panorama internacional. Semejante planteamiento, con el que no estamos de acuerdo, se basa en detalles y apreciaciones más que discutibles y que se resumen en que los dirigentes políticos rusos están dejando entrever un cambio de actitud. Cambio que hasta la fecha sólo ven algunos ojos privilegiados y que de llevarse a cabo rebajaría la tensión de los últimos años con EE UU, la UE y demás países del planeta. La crisis financiera que padece el país, la inevitable reforma militar que se está planteando en el mismo y la llegada al poder del propio Medvédev abogando por la implantación del imperio de la ley, la diversificación de la economía y la protección de la propiedad privada serían las señales de este cambio. Aunque el actual presidente ruso intenta demostrar que no es un monigote de Putin, la influencia y poder de éste se mantienen intactos y los recelos históricos con el mundo occidental siguen presentes e incluso se incrementan con el anillo de hierro que, patrocinado por EE UU, está rodeando poco a poco la nación eslava. La sensación de que algo tiene que cambiar no es suficiente para vislumbrar nada; los deseos pocas veces conducen a la realidad. Que el dogal que apretaba Putin haya cedido un poco en su presión por la intervención de Medvédev no debe obnubilar nuestra lucidez.
Caminamos hacia un Estado híbrido donde el poder de Putin seguirá intacto aunque la intervención presidencial modifique algunos parámetros utilizados hasta ahora. La presión cederá un poco pero el país seguirá férreamente gobernado y por supuesto que el empeño imperial seguirá sin pausa. Para ello utilizará la coacción energética y la militar; sólo tenemos que recordar las recientes maniobras celebradas con Irán y los acuerdos que mantiene con el país persa. Llegados a esta tesitura, tenemos que reconocer que preferimos una Rusia de esta índole a una Rusia sumida en el caos y el descontrol. Claro que existe una tercera alternativa, la de que el país eslavo siga el camino de las democracias consolidadas y respetuosas con la ley. Quizás este anhelo nos haga confundir el deseo con la realidad. Quizás sólo seamos capaces de ver una matrioska de las muchas que componen el juego y no precisamente la más grande.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Rusia es un país con espíritu europeo, insertado geográficamente en Asia, que siempre ha respirado la dicotomía entre sus dos almas, la europea y la asiática. Este fenómeno se alimentó durante los últimos siglos no sólo por la indiferencia de la Europa biempensante y desarrollada, sino que también se avivó por la disputa entre rusos ‘eslavófilos’ y rusos ‘europeístas’, actualmente ‘nacionalistas’ y ‘occidentalistas’. La historia del gigante ruso desde Pedro el Grande es la de un país donde llevan siglos intentando definir el camino de su desarrollo en un maremágnum de ideas populistas, eslavófilas, nacionalistas, comunistas y occidentales que siempre han estado, y están, pugnando por su preeminencia sobre las demás. En un país tan lleno de contrastes, tan grande que se extiende a lo largo de once zonas horarias desde Kaliningrado hasta Anadyr, en la costa del Pacífico, de tanta diversidad climática y humana, esta situación no debe sorprendernos.
La llegada al poder de Vladimir Putin a principios del año 2000 inició un periodo de cambio en la política rusa que ha llegado a nuestros días con Dmitri Medvédev. Después de la deriva de la época Yeltsin, Putin intentó que el país se volviera a convertir en una superpotencia mundial como lo fue en la época soviética, a la par que intentó superar el legado de la rápida liberalización que se había producido tras la caída del régimen comunista en 1991 y hallar la manera de combinar el carácter de Rusia con las normas universales de la democracia que dominaban el continente y la integración internacional. ¿Cómo podía combinar todo esto una Rusia que nacía truncada, con un sentido confuso de su propia identidad y temerosa del futuro? Putin intentó crear una nación política en la que todo el mundo sería igual como ciudadano, pero quedó aplazado cómo se convertiría en una nación cultural en la que los individuos fueran diferentes como personas y los pueblos distintos como comunidades culturales.
Los deseos iniciales de combinar los principios universales de la economía de mercado y la democracia con la realidad rusa fueron arrinconados por las diferentes acciones e iniciativas que buscaron recuperar el papel de superpotencia perdido con la caída del comunismo y su protagonismo como contrapeso de EE UU en un sistema bipolar. Las enormes reservas de gas y petróleo y un poderío militar y nuclear enorme son los avales de una aspiración condicionada por las características geopolíticas, económicas y culturales que han fijado la mentalidad rusa y las políticas de sus diferentes gobiernos. Putin las utilizó para retar a EE UU respecto a su hegemonía imperial en América Latina, Asia, Medio Oriente e Irán; para eliminar la concepción de gran parte de los rusos considerando que su país había pasado a ser el patio trasero del mundo contemporáneo; para frenar la influencia occidental en la Europa oriental y en nuevos países que formaron parte de la URSS; y, en definitiva, para recuperar la fortaleza y el protagonismo de tiempos pasados. Contrastan estos anhelos con las líneas maestras que iniciaron la era Putin: crecimiento económico desde fundamentos de libre mercado, cooperación con la Iglesia y buenas relaciones con EE UU. El crecimiento económico de años pasados, la mano dura en Chechenia y la seguridad frente al reformismo apuntalaron su popularidad.
Claro que esto ha conllevado también una riqueza desmesurada de la que sólo se ha beneficiado un 10% de la población, los nuevos rusos, los que se aprovecharon de las privatizaciones salvajes de las empresas estatales en la década de los noventa del siglo XX, los que controlan los antiguos monopolios soviéticos y participan en la vida política rusa dirigiendo medios de comunicación y grupos de presión. Los que hacen una ostentación obscena de su riqueza y que son la prueba del amiguismo y de la corrupción que gangrena el país, los que se mantienen indiferentes al empobrecimiento del resto de la población, los que son insensibles a una precariedad económica que no ha cesado de aumentar en un periodo de fuerte crecimiento económico -desde la crisis financiera de 1998- que ha permitido a Rusia corregir los pagos de una deuda descomunal y convertirse en el cuarto país con mayores reservas de divisas del mundo. Si a ello añadimos el incremento del autoritarismo en torno a la figura de Putin, reformando y modificando leyes electorales a conveniencia, generando una nueva casta política engendrada en las antiguas agencias gubernamentales soviéticas, ahogando y criminalizando cualquier atisbo de oposición y controlando completamente los medios de comunicación, podemos entender las líneas maestras de la Rusia actual que preside Medvédev.
Los últimos meses han visto nacer una corriente de opinión respecto a Rusia que impregna diferentes círculos políticos e intelectuales del continente y que se reduce a la idea de que la nación eslava ha renunciado a su papel de superpotencia y quiere asumir otra función en el panorama internacional. Semejante planteamiento, con el que no estamos de acuerdo, se basa en detalles y apreciaciones más que discutibles y que se resumen en que los dirigentes políticos rusos están dejando entrever un cambio de actitud. Cambio que hasta la fecha sólo ven algunos ojos privilegiados y que de llevarse a cabo rebajaría la tensión de los últimos años con EE UU, la UE y demás países del planeta. La crisis financiera que padece el país, la inevitable reforma militar que se está planteando en el mismo y la llegada al poder del propio Medvédev abogando por la implantación del imperio de la ley, la diversificación de la economía y la protección de la propiedad privada serían las señales de este cambio. Aunque el actual presidente ruso intenta demostrar que no es un monigote de Putin, la influencia y poder de éste se mantienen intactos y los recelos históricos con el mundo occidental siguen presentes e incluso se incrementan con el anillo de hierro que, patrocinado por EE UU, está rodeando poco a poco la nación eslava. La sensación de que algo tiene que cambiar no es suficiente para vislumbrar nada; los deseos pocas veces conducen a la realidad. Que el dogal que apretaba Putin haya cedido un poco en su presión por la intervención de Medvédev no debe obnubilar nuestra lucidez.
Caminamos hacia un Estado híbrido donde el poder de Putin seguirá intacto aunque la intervención presidencial modifique algunos parámetros utilizados hasta ahora. La presión cederá un poco pero el país seguirá férreamente gobernado y por supuesto que el empeño imperial seguirá sin pausa. Para ello utilizará la coacción energética y la militar; sólo tenemos que recordar las recientes maniobras celebradas con Irán y los acuerdos que mantiene con el país persa. Llegados a esta tesitura, tenemos que reconocer que preferimos una Rusia de esta índole a una Rusia sumida en el caos y el descontrol. Claro que existe una tercera alternativa, la de que el país eslavo siga el camino de las democracias consolidadas y respetuosas con la ley. Quizás este anhelo nos haga confundir el deseo con la realidad. Quizás sólo seamos capaces de ver una matrioska de las muchas que componen el juego y no precisamente la más grande.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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