Por J. Ernesto Ayala-Dip, crítico literario (EL PAÍS, 03/09/09):
Todos los caminos de la novela policíaca conducen al mal. Palabra tabú durante siglos, deviene ahora un concepto con el que se coquetea. Una compleja connivencia, y hasta a veces se diría insondable fascinación. La posmodernidad ahora mismo permite al mal circular entre los devotos de las profundidades humanas sin el temor antiguo a invocar una realidad innombrable. Tal vez nunca en la historia de la humanidad ha estado el mal tan instalado en la vida cotidiana como en los siglos XX y XXI. Como concepto y como experiencia infernal. “Aquí nosotros somos Dios”, le dijo un torturador argentino a una detenida para señalarle su absoluta indefensión ante su abyecta arbitrariedad. Eso pasaba en un antiguo garaje en Buenos Aires, a pocos metros de un mercado y de una juguetería. El mal absoluto ante nuestras propias narices.
Las leyes de la novela policíaca comparten espacio con los más profundos enigmas del alma. Esas leyes decodifican su estructura. Su manera de desenvolverse, la hipocresía y malicia clasistas o la corrupción institucional. Poirot o Sam Spade. Nada le interesa más a este género que el hombre debatiéndose entre su afán de pureza y la infamia incontrolable. Ya lo decía Camus: “No tenemos fuerza para ser malvados, pero tampoco para no serlo”.
El gran ensayista italiano Pietro Citati tiene un libro titulado El mal absoluto. Me llamó la atención en el prólogo unas palabras sobre Robinson Crusoe: “Ama (Crusoe) sobre todo el mar, las olas enormes de la tormenta, las olas que se suceden una a la otra, las corrientes, los remansos, la calma, el oleaje en la orilla. Quizá constituya la imagen central de Robinson Crusoe, porque el mar revela el rostro oscuro de Dios, que se confunde con el del Adversario”. Esta cita me vino a la memoria mientras leía una novela de la autora francesa de novelas policíacas Fred Vargas. Se trata de Huye rápido, vete lejos (2001). Al comienzo su voz narradora nos dice: “No, Joss no confiaría en las cosas por nada en el mundo, como tampoco confiaba en los hombres ni en el mar. Las primeras os roban el corazón, los segundos, el alma, y el tercero, la vida”. Podríamos hacer varias consideraciones. Que el título de esta novela que cito no hace referencia a ningún trámite nuclear de su argumento, sino a un momento de desilusión amorosa como hace mucho que no leo en cualquier novela, sea policíaca o no. Que curiosamente uno de sus personajes femeninos se llama Lizbeth (¿les dice algo este nombre?). Que uno no puede dejar de pensar en algunas llamativas casualidades que nos depara la literatura (aunque uno tiene derecho a descreer a veces de tantas casualidades): como, por ejemplo, el sonido de un viejo e inmortal verso detrás de estas palabras que pronuncia un personaje en la novela de la autora gala: “¿Sabes, Camilla, que el día en que Dios creó a Adamsberg, había pasado una noche muy mala?”. Estas palabras recuerdan aquel inmortal verso que César Vallejo escribió casi sobre un París lluvioso de los años treinta: “Yo nací un día en que Dios estaba enfermo. Grave”. Y, finalmente, que hay diálogos en Huye rápido, vete lejos que parecen sacados de las palabras que se cruzan el misterioso narrador de La trilogía Dupin, según bautizó a los tres célebres cuentos de Allan Edgar Poe el escritor norteamericano Matthew Pearl, y el mismo excéntrico investigador C. Auguste Dupin.
Pero dejemos esta cuestión que a la postre no hace sino confirmar el calado literario de muchos autores de novela policíaca. Quedémonos ahora con el hecho de que Fred Vargas creó un comisario (Jean-Baptiste Adamsberg) a la medida de la oscuridad del mundo, un hermeneuta del mal buceando en las calles de París, olisqueando la inminente atrocidad. La simbología enseña que el mar es una figura que metaforiza el nacimiento y la muerte. Pero el mar que ven las criaturas de Defoe, según nos enseña Citati, y Fred Vargas indica sólo el camino sin retorno. El abismo inescrutable o el que mata.
En su prólogo a Los secretos de Oxford, a la escritora P. D. James no le cabe ninguna duda de que las novelas de Dorothy L. Sayers fueron escritas “para el ocio”. Nada que objetar. Lo hicieron Eliot, Sartre, Luis Cernuda, Juan Carlos Onetti, entre otros. Y a sus 90 años, lo hace el profesor Martí de Riquer. Pero dicha distracción o evasión (Auden, a quien molestaba la palabra evasión cuando se refería a la novela policíaca, consideraba a Raymond Chandler un artista absoluto) tiene un componente que trasciende la mera peripecia detectivesca. No hay en la literatura policíaca detective privado, policía o periodista implicado en una causa criminal (además de conmoverse más o menos por sus consecuencias) que no sea consciente de que su operación de develación es ante todo una operación moral. Y no es un valor añadido de la novela policíaca. Es su razón de ser literaria.
Veamos el caso del escritor sueco Stieg Larsson, autor de la trilogía Millennium. Como hicieron antes otros compatriotas suyos -desde el matrimonio sueco formado por P. Walhöo y M. Sjöwall hasta Henning Mankell-, Larsson nos conduce por el corazón de las tinieblas del modelo perfecto de sociedad del bienestar. Larsson, ahondando en la herida del síndrome de Oloff Palme, ideó un protagonista corriente, sin el aura heroica de los detectives clásicos, en la piel de un pertinaz periodista de investigación. Y lo hizo con un lenguaje neutro (solución paradójica tratándose de tres historias sociológicamente tan comprometidas), sin la voluntad premeditadamente retórica que se aprecia en las novelas de Mankell.
Su investigador Mikael Blomkvist y su colega de dantescas peripecias, Lisbeth Salander, están diseñados con la impronta opuesta al romanticismo e incluso cierto erotismo con que la novela policíaca americana arropó a sus detectives. Las infalibles corazonadas de los Sam Spade y Philip Marlowe, incluso las sutiles inducciones del freudiano investigador Lew Archer de Ross MacDonald, las reemplaza Larsson ahora por los intrépidos razonamientos, y casi inverosímiles conocimientos informáticos de sus protagonistas.
Y ya no hablemos de la voz narradora. Voz omnisciente que nada tiene que ver con el habitual relato en primera persona de los clásicos citados. Una voz que baja a los infiernos junto al lector, incluso otorgándole a éste el privilegio de una información que ya quisieran tener los actores de sus novelas (en el segundo volumen de la trilogía, se nos revela la identidad de los culpables 200 páginas antes del final). En la trama del primer volumen, ya que abordamos aunque sea superficialmente el capítulo estilístico de la trilogía, es capital la idea de la ampliación de una foto. Todo el edificio de la novela se sostiene sobre este artilugio. El mismo que utilizó Cortázar en su cuento Las babas del diablo. Y el que repitió Antonioni en su película Blow Up, basada en el relato. En cuanto al perfil psicópata que dibujó de Los hombres que no aman a las mujeres, también lo abordó, con mayor crudeza y temperatura lírica el islandés Arnaldur Indridason en La mujer de verde.
Los autores de novelas policíacas europeos (también desde hace unos años, los latinoamericanos), han creado unos detectives o policías a la medida de los miedos contemporáneos, reales o imaginarios. Griegos, españoles, franceses, noruegos, suecos o islandeses (por cierto: ¿y los finlandeses?) se dan cita casi cada año con sus respectivos investigadores. Suelen ser muy puntuales. Y con la misma frecuencia, los lectores los esperamos. Como si entre nosotros y ellos hubiera un pacto de indestructible fidelidad. Otro imperativo de la posmodernidad. Recogernos o evadirnos en el confort de nuestra interioridad (viajemos en metro o estemos en el sofá) al resguardo de los ángeles exterminadores. Mientras, estos viajeros del abismo nos traen noticias del tipo “las lágrimas y las heridas” unen a los hombres, que decía George Bataille. Al lado de las lacerantes verdades que nos muestra la novela policíaca, con su balsámica catarsis y con ese grado de fruición estética que nos procura, traer a colación la maquinaria mercadotécnica que la acompaña, como se suele hacer muchas veces para desacreditarla, me parece una obviedad de mal gusto.
Y para terminar, el género policiaco tiene sus aguafiestas y se dividen en tres clases. Los que no leen a Larsson porque lo comparan con Montaigne; los que no lo leen porque está de moda; y los que no lo hacen por las dos razones juntas. Ellos se lo pierden.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Todos los caminos de la novela policíaca conducen al mal. Palabra tabú durante siglos, deviene ahora un concepto con el que se coquetea. Una compleja connivencia, y hasta a veces se diría insondable fascinación. La posmodernidad ahora mismo permite al mal circular entre los devotos de las profundidades humanas sin el temor antiguo a invocar una realidad innombrable. Tal vez nunca en la historia de la humanidad ha estado el mal tan instalado en la vida cotidiana como en los siglos XX y XXI. Como concepto y como experiencia infernal. “Aquí nosotros somos Dios”, le dijo un torturador argentino a una detenida para señalarle su absoluta indefensión ante su abyecta arbitrariedad. Eso pasaba en un antiguo garaje en Buenos Aires, a pocos metros de un mercado y de una juguetería. El mal absoluto ante nuestras propias narices.
Las leyes de la novela policíaca comparten espacio con los más profundos enigmas del alma. Esas leyes decodifican su estructura. Su manera de desenvolverse, la hipocresía y malicia clasistas o la corrupción institucional. Poirot o Sam Spade. Nada le interesa más a este género que el hombre debatiéndose entre su afán de pureza y la infamia incontrolable. Ya lo decía Camus: “No tenemos fuerza para ser malvados, pero tampoco para no serlo”.
El gran ensayista italiano Pietro Citati tiene un libro titulado El mal absoluto. Me llamó la atención en el prólogo unas palabras sobre Robinson Crusoe: “Ama (Crusoe) sobre todo el mar, las olas enormes de la tormenta, las olas que se suceden una a la otra, las corrientes, los remansos, la calma, el oleaje en la orilla. Quizá constituya la imagen central de Robinson Crusoe, porque el mar revela el rostro oscuro de Dios, que se confunde con el del Adversario”. Esta cita me vino a la memoria mientras leía una novela de la autora francesa de novelas policíacas Fred Vargas. Se trata de Huye rápido, vete lejos (2001). Al comienzo su voz narradora nos dice: “No, Joss no confiaría en las cosas por nada en el mundo, como tampoco confiaba en los hombres ni en el mar. Las primeras os roban el corazón, los segundos, el alma, y el tercero, la vida”. Podríamos hacer varias consideraciones. Que el título de esta novela que cito no hace referencia a ningún trámite nuclear de su argumento, sino a un momento de desilusión amorosa como hace mucho que no leo en cualquier novela, sea policíaca o no. Que curiosamente uno de sus personajes femeninos se llama Lizbeth (¿les dice algo este nombre?). Que uno no puede dejar de pensar en algunas llamativas casualidades que nos depara la literatura (aunque uno tiene derecho a descreer a veces de tantas casualidades): como, por ejemplo, el sonido de un viejo e inmortal verso detrás de estas palabras que pronuncia un personaje en la novela de la autora gala: “¿Sabes, Camilla, que el día en que Dios creó a Adamsberg, había pasado una noche muy mala?”. Estas palabras recuerdan aquel inmortal verso que César Vallejo escribió casi sobre un París lluvioso de los años treinta: “Yo nací un día en que Dios estaba enfermo. Grave”. Y, finalmente, que hay diálogos en Huye rápido, vete lejos que parecen sacados de las palabras que se cruzan el misterioso narrador de La trilogía Dupin, según bautizó a los tres célebres cuentos de Allan Edgar Poe el escritor norteamericano Matthew Pearl, y el mismo excéntrico investigador C. Auguste Dupin.
Pero dejemos esta cuestión que a la postre no hace sino confirmar el calado literario de muchos autores de novela policíaca. Quedémonos ahora con el hecho de que Fred Vargas creó un comisario (Jean-Baptiste Adamsberg) a la medida de la oscuridad del mundo, un hermeneuta del mal buceando en las calles de París, olisqueando la inminente atrocidad. La simbología enseña que el mar es una figura que metaforiza el nacimiento y la muerte. Pero el mar que ven las criaturas de Defoe, según nos enseña Citati, y Fred Vargas indica sólo el camino sin retorno. El abismo inescrutable o el que mata.
En su prólogo a Los secretos de Oxford, a la escritora P. D. James no le cabe ninguna duda de que las novelas de Dorothy L. Sayers fueron escritas “para el ocio”. Nada que objetar. Lo hicieron Eliot, Sartre, Luis Cernuda, Juan Carlos Onetti, entre otros. Y a sus 90 años, lo hace el profesor Martí de Riquer. Pero dicha distracción o evasión (Auden, a quien molestaba la palabra evasión cuando se refería a la novela policíaca, consideraba a Raymond Chandler un artista absoluto) tiene un componente que trasciende la mera peripecia detectivesca. No hay en la literatura policíaca detective privado, policía o periodista implicado en una causa criminal (además de conmoverse más o menos por sus consecuencias) que no sea consciente de que su operación de develación es ante todo una operación moral. Y no es un valor añadido de la novela policíaca. Es su razón de ser literaria.
Veamos el caso del escritor sueco Stieg Larsson, autor de la trilogía Millennium. Como hicieron antes otros compatriotas suyos -desde el matrimonio sueco formado por P. Walhöo y M. Sjöwall hasta Henning Mankell-, Larsson nos conduce por el corazón de las tinieblas del modelo perfecto de sociedad del bienestar. Larsson, ahondando en la herida del síndrome de Oloff Palme, ideó un protagonista corriente, sin el aura heroica de los detectives clásicos, en la piel de un pertinaz periodista de investigación. Y lo hizo con un lenguaje neutro (solución paradójica tratándose de tres historias sociológicamente tan comprometidas), sin la voluntad premeditadamente retórica que se aprecia en las novelas de Mankell.
Su investigador Mikael Blomkvist y su colega de dantescas peripecias, Lisbeth Salander, están diseñados con la impronta opuesta al romanticismo e incluso cierto erotismo con que la novela policíaca americana arropó a sus detectives. Las infalibles corazonadas de los Sam Spade y Philip Marlowe, incluso las sutiles inducciones del freudiano investigador Lew Archer de Ross MacDonald, las reemplaza Larsson ahora por los intrépidos razonamientos, y casi inverosímiles conocimientos informáticos de sus protagonistas.
Y ya no hablemos de la voz narradora. Voz omnisciente que nada tiene que ver con el habitual relato en primera persona de los clásicos citados. Una voz que baja a los infiernos junto al lector, incluso otorgándole a éste el privilegio de una información que ya quisieran tener los actores de sus novelas (en el segundo volumen de la trilogía, se nos revela la identidad de los culpables 200 páginas antes del final). En la trama del primer volumen, ya que abordamos aunque sea superficialmente el capítulo estilístico de la trilogía, es capital la idea de la ampliación de una foto. Todo el edificio de la novela se sostiene sobre este artilugio. El mismo que utilizó Cortázar en su cuento Las babas del diablo. Y el que repitió Antonioni en su película Blow Up, basada en el relato. En cuanto al perfil psicópata que dibujó de Los hombres que no aman a las mujeres, también lo abordó, con mayor crudeza y temperatura lírica el islandés Arnaldur Indridason en La mujer de verde.
Los autores de novelas policíacas europeos (también desde hace unos años, los latinoamericanos), han creado unos detectives o policías a la medida de los miedos contemporáneos, reales o imaginarios. Griegos, españoles, franceses, noruegos, suecos o islandeses (por cierto: ¿y los finlandeses?) se dan cita casi cada año con sus respectivos investigadores. Suelen ser muy puntuales. Y con la misma frecuencia, los lectores los esperamos. Como si entre nosotros y ellos hubiera un pacto de indestructible fidelidad. Otro imperativo de la posmodernidad. Recogernos o evadirnos en el confort de nuestra interioridad (viajemos en metro o estemos en el sofá) al resguardo de los ángeles exterminadores. Mientras, estos viajeros del abismo nos traen noticias del tipo “las lágrimas y las heridas” unen a los hombres, que decía George Bataille. Al lado de las lacerantes verdades que nos muestra la novela policíaca, con su balsámica catarsis y con ese grado de fruición estética que nos procura, traer a colación la maquinaria mercadotécnica que la acompaña, como se suele hacer muchas veces para desacreditarla, me parece una obviedad de mal gusto.
Y para terminar, el género policiaco tiene sus aguafiestas y se dividen en tres clases. Los que no leen a Larsson porque lo comparan con Montaigne; los que no lo leen porque está de moda; y los que no lo hacen por las dos razones juntas. Ellos se lo pierden.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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