Por José Guimón, catedrático de Psiquiatría de la UPV-EHU (EL CORREO DIGITAL, 10/09/09):
La joven que mató a su bebé porque pensaba que se lo ordenaban unas voces; aquélla que lo ahogó después de matar también a su madre; y la que mató a su recién nacido tras dar a luz a escondidas en un viaje de vacaciones nos han enfrentado, en un corto espacio de tiempo, a ejemplos de una realidad que aterra al público incrédulo. Sin embargo, aunque el filicidio es una realidad no frecuente, su explicación no es, en general la ‘locura’.
La primera referencia a un filicidio (la muerte dada por uno de los padres a su hijo) se remonta a la Biblia, con la inmolación de Isaac por Abraham. En la mitología griega se narra el asesinato de sus dos hijos por Medea, despechada por el abandono de Jasón. Los romanos, por su parte, merced a la ‘patria potestad’, podían disponer de la vida de sus hijos, y no es hasta 300 años después de Cristo cuando empezó a considerarse el filicidio un crimen. Sin embargo, las madres que mataban a sus hijos recibían frecuentemente sentencias más leves, argumentándose que los niños habían muerto al aplastar y sofocar a sus bebés accidentalmente durante el sueño. Hay quien ha querido ver en aquellas leyes tanto civiles como eclesiales una comprensión no explicitada de los problemas de sobrepoblación y la falta de medios consiguiente.
Pero los países desarrollados occidentales no se libran hoy de esa lacra. Las escasas estadísticas fiables señalan que en Estados Unidos 600 niños fueron asesinados por sus padres en 1983. En Canadá se informó de 114 casos de muerte de un niño a manos de un padre entre 1964-1968. Las cifras son variables en Finlandia, Australia, Canadá, Japón o Alemania, aunque parece que han disminuido algo. En España no hemos encontrado datos fiables recientes.
En EE UU entre el 8% y el 9% de la totalidad de los asesinatos se cometen sobre personas de menos de 18 años (de ellos, el doble son varones) y aproximadamente el 1,1%, sobre niños de menos de un año. El 45% de ese 8% ocurrieron en las primeras 24 horas, por lo que en aquel país son clasificados de ‘neonaticidios’ (el infanticidio de un bebé de menos de 24 horas), aunque en algunos textos se extiende el plazo hasta un mes. Del conjunto de las investigaciones que he revisado se concluye que, en los neonaticidios realizados en los primeros días, la inmensa mayoría de las autoras eran mujeres y de hecho se citan sólo dos hombres en la literatura. En niños de más edad el porcentaje se equilibra y a partir de los 8 años son ya más frecuentes los varones.
El homicidio se realizó preferentemente por estrangulamiento o ahogamiento. Un tercio de los padres o madres homicidas se suicidaron, por lo que se consideró que las muertes de esos niños eran ’suicidios extendidos’ o altruistas, es decir, realizados supuestamente para que los niños ‘no sufrieran’. Un tercio de los padres tenían trastornos psicóticos y otros estaban deprimidos. Muchos habían consultado con psiquiatras anteriormente. Sin embargo, los autores no consideran que haya datos clínicos predictores claros, aunque recomiendan explorar durante el embarazo la presencia de ideas de incapacidad para hacerse cargo de un hijo en las embarazadas que den señales de problemas psicológicos.
En los neonaticidios maternos, con frecuencia las razones esgrimidas por las madres solían ser más personales: para ocultar el deshonor del embarazo, por no poder mantenerle, como venganza hacia el abandono del padre. Hay quien evoca en estas razones cierto parecido con las argüidas en la violencia de pareja: ‘La/o maté porque era mía/o’. Se debe recordar, en cualquier caso, que la mayoría de las matricidas provenían de un entono sociocultural desfavorecido. El 90% de las madres tenían menos de 25 años y menos del 20% estaban casadas. Era frecuente que las madres atribuyeran su estado psíquico al recién nacido o al embarazo. A menudo dieron a luz solas y disponen del bebé como si fuera un aborto ¿que hubiera ocurrido demasiado tarde? A nadie se le escapan las relaciones de estas situaciones con la controversia de los plazos en la interrupción voluntaria del embarazo. En cualquier caso, las neonaticidas son miradas con benevolencia por la mayoría de los jueces en el mundo occidental, rara vez pasan tiempo en la cárcel y son frecuentemente excelentes madres de futuros hijos.
Pero el infanticidio no es cosa de los demás ni de la antigüedad, sino que está presente en nuestro inconsciente colectivo y en los fondos recónditos de nuestra psicología individual. Freud consideró que los mitos y leyendas representan, de forma más o menos velada, a la vez los deseos fundamentales del ser humano y las fuerzas que se oponen a su realización. El psicoanalista argentino Raskovsky publicó un excelente libro respecto a las motivaciones inconscientes del filicidio. Mitos y leyendas serían vestigios distorsionados de las fantasías figurativas de naciones en su totalidad, los sueños seculares de la juventud de la Humanidad. Por ello, una construcción mitológica puede prestar la base para una exploración de la historia psíquica del hombre. En los mitos se presentan, en toda su crudeza, pasiones y deseos aterradores, como el filicidio, el parricidio, el incesto, etcétera. Pero si Cronos devoró a sus hijos para evitar ser destronado y si Medea mató a los suyos por despecho, esos mismos deseos nos acechan agazapados en nuestro inconsciente, incluso aunque los hayamos criado en el ambiente cultural de Euskadi. ¿O es que hemos olvidado la leyenda que recogió Don José Miguel de Barandiarán en Rentería, y de la que me ocupé hace unos años? «Érase una vez una familia compuesta por el padre, la madre y dos hijos: Catalina y Beñardo. Cierto día, la madre les dijo que quien regresara primero de los dos encontraría en el armario una taza de leche. El primero en volver a la casa fue Beñardo, pero no pudo hallar la leche. La madre le dijo que metiera la cabeza más adentro del armario para buscarla y, cuando lo hizo, la mujer cerró de golpe la puerta y le cortó la cabeza. A continuación lo dividió en trozos y lo puso a cocer en una caldera».
El filicidio ha sido y es aún hoy una práctica extendida y más o menos permitida en muchos países del mundo. Hay referencias entre los esquimales, en los indios mohave y en otros muchos lugares. En la actualidad, aunque el infanticidio es ilegal en India, se sigue practicando, al parecer, con permisividad, en el medio rural. Según un informe de Unicef (rebatido por la Asociación Médica India) ésa sería la causa de los desequilibrios en la población del país, en especial de la menor proporción de mujeres. En China hasta el siglo XIX se sacrificaba a las niñas recién nacidas porque no podían llevar el nombre del padre y eran más débiles para los trabajos del campo. Recientemente se ha acusado a la República Popular China de que existen desequilibrios en la población (menos niños y, en especial, niñas) debido a la política de ‘un solo hijo por pareja’. Aunque la acusación es negada, resulta sospechoso que la venta ambulante de aparatos de ultrasonidos para detectar el sexo de los fetos se ha extendido desproporcionadamente (Klasen and Wink, 2003).
Pero no siempre son las mujeres las que resultan mal paradas. Un artículo reciente (Richard Shears, 2008) que no he podido contrastar informa de que en los pueblos Agibu y Amosa de la región de Gimi, en la provincia de Nueva Guinea Papúa, se habría llevado a cabo el exterminio durante 10 años de todos los recién nacidos varones para evitar que, al crecer, perpetuaran las guerras que ocurren en aquella región. Es de esperar que soluciones tan drásticas no sean imitadas en nuestras latitudes por algunos movimientos radicales.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La joven que mató a su bebé porque pensaba que se lo ordenaban unas voces; aquélla que lo ahogó después de matar también a su madre; y la que mató a su recién nacido tras dar a luz a escondidas en un viaje de vacaciones nos han enfrentado, en un corto espacio de tiempo, a ejemplos de una realidad que aterra al público incrédulo. Sin embargo, aunque el filicidio es una realidad no frecuente, su explicación no es, en general la ‘locura’.
La primera referencia a un filicidio (la muerte dada por uno de los padres a su hijo) se remonta a la Biblia, con la inmolación de Isaac por Abraham. En la mitología griega se narra el asesinato de sus dos hijos por Medea, despechada por el abandono de Jasón. Los romanos, por su parte, merced a la ‘patria potestad’, podían disponer de la vida de sus hijos, y no es hasta 300 años después de Cristo cuando empezó a considerarse el filicidio un crimen. Sin embargo, las madres que mataban a sus hijos recibían frecuentemente sentencias más leves, argumentándose que los niños habían muerto al aplastar y sofocar a sus bebés accidentalmente durante el sueño. Hay quien ha querido ver en aquellas leyes tanto civiles como eclesiales una comprensión no explicitada de los problemas de sobrepoblación y la falta de medios consiguiente.
Pero los países desarrollados occidentales no se libran hoy de esa lacra. Las escasas estadísticas fiables señalan que en Estados Unidos 600 niños fueron asesinados por sus padres en 1983. En Canadá se informó de 114 casos de muerte de un niño a manos de un padre entre 1964-1968. Las cifras son variables en Finlandia, Australia, Canadá, Japón o Alemania, aunque parece que han disminuido algo. En España no hemos encontrado datos fiables recientes.
En EE UU entre el 8% y el 9% de la totalidad de los asesinatos se cometen sobre personas de menos de 18 años (de ellos, el doble son varones) y aproximadamente el 1,1%, sobre niños de menos de un año. El 45% de ese 8% ocurrieron en las primeras 24 horas, por lo que en aquel país son clasificados de ‘neonaticidios’ (el infanticidio de un bebé de menos de 24 horas), aunque en algunos textos se extiende el plazo hasta un mes. Del conjunto de las investigaciones que he revisado se concluye que, en los neonaticidios realizados en los primeros días, la inmensa mayoría de las autoras eran mujeres y de hecho se citan sólo dos hombres en la literatura. En niños de más edad el porcentaje se equilibra y a partir de los 8 años son ya más frecuentes los varones.
El homicidio se realizó preferentemente por estrangulamiento o ahogamiento. Un tercio de los padres o madres homicidas se suicidaron, por lo que se consideró que las muertes de esos niños eran ’suicidios extendidos’ o altruistas, es decir, realizados supuestamente para que los niños ‘no sufrieran’. Un tercio de los padres tenían trastornos psicóticos y otros estaban deprimidos. Muchos habían consultado con psiquiatras anteriormente. Sin embargo, los autores no consideran que haya datos clínicos predictores claros, aunque recomiendan explorar durante el embarazo la presencia de ideas de incapacidad para hacerse cargo de un hijo en las embarazadas que den señales de problemas psicológicos.
En los neonaticidios maternos, con frecuencia las razones esgrimidas por las madres solían ser más personales: para ocultar el deshonor del embarazo, por no poder mantenerle, como venganza hacia el abandono del padre. Hay quien evoca en estas razones cierto parecido con las argüidas en la violencia de pareja: ‘La/o maté porque era mía/o’. Se debe recordar, en cualquier caso, que la mayoría de las matricidas provenían de un entono sociocultural desfavorecido. El 90% de las madres tenían menos de 25 años y menos del 20% estaban casadas. Era frecuente que las madres atribuyeran su estado psíquico al recién nacido o al embarazo. A menudo dieron a luz solas y disponen del bebé como si fuera un aborto ¿que hubiera ocurrido demasiado tarde? A nadie se le escapan las relaciones de estas situaciones con la controversia de los plazos en la interrupción voluntaria del embarazo. En cualquier caso, las neonaticidas son miradas con benevolencia por la mayoría de los jueces en el mundo occidental, rara vez pasan tiempo en la cárcel y son frecuentemente excelentes madres de futuros hijos.
Pero el infanticidio no es cosa de los demás ni de la antigüedad, sino que está presente en nuestro inconsciente colectivo y en los fondos recónditos de nuestra psicología individual. Freud consideró que los mitos y leyendas representan, de forma más o menos velada, a la vez los deseos fundamentales del ser humano y las fuerzas que se oponen a su realización. El psicoanalista argentino Raskovsky publicó un excelente libro respecto a las motivaciones inconscientes del filicidio. Mitos y leyendas serían vestigios distorsionados de las fantasías figurativas de naciones en su totalidad, los sueños seculares de la juventud de la Humanidad. Por ello, una construcción mitológica puede prestar la base para una exploración de la historia psíquica del hombre. En los mitos se presentan, en toda su crudeza, pasiones y deseos aterradores, como el filicidio, el parricidio, el incesto, etcétera. Pero si Cronos devoró a sus hijos para evitar ser destronado y si Medea mató a los suyos por despecho, esos mismos deseos nos acechan agazapados en nuestro inconsciente, incluso aunque los hayamos criado en el ambiente cultural de Euskadi. ¿O es que hemos olvidado la leyenda que recogió Don José Miguel de Barandiarán en Rentería, y de la que me ocupé hace unos años? «Érase una vez una familia compuesta por el padre, la madre y dos hijos: Catalina y Beñardo. Cierto día, la madre les dijo que quien regresara primero de los dos encontraría en el armario una taza de leche. El primero en volver a la casa fue Beñardo, pero no pudo hallar la leche. La madre le dijo que metiera la cabeza más adentro del armario para buscarla y, cuando lo hizo, la mujer cerró de golpe la puerta y le cortó la cabeza. A continuación lo dividió en trozos y lo puso a cocer en una caldera».
El filicidio ha sido y es aún hoy una práctica extendida y más o menos permitida en muchos países del mundo. Hay referencias entre los esquimales, en los indios mohave y en otros muchos lugares. En la actualidad, aunque el infanticidio es ilegal en India, se sigue practicando, al parecer, con permisividad, en el medio rural. Según un informe de Unicef (rebatido por la Asociación Médica India) ésa sería la causa de los desequilibrios en la población del país, en especial de la menor proporción de mujeres. En China hasta el siglo XIX se sacrificaba a las niñas recién nacidas porque no podían llevar el nombre del padre y eran más débiles para los trabajos del campo. Recientemente se ha acusado a la República Popular China de que existen desequilibrios en la población (menos niños y, en especial, niñas) debido a la política de ‘un solo hijo por pareja’. Aunque la acusación es negada, resulta sospechoso que la venta ambulante de aparatos de ultrasonidos para detectar el sexo de los fetos se ha extendido desproporcionadamente (Klasen and Wink, 2003).
Pero no siempre son las mujeres las que resultan mal paradas. Un artículo reciente (Richard Shears, 2008) que no he podido contrastar informa de que en los pueblos Agibu y Amosa de la región de Gimi, en la provincia de Nueva Guinea Papúa, se habría llevado a cabo el exterminio durante 10 años de todos los recién nacidos varones para evitar que, al crecer, perpetuaran las guerras que ocurren en aquella región. Es de esperar que soluciones tan drásticas no sean imitadas en nuestras latitudes por algunos movimientos radicales.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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