Por Carlos Fuentes, escritor (EL PAÍS, 05/09/09):
Hace tiempo, recibí en mi casa de la ciudad de México a Edward Kennedy. Un grupo de intelectuales y políticos mexicanos le interrogó y todo procedía con fluidez hasta que un inteligente y provocador amigo mío hizo una pregunta que criticaba directamente, no a la política de Estados Unidos, sino a la nación norteamericana. En ese momento, Kennedy interrumpió la sesión y me dijo: “Vamos a cenar”.
Entendí sus razones. Una cosa era criticar las políticas de Estados Unidos y otra muy distinta criticar a la nación: a lo largo de sus casi 50 años de actividad pública, Kennedy se gobernó por esta divisa. Atacó, revisó, propuso numerosas iniciativas de ley y políticas tanto exteriores como interiores pero jamás puso en duda la integridad nacional de Estados Unidos. Criticó, en cambio, actos de gobierno que le parecían contrarios a la Constitución y las leyes, considerando que éstos eran el alma del país. Nunca cometió, en otras palabras, el error de considerar que la crítica política era contraria al país, sino que le era indispensable.
Esto explica, por ejemplo, que Kennedy fuese uno de los veintitrés senadores que votaron en contra de la decisión de George W. Bush de invadir Irak. El tiempo le dio la razón. La guerra contra Irak era una guerra por el petróleo y por la hegemonía, no parte del combate a Al Qaeda, razón espuria, entre otras igualmente inválidas, de la invasión: Al Qaeda no se encontraba en Irak porque el dictador Sadam no lo permitía. Ahora, Al Qaeda sí opera en Irak.
Se opuso, también, a la venta de armas al dictador chileno Augusto Pinochet y favoreció las sanciones al régimen fascista del apartheid en África del Sur (régimen apoyado por Dick Cheney). Las iniciativas de ley del senador Kennedy se refieren a los derechos civiles, los refugiados, el derecho al voto, la educación pública, el salario mínimo, el poder judicial, la seguridad social y la capacitación laboral.
Destaco dos temas. La última vez que conversé con Kennedy fue durante los funerales de nuestro común amigo, el gran novelista William Styron, en la catedral de San Patricio en Nueva York. Estaba preocupado por el destino de la legislación protectora del trabajo migratorio, toda vez que la iniciativa más razonable, la ley Kennedy-McCain, había sido archivada por el Congreso. Pero el tema persistía y Kennedy no cejaba en buscar una solución que beneficiara tanto a la economía de Estados Unidos como al propio trabajador migratorio. La posición de Kennedy consistía en legalizar a los trabajadores mexicanos presentes ya en Estados Unidos, imponerles obligaciones a los empleadores y sujetar a los futuros solicitantes de trabajo a estrictas condiciones jurídicas de ingreso. Nada se gana, opinaba Kennedy, con penalizar a los trabajadores que ya están en Estados Unidos. Se trataba más bien de ofrecerles caminos a la legalización y, eventualmente, a la ciudadanía. Yo insistía en otra obligación: la de ofrecerles trabajo en México para que no se vean obligados a emigrar. En mi concepto, enviar trabajadores a Estados Unidos para que a su vez envíen remesas a México es una práctica explosiva cuando el trabajador no puede emigrar y no encuentra trabajo en México.
Otro importante tema destacado por Kennedy fue el de la cobertura sanitaria. Al contrario de casi todos los Estados europeos, Estados Unidos carece de protección médica universal para sus ciudadanos. Ésta, que fue preocupación central de Kennedy, es atacada por los intereses privados que, con virulencia creciente a raíz de las iniciativas del presidente Obama, hablan de “socialismo” y, a instancias de la inefable Sarah Palin, de “asesinatos de ancianos”.
Todo ello oculta los grandes intereses de las aseguradoras que cancelan los seguros de enfermos de cáncer, 20.000 pólizas canceladas en California en los pasados cinco años, ahorrándoles a las compañías aseguradoras 300 millones de dólares; que aumentan de forma exorbitante el precio de las primas a compañías con un solo empleado mortalmente enfermo; o que eliminan miles de acciones sobre los beneficiarios por razones “técnicas” a fin de ahorrarse el pago de gastos médicos. Y, así, un largo etcétera.
Obama y Kennedy se han preguntado por qué motivo Estados Unidos no puede tener un sistema de seguridad sanitaria comparable a los de Francia, Alemania o Escandinavia, que para Sarah Palin son, seguramente, naciones “comunistas”.
La arbitrariedad terrorista -”Obama es Hitler”-, la agitación pagada y provocada, los llamamientos al odio del lamentable líder de una derecha derrotada, el locutor Rush Limbaugh, adquieren un tinte sombrío a la luz de las iniciativas modernizantes de Obama y de la trayectoria de Kennedy.
Ojalá que la desaparición de Edward Kennedy sirva para despertar el ánimo de demócratas y republicanos libres de brujerías ultraderechistas.
Y queda en mi ánimo el recuerdo no sólo de un gran político demócrata, sino de un hombre sonriente, activo, que navegaba con una mezcla de riesgo y seguridad y que gustaba de jugar un fútbol recio y echarse de cabeza a una piscina helada, amén del disfrute de un martini, igualmente frío.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Hace tiempo, recibí en mi casa de la ciudad de México a Edward Kennedy. Un grupo de intelectuales y políticos mexicanos le interrogó y todo procedía con fluidez hasta que un inteligente y provocador amigo mío hizo una pregunta que criticaba directamente, no a la política de Estados Unidos, sino a la nación norteamericana. En ese momento, Kennedy interrumpió la sesión y me dijo: “Vamos a cenar”.
Entendí sus razones. Una cosa era criticar las políticas de Estados Unidos y otra muy distinta criticar a la nación: a lo largo de sus casi 50 años de actividad pública, Kennedy se gobernó por esta divisa. Atacó, revisó, propuso numerosas iniciativas de ley y políticas tanto exteriores como interiores pero jamás puso en duda la integridad nacional de Estados Unidos. Criticó, en cambio, actos de gobierno que le parecían contrarios a la Constitución y las leyes, considerando que éstos eran el alma del país. Nunca cometió, en otras palabras, el error de considerar que la crítica política era contraria al país, sino que le era indispensable.
Esto explica, por ejemplo, que Kennedy fuese uno de los veintitrés senadores que votaron en contra de la decisión de George W. Bush de invadir Irak. El tiempo le dio la razón. La guerra contra Irak era una guerra por el petróleo y por la hegemonía, no parte del combate a Al Qaeda, razón espuria, entre otras igualmente inválidas, de la invasión: Al Qaeda no se encontraba en Irak porque el dictador Sadam no lo permitía. Ahora, Al Qaeda sí opera en Irak.
Se opuso, también, a la venta de armas al dictador chileno Augusto Pinochet y favoreció las sanciones al régimen fascista del apartheid en África del Sur (régimen apoyado por Dick Cheney). Las iniciativas de ley del senador Kennedy se refieren a los derechos civiles, los refugiados, el derecho al voto, la educación pública, el salario mínimo, el poder judicial, la seguridad social y la capacitación laboral.
Destaco dos temas. La última vez que conversé con Kennedy fue durante los funerales de nuestro común amigo, el gran novelista William Styron, en la catedral de San Patricio en Nueva York. Estaba preocupado por el destino de la legislación protectora del trabajo migratorio, toda vez que la iniciativa más razonable, la ley Kennedy-McCain, había sido archivada por el Congreso. Pero el tema persistía y Kennedy no cejaba en buscar una solución que beneficiara tanto a la economía de Estados Unidos como al propio trabajador migratorio. La posición de Kennedy consistía en legalizar a los trabajadores mexicanos presentes ya en Estados Unidos, imponerles obligaciones a los empleadores y sujetar a los futuros solicitantes de trabajo a estrictas condiciones jurídicas de ingreso. Nada se gana, opinaba Kennedy, con penalizar a los trabajadores que ya están en Estados Unidos. Se trataba más bien de ofrecerles caminos a la legalización y, eventualmente, a la ciudadanía. Yo insistía en otra obligación: la de ofrecerles trabajo en México para que no se vean obligados a emigrar. En mi concepto, enviar trabajadores a Estados Unidos para que a su vez envíen remesas a México es una práctica explosiva cuando el trabajador no puede emigrar y no encuentra trabajo en México.
Otro importante tema destacado por Kennedy fue el de la cobertura sanitaria. Al contrario de casi todos los Estados europeos, Estados Unidos carece de protección médica universal para sus ciudadanos. Ésta, que fue preocupación central de Kennedy, es atacada por los intereses privados que, con virulencia creciente a raíz de las iniciativas del presidente Obama, hablan de “socialismo” y, a instancias de la inefable Sarah Palin, de “asesinatos de ancianos”.
Todo ello oculta los grandes intereses de las aseguradoras que cancelan los seguros de enfermos de cáncer, 20.000 pólizas canceladas en California en los pasados cinco años, ahorrándoles a las compañías aseguradoras 300 millones de dólares; que aumentan de forma exorbitante el precio de las primas a compañías con un solo empleado mortalmente enfermo; o que eliminan miles de acciones sobre los beneficiarios por razones “técnicas” a fin de ahorrarse el pago de gastos médicos. Y, así, un largo etcétera.
Obama y Kennedy se han preguntado por qué motivo Estados Unidos no puede tener un sistema de seguridad sanitaria comparable a los de Francia, Alemania o Escandinavia, que para Sarah Palin son, seguramente, naciones “comunistas”.
La arbitrariedad terrorista -”Obama es Hitler”-, la agitación pagada y provocada, los llamamientos al odio del lamentable líder de una derecha derrotada, el locutor Rush Limbaugh, adquieren un tinte sombrío a la luz de las iniciativas modernizantes de Obama y de la trayectoria de Kennedy.
Ojalá que la desaparición de Edward Kennedy sirva para despertar el ánimo de demócratas y republicanos libres de brujerías ultraderechistas.
Y queda en mi ánimo el recuerdo no sólo de un gran político demócrata, sino de un hombre sonriente, activo, que navegaba con una mezcla de riesgo y seguridad y que gustaba de jugar un fútbol recio y echarse de cabeza a una piscina helada, amén del disfrute de un martini, igualmente frío.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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