Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIÓDICO, 02/09/09):
1 Un Estado es, por una parte, una estructura de poder jerárquicamente organizada desde su cabeza al último agente, y es, por otra, un plan vinculante de convivencia en la justicia –es decir, un sistema jurídico– articulado en torno al único principio ético de validez universal no metafísico, a saber: que el interés general ha de prevalecer sobre el particular. Así las cosas, el fundamento último de todo Estado se halla en la voluntad social dominante de la inmensa mayoría de sus ciudadanos acerca de la conveniencia y consecuente necesidad de su existencia. De ahí que sea de este pacto social originario de donde emana la legitimidad del monopolio de la violencia que se atribuye al Estado, así como la fuerza vinculante de las normas jurídicas que integran el sistema en que consiste.
2 La defensa del núcleo esencial del sistema –la Constitución, que es una regla de procedimiento y también una regla de fondo– deviene, por tanto, una exigencia básica de la democracia, pues –como escribió Hauriou en 1929– «se siente la necesidad de controlar los parlamentos porque su legislación, movida por las pasiones electorales, se ha convertido en una peligrosa amenaza para las libertades», máxime teniendo en cuenta –como añade Favoreu que «esta necesidad se ha vuelto imperiosa cuando los regímenes parlamentarios han evolucionado hacia un sistema en el que se ejerce sin límites un poder mayoritario compuesto por la mayoría parlamentaria, soldada a un Gobierno estable y monolítico. (…) La omnipotencia de un poder mayoritario estable y homogéneo hace nacer la necesidad de una justicia constitucional en los regímenes parlamentarios o europeos de tipo continental».
3 Esto no supone que la Constitución sea intangible. La Constitución, como todo sistema, no es una realidad cristalizada e inmutable (postulados más consecuencias lógicas), sino que constituye una realidad dinámica (proposiciones de las que derivan otras proposiciones, según ciertas reglas de inferencia), que adquiere vida propia e independiente de la voluntad inicial del legislador, de modo que autogenera una dialéctica propia de adaptación a las cambiantes circunstancias sociales, de desarrollo de sus principios básicos y de corrección de sus disfunciones.
4 Ahora bien, cualquier modificación –directa o indirecta– de la estructura básica del Estado –la forma de Estado, el diseño básico de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, así como la distribución de competencias y dineros si se trata de un Estado compuesto– no puede acometerse si no es mediante una renovación del pacto social originario en que se fundamenta el Estado, tarea que excede del ámbito jurídico por ser de naturaleza política. Es decir, dejando al margen la reforma directa que exige el acuerdo de los grandes partidos, la reforma indirecta de la Constitución no pueden tampoco acometerla ni la derecha en solitario, ni la izquierda en solitario, ni la derecha con las minorías previa exclusión de la izquierda, ni la izquierda con las minorías previa la exclusión de la derecha. Todos estos supuestos son un caso claro de deslealtad constitucional, solo equiparable a la deslealtad que también implica el rechazo a todo cambio, enrocándose en una defensa numantina de la intangibilidad constitucional, cuando es evidente su necesidad.
5 Cualquier reforma de la Constitución que no vaya precedida de la renovación del pacto social originario acarrea la quiebra del sistema, es decir, la quiebra del Estado, sin que pueda acudirse –para solventar el desafuero– a la jurisdicción del Tribunal Constitucional. Este tiene las competencias que tiene, entre las que no se halla la facultad sanatoria de un cambio constitucional indirecto nacido políticamente muerto. Si tal se hace, se pide al Tribunal Constitucional lo que no puede dar, por lo que es previsible su colapso, en especial si se tiene en cuenta que –como pieza principal del sistema que es– el Constitucional también está afectado por la quiebra de aquel, en forma de pérdida de autoridad moral.
6 La quiebra del sistema no se manifiesta necesariamente de una forma abrupta e inmediata, sino que puede dilatar sus efectos letales durante un largo periodo de tiempo. No en vano la inercia es una de las fuerzas permanentes de la historia. Un Estado puede estar moribundo y seguir funcionando aparentemente como si tal cosa. Pero son detectables los signos de su estado comatoso:
a) La ausencia de un proyecto compartido por la inmensa mayoría de los ciudadanos del Estado. b) La negativa a aceptar, por parte de las distintas comunidades que integran el Estado, la existencia de algunos intereses generales que prevalezcan por encima de los respectivos intereses particulares. c) La potenciación de lo que separa y el menoscabo de lo que une. d) El escarnio habitual de los símbolos estatales.
7 Cuando un sistema jurídico –un Estado– quiebra, el derecho deviene ineficaz para regular la vida colectiva y para resolver los conflictos de intereses surgidos entre las partes y los ciudadanos del Estado en situación de desguace. Y, cuando callan las leyes, quedan al desnudo las puras relaciones de poder y fuerza, que solo pueden encauzarse –si cabe– políticamente.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
1 Un Estado es, por una parte, una estructura de poder jerárquicamente organizada desde su cabeza al último agente, y es, por otra, un plan vinculante de convivencia en la justicia –es decir, un sistema jurídico– articulado en torno al único principio ético de validez universal no metafísico, a saber: que el interés general ha de prevalecer sobre el particular. Así las cosas, el fundamento último de todo Estado se halla en la voluntad social dominante de la inmensa mayoría de sus ciudadanos acerca de la conveniencia y consecuente necesidad de su existencia. De ahí que sea de este pacto social originario de donde emana la legitimidad del monopolio de la violencia que se atribuye al Estado, así como la fuerza vinculante de las normas jurídicas que integran el sistema en que consiste.
2 La defensa del núcleo esencial del sistema –la Constitución, que es una regla de procedimiento y también una regla de fondo– deviene, por tanto, una exigencia básica de la democracia, pues –como escribió Hauriou en 1929– «se siente la necesidad de controlar los parlamentos porque su legislación, movida por las pasiones electorales, se ha convertido en una peligrosa amenaza para las libertades», máxime teniendo en cuenta –como añade Favoreu que «esta necesidad se ha vuelto imperiosa cuando los regímenes parlamentarios han evolucionado hacia un sistema en el que se ejerce sin límites un poder mayoritario compuesto por la mayoría parlamentaria, soldada a un Gobierno estable y monolítico. (…) La omnipotencia de un poder mayoritario estable y homogéneo hace nacer la necesidad de una justicia constitucional en los regímenes parlamentarios o europeos de tipo continental».
3 Esto no supone que la Constitución sea intangible. La Constitución, como todo sistema, no es una realidad cristalizada e inmutable (postulados más consecuencias lógicas), sino que constituye una realidad dinámica (proposiciones de las que derivan otras proposiciones, según ciertas reglas de inferencia), que adquiere vida propia e independiente de la voluntad inicial del legislador, de modo que autogenera una dialéctica propia de adaptación a las cambiantes circunstancias sociales, de desarrollo de sus principios básicos y de corrección de sus disfunciones.
4 Ahora bien, cualquier modificación –directa o indirecta– de la estructura básica del Estado –la forma de Estado, el diseño básico de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, así como la distribución de competencias y dineros si se trata de un Estado compuesto– no puede acometerse si no es mediante una renovación del pacto social originario en que se fundamenta el Estado, tarea que excede del ámbito jurídico por ser de naturaleza política. Es decir, dejando al margen la reforma directa que exige el acuerdo de los grandes partidos, la reforma indirecta de la Constitución no pueden tampoco acometerla ni la derecha en solitario, ni la izquierda en solitario, ni la derecha con las minorías previa exclusión de la izquierda, ni la izquierda con las minorías previa la exclusión de la derecha. Todos estos supuestos son un caso claro de deslealtad constitucional, solo equiparable a la deslealtad que también implica el rechazo a todo cambio, enrocándose en una defensa numantina de la intangibilidad constitucional, cuando es evidente su necesidad.
5 Cualquier reforma de la Constitución que no vaya precedida de la renovación del pacto social originario acarrea la quiebra del sistema, es decir, la quiebra del Estado, sin que pueda acudirse –para solventar el desafuero– a la jurisdicción del Tribunal Constitucional. Este tiene las competencias que tiene, entre las que no se halla la facultad sanatoria de un cambio constitucional indirecto nacido políticamente muerto. Si tal se hace, se pide al Tribunal Constitucional lo que no puede dar, por lo que es previsible su colapso, en especial si se tiene en cuenta que –como pieza principal del sistema que es– el Constitucional también está afectado por la quiebra de aquel, en forma de pérdida de autoridad moral.
6 La quiebra del sistema no se manifiesta necesariamente de una forma abrupta e inmediata, sino que puede dilatar sus efectos letales durante un largo periodo de tiempo. No en vano la inercia es una de las fuerzas permanentes de la historia. Un Estado puede estar moribundo y seguir funcionando aparentemente como si tal cosa. Pero son detectables los signos de su estado comatoso:
a) La ausencia de un proyecto compartido por la inmensa mayoría de los ciudadanos del Estado. b) La negativa a aceptar, por parte de las distintas comunidades que integran el Estado, la existencia de algunos intereses generales que prevalezcan por encima de los respectivos intereses particulares. c) La potenciación de lo que separa y el menoscabo de lo que une. d) El escarnio habitual de los símbolos estatales.
7 Cuando un sistema jurídico –un Estado– quiebra, el derecho deviene ineficaz para regular la vida colectiva y para resolver los conflictos de intereses surgidos entre las partes y los ciudadanos del Estado en situación de desguace. Y, cuando callan las leyes, quedan al desnudo las puras relaciones de poder y fuerza, que solo pueden encauzarse –si cabe– políticamente.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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