Por Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra (EL PAÍS, 10/09/09):
Ni somos ni tenemos su voz, pero cuando Bruce Springsteen cumpla 60 años, el próximo 23 de septiembre, el corazón de América habrá empezado a envejecer. “¿Has visto alguna vez a un perro con una sola pata abriéndose camino calle abajo?”, pregunta en su última canción. “Si alguna vez has visto a un perro con una sola pata, entonces me has visto a mí” (The Wrestler, Working on a Dream, 2009).
La letra de esta canción de perdedores es tan disparatada que casi rocé la tentación de masacrarla. Hay muchos perros cojos -yo tengo uno- pero aunque no sé de ninguno que a falta de tres patas camine, la canción lo hace y de qué manera: último eslabón de una cadena de aciertos, cierra los créditos de El Luchador, de Darien Aronofky (2008), anudando el estómago de los espectadores sobrecogidos por el regreso infinito de Randy The Ram -El ariete- Robinson, viejo luchador profesional idéntico al mejor Mickey Rourke, sólo que más mayor.
Springsteen parece haber nacido para correr en defensa de las personas corrientes, cuyos sueños se desvanecen invariablemente al cabo de la adolescencia. Canta y vuelve a cantar historias de trabajadores blancos, escolarizados lo justo y que habitan los Estados casi en ruinas del oxidado Medio Oeste. Década tras década, en sus baladas aparecen mujeres desesperanzadas (Thunder Road), chavales casados a trompicones (The River), ciudades que se vienen abajo (My Hometown, Youngstown, My City of Ruins). Pero siempre, absolutamente siempre, estalla entre ellas un rock comercial excelente, interpretado con rudeza y un magnetismo que conjura a tres generaciones de aficionados en centenares de estadios (Badlands, Prove it All Night, Radio Nowhere).
Alma de cantautor felizmente vendida al diablo del éxito, Bruce Springsteen domina el oficio de detenerse al borde del abismo insufrible, tedioso o -aún peor- dulzón del apólogo. Uno va a un concierto para divertirse, no a que le riñan. Añadan la habilidad de haber sabido rodearse de todo aquello que un hombre blanco no conseguirá ser jamás: una mujer, Patti Scialfa, que es la suya, o la sombra cálida y gigantesca de Clarence Clemons. El que, finalmente, su banda se caiga a pedazos ya casi no importa.
Renacido al éxito en esta década con un disco compuesto en respuesta al atentado a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001 (The Rising, 2002), Bruce Springsteen hizo ver a sus compatriotas que la mayor parte de las víctimas habían sido trabajadores, el corazón de América, no ejecutivos ni profesionales de Manhattan. Siguieron otros cuatro buenos discos y una gira tras otra. Hasta hoy.
Sin embargo, demográfica y culturalmente, el mundo que canta Springsteen lleva años despidiéndose: hoy ni el país ni su presidente, ni el Partido Demócrata en el poder giran en torno al cinturón industrial del Medio Oeste -el Ohio de Youngstown y sus acererías arruinadas-, aunque para la victoria de Obama fue crucial su condición de senador por Illinois. De nuevo, el índice de paro roza el 10%, como hace un cuarto de siglo, cuando Bruce Springsteen estaba en su apogeo. Pero sus canciones de jóvenes blancos recién salidos de una escuela católica y arrojados a las líneas de montaje de los Grand Torino de Clint Eastwood pertenecen al pasado. Por cada cuatro escolares adolescentes blancos ya hay uno hispano, y muchos jóvenes profesionales de la década actual saben más de Steven van Zandt por su papel en Los Soprano, una serie de televisión, que por su contribución crucial al mejor Springsteen y a su E Street Band.
Pero resistan ustedes también a la tentación de enterrar a la vieja América. Obama prevalecerá si acierta a soldarla con la nueva, pues el éxito del último intento recrea, mágico, el interés por los logros anteriores. Los norteamericanos conservan una genuina capacidad de reinventarse a sí mismos, de encarar nuevos retos más allá de las fronteras de la edad. En el sueño americano sigue habiendo un optimismo envidiable y que, en buena medida, está integrado por la sólida creencia de que a uno sólo le retira obligatoriamente la biología, de que siempre se puede volver a empezar. Si usted sabe hacer algo y está dispuesto a esforzarse por conseguirlo, no se preocupe, le dejarán intentarlo.
Springsteen encarna ese viejo corazón de América hasta en su último disco (Working on a Dream): si trabajáis de verdad para que vuestro sueño cobre vida, no os preocupéis; aunque todos digan que los problemas están ahí para quedarse, no os preocupéis, saldréis adelante. Sigue siendo el amo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Ni somos ni tenemos su voz, pero cuando Bruce Springsteen cumpla 60 años, el próximo 23 de septiembre, el corazón de América habrá empezado a envejecer. “¿Has visto alguna vez a un perro con una sola pata abriéndose camino calle abajo?”, pregunta en su última canción. “Si alguna vez has visto a un perro con una sola pata, entonces me has visto a mí” (The Wrestler, Working on a Dream, 2009).
La letra de esta canción de perdedores es tan disparatada que casi rocé la tentación de masacrarla. Hay muchos perros cojos -yo tengo uno- pero aunque no sé de ninguno que a falta de tres patas camine, la canción lo hace y de qué manera: último eslabón de una cadena de aciertos, cierra los créditos de El Luchador, de Darien Aronofky (2008), anudando el estómago de los espectadores sobrecogidos por el regreso infinito de Randy The Ram -El ariete- Robinson, viejo luchador profesional idéntico al mejor Mickey Rourke, sólo que más mayor.
Springsteen parece haber nacido para correr en defensa de las personas corrientes, cuyos sueños se desvanecen invariablemente al cabo de la adolescencia. Canta y vuelve a cantar historias de trabajadores blancos, escolarizados lo justo y que habitan los Estados casi en ruinas del oxidado Medio Oeste. Década tras década, en sus baladas aparecen mujeres desesperanzadas (Thunder Road), chavales casados a trompicones (The River), ciudades que se vienen abajo (My Hometown, Youngstown, My City of Ruins). Pero siempre, absolutamente siempre, estalla entre ellas un rock comercial excelente, interpretado con rudeza y un magnetismo que conjura a tres generaciones de aficionados en centenares de estadios (Badlands, Prove it All Night, Radio Nowhere).
Alma de cantautor felizmente vendida al diablo del éxito, Bruce Springsteen domina el oficio de detenerse al borde del abismo insufrible, tedioso o -aún peor- dulzón del apólogo. Uno va a un concierto para divertirse, no a que le riñan. Añadan la habilidad de haber sabido rodearse de todo aquello que un hombre blanco no conseguirá ser jamás: una mujer, Patti Scialfa, que es la suya, o la sombra cálida y gigantesca de Clarence Clemons. El que, finalmente, su banda se caiga a pedazos ya casi no importa.
Renacido al éxito en esta década con un disco compuesto en respuesta al atentado a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001 (The Rising, 2002), Bruce Springsteen hizo ver a sus compatriotas que la mayor parte de las víctimas habían sido trabajadores, el corazón de América, no ejecutivos ni profesionales de Manhattan. Siguieron otros cuatro buenos discos y una gira tras otra. Hasta hoy.
Sin embargo, demográfica y culturalmente, el mundo que canta Springsteen lleva años despidiéndose: hoy ni el país ni su presidente, ni el Partido Demócrata en el poder giran en torno al cinturón industrial del Medio Oeste -el Ohio de Youngstown y sus acererías arruinadas-, aunque para la victoria de Obama fue crucial su condición de senador por Illinois. De nuevo, el índice de paro roza el 10%, como hace un cuarto de siglo, cuando Bruce Springsteen estaba en su apogeo. Pero sus canciones de jóvenes blancos recién salidos de una escuela católica y arrojados a las líneas de montaje de los Grand Torino de Clint Eastwood pertenecen al pasado. Por cada cuatro escolares adolescentes blancos ya hay uno hispano, y muchos jóvenes profesionales de la década actual saben más de Steven van Zandt por su papel en Los Soprano, una serie de televisión, que por su contribución crucial al mejor Springsteen y a su E Street Band.
Pero resistan ustedes también a la tentación de enterrar a la vieja América. Obama prevalecerá si acierta a soldarla con la nueva, pues el éxito del último intento recrea, mágico, el interés por los logros anteriores. Los norteamericanos conservan una genuina capacidad de reinventarse a sí mismos, de encarar nuevos retos más allá de las fronteras de la edad. En el sueño americano sigue habiendo un optimismo envidiable y que, en buena medida, está integrado por la sólida creencia de que a uno sólo le retira obligatoriamente la biología, de que siempre se puede volver a empezar. Si usted sabe hacer algo y está dispuesto a esforzarse por conseguirlo, no se preocupe, le dejarán intentarlo.
Springsteen encarna ese viejo corazón de América hasta en su último disco (Working on a Dream): si trabajáis de verdad para que vuestro sueño cobre vida, no os preocupéis; aunque todos digan que los problemas están ahí para quedarse, no os preocupéis, saldréis adelante. Sigue siendo el amo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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