Por Jorge de Esteban. Fue embajador en Roma y es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 26/01/09):
Así definió hace años a Giulio Andreotti uno de sus amigos, añadiendo a continuación: «Sólo que a diferencia de los otros cardenales, es inteligente y cree en Dios». Sin entrar en la segunda afirmación que concierne a su privacidad, confirmo ampliamente la primera, porque así lo pude comprobar durante los casi cinco años en que lo traté frecuentemente como embajador de España en Italia, siendo él ministro de Asuntos Exteriores. Si saco a colación ahora esta relación de hace casi dos décadas, se debe a que, por una parte, se puede ver estos días en Madrid, junto a otras dos espléndidas películas que nos permiten presagiar que el cine italiano vuelve por sus fueros, una en concreto, Il divo, dedicada a trazar una semblanza crítica de tan poliédrico personaje. Y, por otra, a que Andreotti acaba de cumplir 90 años, siguiendo en activo en la política como Senador vitalicio, tras sortear múltiples imputaciones y procesos que le han perseguido desde hace muchos años, pero habiendo salido siempre indemne de los mismos.
Como es sabido, una frase suya es citada con frecuencia por los políticos y periodistas de todos los países, habiendo entrado incluso en enciclopedias y libros de citas: «el poder desgasta a quien no lo tiene». Esta frase la pronunció en 1951, respondiendo a un adversario de su maestro De Gasperi, que solicitaba que éste se retirase de la presidencia del Consejo de Ministros, por haber cumplido 70 años A partir de entonces Andreotti no sólo fue el teórico de esta doctrina de la permanencia continua o supervivencia en el poder, sino que ha sido también un maestro de su aplicación en la práctica.
A los 28 años De Gasperi le nombró subsecretario de la presidencia y hasta llegar a su reciente cumpleaños, ha sido siete veces presidente del Consejo de Ministros y alrededor de 20 veces ministro de casi todas las carteras y, por supuesto, siempre diputado y ahora senador, aunque haya habido algún momento, lo que es dudoso, en que no tuviera ningún cargo importante.
Pero precisamente por eso hay que comprender bien su famosa frase, entendida en sus justos términos. En efecto, como aclaró en cierta ocasión, «si como poder entendemos un cargo público en el Ejecutivo, evidentemente el poder disminuye cuando se pierde el puesto». Pero para él, el poder es mucho más que un cargo público, es la capacidad de influir sobre los otros, por lo que mantiene así que «un periodista importante tiene un gran poder y un escritor conocido posee un poder notable sobre la opinión pública». De cualquier modo, en su caso, se han dado ambas circunstancias, porque además de haber sido el político más omnipresente de Italia en los últimos 60 años, es también periodista de vocación y escritor de mas de 20 libros y, por tanto, nunca ha dejado así de poseer poder.
Eran éstas las impresiones que me golpeaban la mente, cuando se apagaron las luces y comencé a ver la película citada, que le retrata de forma no totalmente acertada. Ciertamente, el actor que lo representa no acaba de transmitir, en mi opinión, la personalidad de un personaje con el que yo estuve tantas veces, porque Andreotti es un personaje amable, con la cortesía de un cardenal renacentista, con un hablar reposado, con un trato nada siniestro, a pesar de sus ojos de mandarín que oscilan entre el cinismo y la ingenuidad.Siempre da prueba de su inteligencia, de su sentido del humor y de una gran dosis de ironía. Sin duda lo mejor de la interpretación del actor que lo encarna en la película, es haber calcado increiblemente su peculiar forma de andar, con su incipiente joroba y sus orejas de soplillo, que hacían las delicias de los caricaturistas, especialmente del genial Forattini, que le dibujaba con orejas de asno. Pero como prueba del buen encajar de Andreotti y de su sentido del humor, cuando le preguntaron si le molestaba esa exageración insultante, respondió: «No, al reves, me tranquiliza cuando me miro en el espejo y compruebo que son más pequeñas». Indro Montanelli, gran conocedor de Andreotti, sostenía que el sentido del humor y la ironía era el arma de reserva de su aguda dialéctica política, y así lo pude comprobar yo mismo en las innumerables veces que me reuní con él, sobre todo en los momentos cruciales en que España estaba en la fase final de las negociaciones para entrar en las Comunidades Europeas. Entonces Italia presidía la Comunidad y era Andreotti quien llevaba el peso para convencer a los otros nueve países de que el nuestro debía formar parte de la misma.Recuerdo que me explicó el método utilizado para convencer a los demás socios europeos, que fue definido como «el Confesionario», y que consistía en citarlos uno a uno para convercerlos de su tesis y de ahí que, en gran parte, gracias a su conocida astucia y habilidad, nuestra solicitud fue aprobada en el tiempo justo.
Precisamente unos días antes de esa decisiva actuación de Andreotti en Bruselas, vino a Roma el ministro de Asuntos Exteriores Fernando Morán para entrevistarse con él. En aquellos dias, los atentados de ETA se sucedían continuamente y en la propia Embajada teníamos información de que también harían algo en Roma. El azar quiso que Morán llegase en un día en que el cielo de Roma estaba plomizo y con amenaza de tormenta. Recuerdo que estaban los dos ministros enzarzados en una apasionante conversación, cuando el ruido espantoso de un trueno hizo casi temblar las paredes de la Embajada, ante el susto evidente de Morán y mío. Sin embargo, Andreotti, sin perder la calma, dijo: «No se preocupen, se trata únicamente del terrorismo della natura ».
Pero lo curioso del caso es que combinaba este humor sosegado, propio de una vida sin sobresaltos, con sus continuos viajes y con una admirable capacidad de trabajo. Todos los días, a las seis de la mañana ya estaba en pie para escribir su diario, un artículo semanal en una revista, sus varios libros, sus discursos, y para recibir también la visita de sus electores que acudían siempre para pedirle favores o actuaciones. Muchas veces me citó a las ocho de la mañana para despachar conmigo o para saludar a algún político español, como Marcelino Oreja, que se admiraba de que a esa hora se trabajase ya en la política italiana. Es más, tenía tiempo de ir también a misa, acompañado de sus escoltas, por lo que una vez me dijo que desde hacía muchos años, siempre que iba a misa tenía detrás a la policia, añadiendo: «Creo que he obligado a oir más misas a mis escoltas, que las que habían oido antes en todas sus vidas, por lo que espero que se me compense este apostolado en la otra vida »..
En otro almuerzo con él, durante el semestre decisivo para nuestra entrada en el Mercado Común, le comenté que en las interminables sesiones nocturnas que precedieron al acuerdo de nuestra entrada, fue él quien tuvo el mayor aguante y me respondió: «Mi secreto es que de vez en cuando me tomaba un terrón de azucar » . Otro día, en una cena en la Embajada británica, cuando acababa de llegar de uno de sus múltiples periplos por todo el mundo, teniendo ya programados otros viajes inmediatos, no pude contenerme y le expresé mi admiración por su enorme resistencia, ya que era durísima la vida de ministro de Asuntos Exteriores. Su respuesta fue fulminante: «Embajador, tenga en cuenta que hay oficios mucho peores ».
Podría contar otras muchas anécdotas que presencié personalmente, y citar un gran número de sus frases lapidarias, algunas de las cuales se reproducen en la película que se proyecta ahora en Madrid. Pero me limitaré a una más, que me hizo reír, al comentarle que había tenido que ir al dentista, y que ante mi asombro y temor, el doctor mientras me limaba una caries con el torno, me preguntó si me gustaba la ópera. Como no podía hablar asentí moviendo la cabeza, pero aunque me gusta mucho il bel canto, lo mismo hubiera hecho en esos momentos si me hubiese inquirido si me gustaba el aceite de ricino italiano. Tras mi forzada afirmación, el galeno entonó, con fuerte voz, un aria de una opera conocida. Andreotti me escuchó esbozando una sonrisa y exclamó: « Todos somos iguales ante el dentista, pero no todos los dentistas son iguales ».
Ahora acaba de cumplir 90 años y aspira a llegar a los 100, porque, de una forma u otra, sigue sin desgastarse en el sentido que explicó. Se ha dicho que podría ser nieto de Maquiavelo, sobrino de los Borgia y hermano de Richelieu, Sea lo que fuere, Montanelli escribió que unos dicen que es «un hombre capaz para todo», otros «que es capaz de todo» y algunos «que es capaz para todo y que puede llegar a ser capaz de todo». En cualquier caso, en las tres versiones se reconoce siempre que es «capaz».
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Así definió hace años a Giulio Andreotti uno de sus amigos, añadiendo a continuación: «Sólo que a diferencia de los otros cardenales, es inteligente y cree en Dios». Sin entrar en la segunda afirmación que concierne a su privacidad, confirmo ampliamente la primera, porque así lo pude comprobar durante los casi cinco años en que lo traté frecuentemente como embajador de España en Italia, siendo él ministro de Asuntos Exteriores. Si saco a colación ahora esta relación de hace casi dos décadas, se debe a que, por una parte, se puede ver estos días en Madrid, junto a otras dos espléndidas películas que nos permiten presagiar que el cine italiano vuelve por sus fueros, una en concreto, Il divo, dedicada a trazar una semblanza crítica de tan poliédrico personaje. Y, por otra, a que Andreotti acaba de cumplir 90 años, siguiendo en activo en la política como Senador vitalicio, tras sortear múltiples imputaciones y procesos que le han perseguido desde hace muchos años, pero habiendo salido siempre indemne de los mismos.
Como es sabido, una frase suya es citada con frecuencia por los políticos y periodistas de todos los países, habiendo entrado incluso en enciclopedias y libros de citas: «el poder desgasta a quien no lo tiene». Esta frase la pronunció en 1951, respondiendo a un adversario de su maestro De Gasperi, que solicitaba que éste se retirase de la presidencia del Consejo de Ministros, por haber cumplido 70 años A partir de entonces Andreotti no sólo fue el teórico de esta doctrina de la permanencia continua o supervivencia en el poder, sino que ha sido también un maestro de su aplicación en la práctica.
A los 28 años De Gasperi le nombró subsecretario de la presidencia y hasta llegar a su reciente cumpleaños, ha sido siete veces presidente del Consejo de Ministros y alrededor de 20 veces ministro de casi todas las carteras y, por supuesto, siempre diputado y ahora senador, aunque haya habido algún momento, lo que es dudoso, en que no tuviera ningún cargo importante.
Pero precisamente por eso hay que comprender bien su famosa frase, entendida en sus justos términos. En efecto, como aclaró en cierta ocasión, «si como poder entendemos un cargo público en el Ejecutivo, evidentemente el poder disminuye cuando se pierde el puesto». Pero para él, el poder es mucho más que un cargo público, es la capacidad de influir sobre los otros, por lo que mantiene así que «un periodista importante tiene un gran poder y un escritor conocido posee un poder notable sobre la opinión pública». De cualquier modo, en su caso, se han dado ambas circunstancias, porque además de haber sido el político más omnipresente de Italia en los últimos 60 años, es también periodista de vocación y escritor de mas de 20 libros y, por tanto, nunca ha dejado así de poseer poder.
Eran éstas las impresiones que me golpeaban la mente, cuando se apagaron las luces y comencé a ver la película citada, que le retrata de forma no totalmente acertada. Ciertamente, el actor que lo representa no acaba de transmitir, en mi opinión, la personalidad de un personaje con el que yo estuve tantas veces, porque Andreotti es un personaje amable, con la cortesía de un cardenal renacentista, con un hablar reposado, con un trato nada siniestro, a pesar de sus ojos de mandarín que oscilan entre el cinismo y la ingenuidad.Siempre da prueba de su inteligencia, de su sentido del humor y de una gran dosis de ironía. Sin duda lo mejor de la interpretación del actor que lo encarna en la película, es haber calcado increiblemente su peculiar forma de andar, con su incipiente joroba y sus orejas de soplillo, que hacían las delicias de los caricaturistas, especialmente del genial Forattini, que le dibujaba con orejas de asno. Pero como prueba del buen encajar de Andreotti y de su sentido del humor, cuando le preguntaron si le molestaba esa exageración insultante, respondió: «No, al reves, me tranquiliza cuando me miro en el espejo y compruebo que son más pequeñas». Indro Montanelli, gran conocedor de Andreotti, sostenía que el sentido del humor y la ironía era el arma de reserva de su aguda dialéctica política, y así lo pude comprobar yo mismo en las innumerables veces que me reuní con él, sobre todo en los momentos cruciales en que España estaba en la fase final de las negociaciones para entrar en las Comunidades Europeas. Entonces Italia presidía la Comunidad y era Andreotti quien llevaba el peso para convencer a los otros nueve países de que el nuestro debía formar parte de la misma.Recuerdo que me explicó el método utilizado para convencer a los demás socios europeos, que fue definido como «el Confesionario», y que consistía en citarlos uno a uno para convercerlos de su tesis y de ahí que, en gran parte, gracias a su conocida astucia y habilidad, nuestra solicitud fue aprobada en el tiempo justo.
Precisamente unos días antes de esa decisiva actuación de Andreotti en Bruselas, vino a Roma el ministro de Asuntos Exteriores Fernando Morán para entrevistarse con él. En aquellos dias, los atentados de ETA se sucedían continuamente y en la propia Embajada teníamos información de que también harían algo en Roma. El azar quiso que Morán llegase en un día en que el cielo de Roma estaba plomizo y con amenaza de tormenta. Recuerdo que estaban los dos ministros enzarzados en una apasionante conversación, cuando el ruido espantoso de un trueno hizo casi temblar las paredes de la Embajada, ante el susto evidente de Morán y mío. Sin embargo, Andreotti, sin perder la calma, dijo: «No se preocupen, se trata únicamente del terrorismo della natura ».
Pero lo curioso del caso es que combinaba este humor sosegado, propio de una vida sin sobresaltos, con sus continuos viajes y con una admirable capacidad de trabajo. Todos los días, a las seis de la mañana ya estaba en pie para escribir su diario, un artículo semanal en una revista, sus varios libros, sus discursos, y para recibir también la visita de sus electores que acudían siempre para pedirle favores o actuaciones. Muchas veces me citó a las ocho de la mañana para despachar conmigo o para saludar a algún político español, como Marcelino Oreja, que se admiraba de que a esa hora se trabajase ya en la política italiana. Es más, tenía tiempo de ir también a misa, acompañado de sus escoltas, por lo que una vez me dijo que desde hacía muchos años, siempre que iba a misa tenía detrás a la policia, añadiendo: «Creo que he obligado a oir más misas a mis escoltas, que las que habían oido antes en todas sus vidas, por lo que espero que se me compense este apostolado en la otra vida »..
En otro almuerzo con él, durante el semestre decisivo para nuestra entrada en el Mercado Común, le comenté que en las interminables sesiones nocturnas que precedieron al acuerdo de nuestra entrada, fue él quien tuvo el mayor aguante y me respondió: «Mi secreto es que de vez en cuando me tomaba un terrón de azucar » . Otro día, en una cena en la Embajada británica, cuando acababa de llegar de uno de sus múltiples periplos por todo el mundo, teniendo ya programados otros viajes inmediatos, no pude contenerme y le expresé mi admiración por su enorme resistencia, ya que era durísima la vida de ministro de Asuntos Exteriores. Su respuesta fue fulminante: «Embajador, tenga en cuenta que hay oficios mucho peores ».
Podría contar otras muchas anécdotas que presencié personalmente, y citar un gran número de sus frases lapidarias, algunas de las cuales se reproducen en la película que se proyecta ahora en Madrid. Pero me limitaré a una más, que me hizo reír, al comentarle que había tenido que ir al dentista, y que ante mi asombro y temor, el doctor mientras me limaba una caries con el torno, me preguntó si me gustaba la ópera. Como no podía hablar asentí moviendo la cabeza, pero aunque me gusta mucho il bel canto, lo mismo hubiera hecho en esos momentos si me hubiese inquirido si me gustaba el aceite de ricino italiano. Tras mi forzada afirmación, el galeno entonó, con fuerte voz, un aria de una opera conocida. Andreotti me escuchó esbozando una sonrisa y exclamó: « Todos somos iguales ante el dentista, pero no todos los dentistas son iguales ».
Ahora acaba de cumplir 90 años y aspira a llegar a los 100, porque, de una forma u otra, sigue sin desgastarse en el sentido que explicó. Se ha dicho que podría ser nieto de Maquiavelo, sobrino de los Borgia y hermano de Richelieu, Sea lo que fuere, Montanelli escribió que unos dicen que es «un hombre capaz para todo», otros «que es capaz de todo» y algunos «que es capaz para todo y que puede llegar a ser capaz de todo». En cualquier caso, en las tres versiones se reconoce siempre que es «capaz».
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario